Orgullo ruso, verg¨¹enza espa?ola
Ante el pasmo de los hinchas de la Roja, el Luzhniki hirvi¨® en un volc¨¢n de emociones
En los a?os 80, con la Uni¨®n Sovi¨¦tica a¨²n vigente, las im¨¢genes de la televisi¨®n recog¨ªan estadios de f¨²tbol o pabellones de baloncesto repletos de militares. Era un p¨²blico funcionarial que asist¨ªa en un silencio educado a las citas de sus equipos. La quietud generaba una sensaci¨®n de frialdad extrema. Los equipos de f¨²tbol espa?oles que se cruzaban con los sovi¨¦ticos tem¨ªan m¨¢s al fr¨ªo que a ese ambiente de las gradas en el que costaba dilucidar si las hinchadas asist¨ªan a un concierto de m¨²sica cl¨¢sica o a un partido de f¨²tbol.
Nada que ver con lo que se vivi¨® ayer en el estadio Luzhniki antes, durante y despu¨¦s del partido. Un volc¨¢n de sentimientos y colorido en el que se entremezclaron un fuerte sentido de lo nacional y el orgullo de haber superado contra pron¨®stico a una selecci¨®n campeona del mundo. Al t¨¦rmino del partido, con la adrenalina y la tensi¨®n de los penaltis reflejada en sus rostros, los rusos desfilaban en una hilera orgullosa por la avenida que circunda el coliseo. Caras pintadas con los colores de la bandera rusa, abrazos y bailes desenfrenados se alternaba con el caracter¨ªstico ¡°Ra-ssia, Ra-ssia¡± con el que los rusos empujaban a su selecci¨®n. ¡°Nadie lo pod¨ªa imaginar, nuestros jugadores se han comportado como h¨¦roes, han estado a la altura que esper¨¢bamos de ellos. Su lucha ha sido emocionante¡±, relataba Andrei, envuelto en una enorme bandera rusa que le llegaba de la nuca a los talones.
Cuando comenz¨® el Mundial, Vladimir Putin trat¨® de rebajar la presi¨®n sobre sus internacionales y el seleccionador. El presidente ruso no les pidi¨® ganar el campeonato, solo dar hasta la ¨²ltima gota de sudor. Putin no estuvo presente. Se perdi¨® vivir en directo la proeza de haber noqueado a Espa?a, que super¨® todas las expectativas de un pueblo que se entreg¨® a sus futbolistas desde las primeras horas de la ma?ana. El agudo y orgulloso ¡°Ra-ssia, Ra-ssia¡±, tronaba en el metro y no ces¨® en el estadio hasta el gol tempranero en propia puerta de Ignasevich. Se hizo un silencio funerario, solo quebrado cuando el carism¨¢tico Cherch¨¦sov se levant¨® del banquillo para arengar a los suyos. Un tiro de Golovin que roz¨® el palo fue la otra gran chispa que retom¨® la inflamaci¨®n de la hinchada local. Con el penalti se?alado tras las manos de Piqu¨¦ hubo una explosi¨®n de j¨²bilo. Cuando Dzyuba enga?¨® a De Gea para empatar, el estallido fue ensordecedor.
El segundo tiempo y la pr¨®rroga fueron un continuo intento de los aficionados rusos de que los suyos no decayeran en su empe?o de llevar a Espa?a a la fat¨ªdica tanda de penaltis. Las intervenciones de Akinfeev que impidieron que Espa?a lo evitara fueron un presagio de lo que sucedi¨® luego. El silencio se apoderaba de las gradas cada vez que un espa?ol se dispon¨ªa a ejecutar un penalti. Cuando Akinfeev ataj¨® el de Koke, se desat¨® la locura. Cuando Cheryshev marc¨® el suyo y la haza?a se acercaba, ya fueron incapaces de permanecer en sus asientos. Cuando la bota del meta detuvo el lanzamiento de Aspas, la fiesta fue ya imparable. Comenz¨® ese desfile orgulloso que contrastaba con el caminar derrumbado de los aficionados espa?oles. ¡°?Para esto hemos venido?¡±, se lamentaba Enrique, un gallego que esperaba que una televisi¨®n conectara en directo para expresar su opini¨®n: ¡°Qu¨¦ verg¨¹enza¡±.
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