Sorolla, la luz como placer
Franco y yo llegamos a Valencia el mismo d¨ªa. Yo sab¨ªa que aquel mar era el que hab¨ªa pintado Sorolla
Hace ya muchos a?os Franco y yo llegamos a Valencia el mismo d¨ªa, un 9 de octubre, festividad de san Dion¨ªs, patr¨®n de los pasteleros. Al parecer el dictador ven¨ªa para tomarse una paella a bordo del portaaviones Coral Sea de la Vl Flota norteamericana, fondeado en aguas de la Malvarrosa, el primer nav¨ªo de guerra que se paseaba por los mares de Espa?a despu¨¦s de la firma de las Bases, y yo llegaba desde el pueblo a la ciudad con una maleta en la mano para estudiar el preuniversitario. Al atravesar la huerta de Alboraya, los vagones de aquel tren borreguero se hab¨ªan llenado de perfumes agr¨ªcolas y por las ventanillas se ve¨ªan rocines arando y labradores encorvados sobre los surcos creados a tiral¨ªneas. Era el espacio literario de La barraca, de Blasco Ib¨¢?ez.
A la altura del Cabanyal el paisaje hab¨ªa comenzado a llenarse de tapias y escombreras; el tren se abr¨ªa paso con lentitud entre fachadas sucias con mucha ropa tendida en las ventanas. Yo sab¨ªa que detr¨¢s de aquellos barracones de pescadores estaba el mar y aquel mar era el que hab¨ªa pintado Sorolla. En el paso a nivel del Camino de Tr¨¢nsitos esperaba la gente detr¨¢s de la barrera con bicicletas, motos, camiones y otros carromatos, todo ruidoso y polvoriento. Muy pronto bajo el asiento de madera sent¨ª que las v¨ªas comenzaron a dividirse y a multiplicarse con cada golpe de las agujas que sacud¨ªan los vagones. Esta vez tambi¨¦n me hab¨ªa parecido que las ruedas discurr¨ªan por aquella trama de rieles, guiadas por un instinto que las hac¨ªa llegar de forma inexorable al and¨¦n preciso y necesario, siendo el maquinista probablemente el primer sorprendido. Despu¨¦s de tantos a?os ignoro si en aquella trama de ra¨ªles estaba mi destino. Todo ir¨ªa bien si acertaba con la v¨ªa que me llevara a realizar los sue?os que transportaba en la maleta. La estaci¨®n del Norte, infestada de polic¨ªas secretas, a¨²n ol¨ªa a humo y carbonilla de posguerra. Los pasajeros, gente en general derrotada, con la mirada baja, llevaban el miedo guardado en el bolsillo.
Instalado en un colegio mayor en Valencia, un d¨ªa fui por primera vez al Cabanyal en un tranv¨ªa que ten¨ªa la parada en la Glorieta y me ape¨¦ frente al derruido balneario de Las Arenas. En aquella Valencia de los a?os cincuenta del siglo pasado, aplastada por la dictadura, ese viaje a pegarse un ba?o en el mar era como una batalla que se libraba entre la represi¨®n pol¨ªtica y la audacia de los sentidos que hab¨ªan comenzado a reventar por las costuras. El placer estaba a punto de convertirse en un arma de combate por la libertad.
A finales del siglo XIX estos poblados mar¨ªtimos estaban unidos a las colonias veraniegas que los burgueses de Valencia hab¨ªan establecido en las playas, y all¨ª se juntaban con los pescadores de vid aperreada que sirvieron de modelos a Sorolla para sus cuadros de mar, a los que debe lo principal de su est¨¦tica. Desde el balneario de las Arenas donde permanec¨ªa todav¨ªa un pabell¨®n de ba?os en forma de Parten¨®n pintado de azul y una famosa piscina, comenc¨¦ a caminar por la orilla hasta llegar a la playa de la Malvarrosa, donde la casa de Blasco Ib¨¢?ez en estado de ruina sin puertas ni ventanas estaba a merced de los p¨¢jaros y murci¨¦lagos que entraban y sal¨ªan. Las pasiones que el escritor hab¨ªa descrito en su novela Flor de mayo estaban sumergidas en mi memoria. Tambi¨¦n estaba sumergida toda la pintura de Sorolla. Cuadros de bueyes tirando de las barcas con los marineros sentados en el testuz, las velas desplegadas de color mostaza, los ni?os desnudos dentro del agua hasta donde llegaba la pincelada para captar la luz del sol sobre la piel iridiscente, las pescadoras vestidas de blanco con su mirada muy dura hac¨ªa el horizonte, los burgueses con las chaquetas de pijama en sus mecedoras, los marineros en las tabernas silenciosos o contando aventuras y desgracias. Aquel mundo de Sorolla y de Blasco Ib¨¢?ez con tanta luz restallante, con tanto sudor, con tanta felicidad envuelta en blasfemias, hab¨ªa desaparecido.
En la plaza de Tetu¨¢n, junto a la glorieta donde hace tantos a?os tom¨¦ aquel tranv¨ªa que me llev¨® al mar de Sorolla, se levanta el edificio de Bancaja, cuya fundaci¨®n cultural acaba de inaugurar una exposici¨®n de m¨¢s de cien cuadros del pintor. He tenido el privilegio de poner las palabras como soporte a sus im¨¢genes. Sorolla pertenece al inconsciente colectivo de los valencianos, el sustrato de su luz forma parte de la lucha contra el oleaje de pasiones que golpea el esp¨ªritu. Sentado en un banco de la glorieta me vino a la memoria aquel lejano d¨ªa en que llegu¨¦ a Valencia con la imaginaci¨®n llena de sue?os. La pintura de Sorolla en el mar de Valencia era esa dicha que hab¨ªa que conquistar. Las campanas del Miguelete volteaban a gloria en honor a Franco que acababa de llegar a la ciudad. Vi pasar su caravana de coches blindados desde una acera de Col¨®n con la maleta en la mano entre el gent¨ªo que aplaud¨ªa al dictador. Han pasado muchos a?os.
Babelia
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