Aquel d¨ªa, aquella pelota, aquel prodigio
22 de junio de 1986, hace este lunes 34 a?os. Inglaterra-Argentina, cuartos del Mundial y Maradona hace historia con un tanto de museo. As¨ª lo recuerda su compa?ero Jorge Valdano
Hubo un d¨ªa, en M¨¦xico, en que un hombre se convirti¨® en un dios de proporciones humanas, y yo estaba ah¨ª. Como ap¨®stol. D¨ªas despu¨¦s, los jugadores de la selecci¨®n argentina volvimos a Buenos Aires campeones del mundo, pero como ciudadanos. Diego lo hizo arriba de un caballo blanco, como el General San Mart¨ªn, nuestro libertador.
Pasaron 34 a?os y el tiempo fue desdibujando aquel Mundial. Incluso la ag¨®nica final se fue volviendo borrosa en la memoria de quienes la disfrutaron y apenas es un dato estad¨ªstico para quienes no hab¨ªan nacido. Lo contrario ocurri¨® con los dos goles de Maradona frente a Inglaterra, abrillantados por la leyenda, mitificados por la emoci¨®n, la pol¨¦mica y la belleza, ya un cap¨ªtulo heroico, aunque de ficci¨®n, de la guerra de las Malvinas. Las im¨¢genes son una y otra vez revisadas en las redes, y el relato de V¨ªctor Hugo Morales ya fue integrado por todas las generaciones que quieren revivir la ¨¦pica de aquella tarde. En efecto: ¡°Es para llorar¡±. Partido grande por la rivalidad (no solo futbol¨ªstica), por la genialidad (por supuesto) y tambi¨¦n por el debate ¨¦tico. Pero sobre todo por el colosal sentido de la oportunidad, que hizo que un hombre, en el momento justo, en el lugar justo y ante el rival justo, se convirtiera en pr¨®cer.
Lo siguiente dar¨ªa para un ensayo, pero lo reducir¨¦ al m¨¢ximo. Esa tarde todo alcanz¨® un sentido que trascend¨ªa la inocencia del juego. Juan Sasturain, en La patria transpirada, dice: ¡°El sudor es a la camiseta lo que la sangre a la bandera en la guerra¡±. Ning¨²n partido mereci¨® esta frase m¨¢s que aquel Inglaterra-Argentina. Tambi¨¦n pasar¨¦ r¨¢pidamente por La mano de Dios. De hecho, ya pas¨¦. Porque la ocasi¨®n necesita de toda la dignidad para cantarle a una excelencia jam¨¢s vista: la del segundo gol de Argentina.
Yo, que pasaba por ah¨ª, estoy en condiciones de asegurar que ese d¨ªa Diego estaba en estado de gracia. Las piernas le brillaban como si se las hubieran barnizado para la ocasi¨®n. Su figura se iba agigantando con el paso de los minutos, como ocurre con los grandes artistas cuando entran en trance en un escenario. Sus ojos taladraban, la pelota obedec¨ªa, el ¨¢rbitro alucinaba¡ En el ataque de argentinidad que le dio a Diego ese d¨ªa, ya hab¨ªa dejado sentada una de nuestras obsesiones: la picard¨ªa. Faltaba la otra: el virtuosismo.
Ya hab¨ªa protagonizado varios esl¨¢lones interrumpidos con faltas, a veces en el inicio mismo de la jugada y otras veces al borde del ¨¢rea. Como hasta los mayores talentos tienen un l¨ªmite y Diego lo estaba llevando cada vez m¨¢s lejos, cada jugada me parec¨ªa la ¨²ltima de una larga exhibici¨®n. Como esos fuegos artificiales que van aumentando su espectacularidad y uno se dice m¨¢s de una vez: ¡°Este es el ¨²ltimo¡±. Pero no, a¨²n queda el incendio total de todos los colores. Diego se guardaba el prodigio final, un gol que convirti¨® todo lo anterior en bosquejos de la obra de arte definitiva.
Empez¨® haciendo diabluras en el centro del campo sin que aquello pareciera un proyecto de gol. No lo era. Pero no par¨® hasta meterse dentro de la porter¨ªa, en una carrera atl¨¦ticamente mediocre y futbol¨ªsticamente maravillosa. Aqu¨ª un giro, all¨ª una aceleraci¨®n seguida de un freno, m¨¢s all¨¢ la estafa de un amague¡ La pelota, a todo esto, segu¨ªa mansamente todas las ocurrencias del prestidigitador. Las ideas, las desechadas y las aprovechadas, iban sucedi¨¦ndose a un ritmo vertiginoso, pero el cerebro de Diego no las dejaba amontonar y solo se quedaba con las mejores.
Cuando pis¨® el ¨¢rea, empez¨® a oler el peligro y la excitaci¨®n le dot¨® de una sabidur¨ªa en la que se junt¨® la espontaneidad cultivada desde ni?o en Villa Fiorito, miles de horas de entrenamiento, los destellos en zig zag propios del genio y la ambici¨®n de una fiera competitiva. Estaba masticando el gol m¨¢s grande de la historia del f¨²tbol. Osvaldo Soriano, escritor y futbolero, seguro que pensaba en Maradona cuando hablaba de ¡°la poes¨ªa del cuerpo¡± en el f¨²tbol. Hab¨ªa una musicalidad en cada movimiento, una actitud provocativa en cada paso y un ¡°m¨¢s dif¨ªcil todav¨ªa¡± en cada toque.
Fue imposible impedirlo. Cuando un hombre est¨¢ haciendo historia, nada ni nadie puede interferir. Todo se alinea. Incluso los ingleses, fieros enemigos, salieron en su b¨²squeda en el momento justo para no encontrarlo en el momento exacto. ?Cu¨¢ntas casualidades necesita un hecho mitol¨®gico! Hasta daban ganas de creer en el destino. Yo acompa?aba a la altura del segundo palo, medio asustado cuando me dec¨ªa, ¡°ahora me la da¡±, y aliviado cuando ve¨ªa que ¡°ahora no puede¡±. Y as¨ª, a golpe de ¡°ahora me la da y ahora no puede¡±, me fue hipnotizando hasta que me despert¨® un grito atronador.
Fue entonces cuando vi que hab¨ªa quedado en el camino una hilera de jugadores ingleses, perplejos, que empezaban a preguntarse: ¡°?Qu¨¦ cosa distinta a la que hice podr¨ªa haber hecho?¡±. Nunca encontraron respuesta. Si alg¨²n d¨ªa este art¨ªculo llega a manos de alguno de ellos, les devolver¨¢ el recuerdo y el reproche. No sufran m¨¢s, muchachos, aquella tarde no hab¨ªa nada que hacer.
Ante el incre¨ªble hecho consumado, Diego sigui¨® corriendo hacia el c¨®rner que ten¨ªa a su derecha, principiando el festejo y consciente de que hab¨ªa llegado la hora perfecta: la de un antes y un despu¨¦s. De las gradas bajaba el rumor de decenas de miles de incr¨¦dulos, felices porque iban a poder repetir, a lo largo de toda la vida: ¡°Yo estuve all¨ª¡±. La televisi¨®n persegu¨ªa al goleador para satisfacci¨®n de millones de miradas a¨²n estupefactas y los fot¨®grafos, desesperados, corr¨ªan a la caza de una imagen a la altura del advenimiento.
Todas las miradas conflu¨ªan en ¨¦l y eso le confer¨ªa un poder que produc¨ªa un efecto fascinante y, para m¨ª, sorprendente: Diego no ten¨ªa ninguna duda de que merec¨ªa esa locura. Rasgo que tambi¨¦n sospech¨¦ en su d¨ªa de Pel¨¦ o, m¨¢s adelante, de Jordan. Sin dudas, una seguridad exclusiva de los genios.
En cuanto a m¨ª, en el momento en que vi que la pelota entraba, la fui a recoger adentro del arco y la encontr¨¦ rendida, como muerta. Un p¨¢jaro al que solo le faltaba la cabeza colgando. A m¨ª el gol me hab¨ªa provocado algo parecido, pero al rev¨¦s, como si un atrac¨®n de f¨²tbol me hubiera saciado. Por una cosa o por otra, la pelota y yo cre¨ªamos que no merec¨ªa la pena seguir jugando despu¨¦s de lo ocurrido. ?Qu¨¦ sentido ten¨ªa? El f¨²tbol acababa de decirlo todo.
Era imposible que el mundo supiera lo que nos estaba ocurriendo a la pelota y a m¨ª porque otra de las consecuencias del gol es que todos, personas y cosas, dejamos de existir. Pasamos a una especie de clandestinidad. ?Qu¨¦ oportunidad perdida! Si hubiera salido corriendo con la pelota debajo del brazo, como un ladr¨®n de poca monta, hoy har¨ªa fortuna en una subasta por Internet. Hasta los ingleses pujar¨ªan por aquel bal¨®n. Con lo listo que a veces me creo, ni se me ocurri¨®.
El mundo le pertenec¨ªa a ese tipo que corr¨ªa y que al instante supo, porque su instinto siempre trabaj¨® a una velocidad que era el reflejo del reflejo, que hab¨ªa cruzado hacia el otro lado: el de los pocos que conocen la gloria. Lo ador¨¢bamos y lo envidi¨¢bamos en parecida medida porque acababa de hacer lo que, dormidos o despiertos, todos hab¨ªamos so?ado. Para poner algo de dignidad a mi papel en esa obra majestuosa, y despu¨¦s de decirme, algo ofendido por tanta superioridad, ¡°que lo grite solo¡±, le pegu¨¦ un voleo a la pelota y me fui, resignado, a abrazarle.
Como se puede comprobar en las im¨¢genes de televisi¨®n, el aire del Estadio Azteca ten¨ªa un espesor distinto, y aquella tarde proyectaba una luz que parec¨ªa querer iluminar un cuadro b¨ªblico: Diego, a¨²n arrodillado, yo levant¨¢ndolo para abrazarle como si fuera un igual (no col¨®) y, al fondo, el estadio repleto de gente con la boca abierta. Hay episodios que logran que el tiempo no corra igual, incluso que se detenga, como en una fotograf¨ªa. Hasta el recuerdo al que estoy acudiendo tiene una velocidad irreal.
Pero la vida no se detiene ante nada y el ¨¢rbitro, que hab¨ªa agotado su sentido hist¨®rico validando La mano de Dios, ten¨ªa prisa. De modo que hab¨ªa que sacar de centro, como quien aprieta el play, para que el partido se volviera a jugar y el mundo a funcionar. La pelota, que siempre vuelve, ya estaba ah¨ª, aparentemente recuperada y esperando. Hab¨ªa que seguir jugando, solo que uno, ya para siempre, arriba de un caballo blanco. Y los dem¨¢s con el gusto y hasta el honor de haber sido testigos de un episodio m¨¢gico que, desde aquel d¨ªa, crece y crece en la memoria emocional de millones de personas que estuvieron y no estuvieron en el estadio, que son o no son argentinos, que hab¨ªan nacido o no hab¨ªan nacido a¨²n. Un hecho extraordinario construido con el material con el que se fabrican las leyendas.
Desde aquella cumbre futbol¨ªstica, nadie sabe exactamente c¨®mo fue el d¨ªa a d¨ªa de Diego. Cu¨¢nto disfrut¨®, cu¨¢nto sufri¨®, cu¨¢nto luch¨®. Porque el f¨²tbol fue su para¨ªso, pero en la vida conoci¨® el infierno. La ventaja de reparar en el instante en que tuvo el privilegio de mirar al mundo desde el lugar m¨¢s alto es que podemos admirar el destello ¨²nico de un genio colosal. Aquella jugada aun¨® la magia de Maradona y el poder del f¨²tbol. Asociaci¨®n ya invencible, porque desde aquel gol, Maradona y f¨²tbol son sin¨®nimos. Si no, que se lo pregunten a aquella pelota, hechizada por el estado de gracia de esa zurda prodigiosa que, un inolvidable d¨ªa, logr¨® rendirla.
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