Maracan¨¢s
Hay algo m¨¢s en el f¨²tbol de calle, de playa. Lo iguala todo; lo desiguala todo
Este verano tuve tiempo para asistir a uno de los espect¨¢culos m¨¢s bonitos que se pueden ver en la costa. El de las familias abandonando la playa cuando ya cae la tarde, con esas madres y padres ensillados por los hijos mientras lloran de emoci¨®n con el winter is coming. Y el de los chavales reclutando a otros, apropi¨¢ndose de la arena que va quedando libre para organizar el partido del d¨ªa. Es un fen¨®meno que supongo se da en todas las playas del mundo, y que en la m¨ªa tiene la particularidad de contar con un p¨²blico que puede llegar a ser de 2000 espectadores, los que pasan por el paseo mar¨ªtimo y se quedan mirando al futuro Ronaldo.
En Brasil, durante el Mundial, asist¨ª desde la ventana del hotel a un milagro. Un partido en cancha callejera que comenz¨® a las siete de la tarde y segu¨ªa a medianoche. Y aun siendo eso prodigioso, lo que produc¨ªa m¨¢s asombro era que se hab¨ªan quedado sin luz y segu¨ªan jugando por pura intuici¨®n. No hab¨ªa luz en aquella zona, as¨ª que los chavales brasile?os, como belmontes en los prados, jugaban fi¨¢ndose a un sexto sentido y depend¨ªan, en los momentos decisivos, de la luz de la luna. Yo creo que la responsabilidad del juego de Brasil en sus ¨²ltimos mundiales hay que achacarla a eso: a que los seleccionadores hacen su convocatoria a oscuras, fi¨¢ndose de su instinto.
Hay algo m¨¢s en el f¨²tbol de calle, de playa. Lo iguala todo; lo desiguala todo. Hace dos semanas, a las ocho de la tarde, un grupito se junt¨® aprovechando el espacio dejado por familias desasistidas por el Estado. Los hab¨ªa observado a ratos durante la tarde. A ellos se hab¨ªa sumado un cr¨ªo con la camiseta de la selecci¨®n y su nombre sobre ella. Peque?o, regordete. Hasta me pareci¨® verle la pescata. Sufri¨® al llegar la condescendencia habitual, e incluso las miradas de fastidio, pero eran impares y hab¨ªa que soportarlo; los ni?os inadaptados siempre cruz¨¢bamos los dedos mientras cont¨¢bamos los participantes de la pachanga: si eran impares, est¨¢bamos dentro. Por supuesto ¡ªlo hubiera visto un ciego¡ª en cuanto el ni?o cogi¨® el bal¨®n empez¨® a barrerlos a todos: a los altos, a los fuertes, a los guapos, a los expertos de la t¨¢ctica con su verborrea del tiki-taka. El bal¨®n le hab¨ªa convertido en Dios. Pens¨¦ en Maradona, como siempre: en el paternalismo o el rechazo del principio, cuando se incorporaba a la pachanga un barriguitas de medio metro. Sin aprender la lecci¨®n fundamental del f¨²tbol: no hay deporte m¨¢s democr¨¢tico que ¨¦ste, y ninguno tiene m¨¢s facilidad para convertirse en dictadura.
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