Bronce y sue?o o el delirio de una colecci¨®n de metales imposible
Hay algo inefable que mueve la pulsi¨®n coleccionista. Ordenar el caos. Vivir el sue?o. Fantasear con la eternidad. Esa es la colecci¨®n que se abre esta semana. Los cromos de un ¨¢lbum intangible.
Juguemos a los secretos.
Un d¨ªa, en Pek¨ªn, me entregaron una medalla: una medalla ol¨ªmpica de participante. La reciben todos los atletas; tambi¨¦n los periodistas que cubren los Juegos. Vi, no venc¨ª, volv¨ª: al menos estuve all¨ª. Dej¨¦ la medalla en la estanter¨ªa. No acab¨® la historia ah¨ª. Se me ocurri¨® reunir algunas m¨¢s. Fetichismo deportivo, intrahistoria personal. Hab¨ªa que buscar mucho y ahorrar un poco, pero se pod¨ªa. As¨ª empez¨® un camino a la perdici¨®n. Pujas en subastas de madrugada, rastreos en numism¨¢ticas del mundo entero, caza de incautos en Wallapop.
Sigamos con los secretos.
Comenzaron a llegar a casa las medallas: nuevas, brillantes, en su caja original. Tokio 64, futurista; Mosc¨² 80, comunista: esas fueron las primeras. La de R¨ªo 16 ven¨ªa de Letonia. La de Londres 48, con el Big Ben en el anverso, estaba intacta en su cajita verde de John Pinches Medalists. La ansiada medalla de Berl¨ªn 36, con la sombra de Hitler incrustada en su ¨¢guila nazi, la retuvieron en la aduana pero lleg¨®: met¨¢fora pol¨ªtica de este tiempo. Un tal Dmitry, de la ciudad rusa de Kazan, me ped¨ªa confianza para transferir el dinero a ciegas y ¨¦l me enviaba las de Helsinki 52 y Munich 72. No hay emoci¨®n sin riesgo. Supongo que as¨ª comienzan las drogas.
La afici¨®n mudaba a vicio nocturno. Ve¨ªa medallas y medallas en el ipad antes de irme a la cama; ellas se quedaban incrustadas bajo los p¨¢rpados como un tiovivo de madrugada: extra?a fiebre ol¨ªmpica. De Bielorrusia llegaba la de Sidney 2000. La de Atlanta 96 la adquir¨ªa en Temple, Estados Unidos. M¨¦xico 68 y Barcelona 92 las cazaba por Wallapop. Por fin encontraba en buen estado la de Montreal 76, localizada en Cambridge. Se¨²l 88 se la compraba a un vendedor alem¨¢n. Y en todo este alocado proceso sobrevolaba una ilusi¨®n. Un momento que pod¨ªa darse. Lo anhelaba; en parte lo tem¨ªa. Y lleg¨®.
Encontr¨¦ la primera medalla ol¨ªmpica de participante: Atenas 1896. La primera de la Historia. Estaba como nueva en su caja redonda granate. Con sus caracteres griegos, su corona de laurel, la diosa Atenea entre el Parten¨®n y el ave F¨¦nix. Toda la historia en su bronce. Ciento veinticinco a?os despu¨¦s me esperaba en una numism¨¢tica de Atenas. Intacta. Para m¨ª. Un capricho gordo. Quiz¨¢ demasiado. Qu¨¦ iba a hacer.
Un momento as¨ª lo vivi¨® Jim Greensfelder, el Michael Phelps del coleccionismo ol¨ªmpico.
Juguemos, ahora, a las historias.
Hay un olimpismo de coleccionista. Se basa en cuatro grandes ramas: pins, mascotas de peluche, medallas y antorchas. Los subproductos son entradas, carteles, programas, monedas, sellos y otra clase de memorabilia. Jim se hizo famoso por coleccionar medallas de participante. Todas. De los Juegos de Verano y de los de Invierno. Todas las variantes posibles de cada medalla. Cientos de medallas con sus cajas. Pero un d¨ªa averigu¨® algo. Algo que anhelaba y tem¨ªa. Fue su momento.
Resulta que en los Juegos de Estocolmo 1912 se fabricaron dos medallas de participante en oro macizo: una para el rey; la otra para el pr¨ªncipe de Suecia. Sin embargo, el presidente del comit¨¦ organizador mand¨® que hicieran una tercera para ¨¦l. Siempre hay un espabilado. El tiempo pas¨®, sus descendientes la vendieron y un d¨ªa apareci¨® en una casa de subastas. Jim pod¨ªa comprarla por 300.000 d¨®lares.
Si la compraba, era un desfalco.
Si no lo hac¨ªa, jam¨¢s tendr¨ªa todas las medallas.
Jim eligi¨® una tercera opci¨®n: vender toda su colecci¨®n y, con el dinero obtenido, pagar los estudios de sus nietos. Fin de la historia. Jim muri¨® el a?o pasado en Cincinnati a los 83. Fin de la colecci¨®n.
Hay algo inefable que mueve la pulsi¨®n coleccionista. Ordenar el caos. Vivir el sue?o. Habitar lo in¨²til. Fantasear con la eternidad. Sentir r¨¢fagas de infancia. Son todo imposibles, por supuesto. Por algo parecido a eso coleccionamos instantes ol¨ªmpicos. La flecha del pebetero en la Barcelona del dream team. El Hijo del Viento volando sobre Los Angeles. El 10 en Montreal de una peque?a comunista que no sonre¨ªa nunca. Los brazos nazis doblados por Jesse Owens. Los mutilados de la Segunda Guerra Mundial compitiendo en Londres. El gimnasta George Eyser, con una pierna de madera, colg¨¢ndose seis medallas en San Louis. El triple oro de Zatopek en Helsinki antes de ser purgado en Praga. Los pies descalzos del et¨ªope Bikila dominando la Roma postimperial. Dos pu?os negros en el cielo de M¨¦xico. La melena al viento de Florence Griffith en Se¨²l. Las nike doradas del pato m¨¢s veloz en Atlanta. La sonrisa del pez rubio volador en Pek¨ªn. El poder arrollador de Simone Biles para volar en R¨ªo y para elegir bajarse despu¨¦s. El carisma de Duplantis con la p¨¦rtiga en carrera hacia el 6,02 en Tokio.
Esa es la colecci¨®n que se abre esta semana. Los cromos de un ¨¢lbum intangible. Membranas de la memoria ol¨ªmpica hechas de sue?o, infancia, eternidad. Todo imposibles. Como esa primera medalla, la de 1896.
Entre los dedos la tengo. Qu¨¦ bella es.
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