Los supuestos
La publicaci¨®n del libro de Pedro La¨ªn Entralgo Descargo de conciencia (1930-1960), y, sobre todo, las reacciones que ha suscitado, me hacen reflexionar sobre algo que queda fuera de la cr¨ªtica e incluso del campo visual: los supuestos del libro y de sus lectores y comentadores. Si no queremos anegar en confusi¨®n la confesi¨®n hist¨®rica, hay que intentar ponerlos en claro. Hace cuarenta a?os se rompi¨® la convivencia de los espa?oles, se produjo la discordia en la forma m¨¢s radical de toda nuestra historia, ya eso llamamos la guerra civil. Tres factores dieron particular gravedad a este suceso, haciendo de ¨¦l algo sin comparaci¨®n con las dem¨¢s perturbaciones de nuestro pasado: el primero, las conexiones de ambos beligerantes con movimientos totalitarios extranjeros, que realzaron y pusieron en primer plano las tendencias minoritarias an¨¢logas e introdujeron as¨ª una doble deformaci¨®n en la pol¨ªtica de las dos Espa?as en guerra: el segundo, el hecho de que la mayor violencia y ferocidad, en ambos lados, no fue b¨¦lica, sino pol¨ªtica, en forma de represi¨®n de los supuestos disidentes, en una escala de formas de criminalidad m¨¢s o menos legalizada, y tercero, que los vencedores de 1939, lejos de poner punto final a la contienda, han prolongado hasta ayer sus consecuencias y su esp¨ªritu, y hay una fracci¨®n considerable que intenta perpetuar todo ello indefinidamente.
Las interpretaciones dominantes en ambas zonas beligerantes eran, claro es, diametralmente opuestas. Seg¨²n una de ellas, la Rep¨²blica era un r¨¦gimen absolutamente leg¨ªtimo y legal, un Estado de derecho irreprochable, atacado violentamente por una subversi¨®n militar-fascista, sin la menor justificaci¨®n y como primera batalla de la Alemania nacionalsocialista y la Italia fascista. Seg¨²n la interpretaci¨®n contraria, la llamada Rep¨²blica era un caos sangriento, en poder de malhechores, a punto de desmembrarse y sumirse en una revoluci¨®n, y la ¨²nica reacci¨®n posible a ese estado de cosas fue la Cruzada o Guerra de Liberaci¨®n, para salvar a Espa?a del dominio Sovi¨¦tico.
Es comprensible que en 1936 se dijeran estas cosas, y hasta es posible que algunos las pensaran; pero al cabo de cuarenta a?os todo el mundo est¨¢ persuadido de que la porci¨®n de verdad de ambos esquemas estaba disuelta en una masa de circunstancias bien diferentes. Las dos tesis que acabo de recordar eran absolutamente inconciliables, y la realidad efectiva las desmiente a ambas. Que la Rep¨²blica fuese un r¨¦gimen leg¨ªtimo no implica que no estuviese perturbada por fuerzas ajenas a todo esp¨ªritu democr¨¢tico y liberal y a toda preocupaci¨®n de legalidad; ni que su pol¨ªtica en los ¨²ltimos meses no encerrase graves desaciertos; el que lo dude, lea, por ejemplo, los textos citados por Stanley Payne en La revoluci¨®n espa?ola. Que los defectos de esta situaci¨®n pol¨ªtica fuesen irreparables, que hubiese derecho a destruir el Estado, y arrasar toda su estructura, a multiplicar por diez mil la violencia existente, ?qui¨¦n podr¨ªa hoy sostenerlo?
Yo cre¨ª entonces, y sigo creyendo, que la guerra civil fue querida por muy pocos, por dos fracciones exiguas que impusieron su voluntad de discordia y violencia al pa¨ªs entero, alegres de poder liquidar la estructura pol¨ªtica para poner las cosas a su gusto. No se olvide que el 18 de julio fue festejado tambi¨¦n en la zona republicana, y la calle del Pr¨ªncipe de Vergara (es decir, Espartero, el vencedor liberal de la primera guerra carlista) se llam¨® en el Madrid de la guerra ?Avenida del 18 de Julio?.
En mi opini¨®n, la inmensa mayor¨ªa de los espa?oles no quer¨ªan la guerra; pero, una vez estallada, planteaba una opci¨®n insoslayable. Personalmente, creo que lo decisivo fue estar a favor o en contra de la guerra, y en ese punto pongo mi estimaci¨®n; me parece secundario, en cambio, desde la aversi¨®n a la guerra como tal, haber optado por uno u otro bando. Hab¨ªa, ciertamente, razones a favor y en contra de los dos; era posible —sobre todo, teniendo en cuenta que la informaci¨®n era deficiente, que la presi¨®n de la propaganda fue fort¨ªsima—preferir una de las dos alternativas; y ha sido igualmente posible considerar despu¨¦s que esa preferencia hab¨ªa sido err¨®nea, que a ¨²ltima hora el otro lado ten¨ªa mayor justificaci¨®n o menores inconvenientes. Considerar -como se hizo durante la guerra— que militar en el otro bando o simpatizar con ¨¦l era un crimen, me parece atroz. Tener por culpable durante cuatro decenios al que estuvo en el de los vencidos, es moral y pol¨ªticamente monstruoso.
Pues bien, son inequ¨ªvocos los s¨ªntomas de que se est¨¢ deslizando, como por debajo de la puerta, el supuesto contrario; que se es culpable simplemente por haber estado del lado de los vencedores. El no necesitar excusarme de ello ni el m¨ªnimo grado, me da cierta autoridad para rechazar ese supuesto, que se ha manifestado al enjuiciar a La¨ªn y su libro. ?Qui¨¦n es nadie para pedirle cuentas por eso? ?Es que no tendr¨ªa que darlas igualmente su antiguo adversario? ?Es que va a renacer el esp¨ªritu de las ?depuraciones? de 1939, cuya contribuci¨®n al envilecimiento nacional no es f¨¢cil de medir? ?Van a volver a pedirse ?documentos?, ?declaraciones? o ?juramentos? de adhesi¨®n a lo que sea, como se ha hecho durante tantos a?os, dejando inquieta la conciencia de los que se han sometido a ello, poniendo en entredicho la legalidad de los puestos obtenidos mediante tal discriminaci¨®n, excluyendo de participar en el Estado a los que no se han avenido a expresar tales ?adhesiones??
Si se considera necesaria una gran confesi¨®n general de los espa?oles, h¨¢gase —y pienso que deber¨ªa hacerse en el secreto de cada conciencia—; pero, enti¨¦ndase bien, de todos los espa?oles. Durante cuarenta a?os s¨®lo era obligatoria para la mitad; si ahora obliga exclusivamente a la otra mitad, se va a perpetuar la coacci¨®n, la violencia, y para decirlo todo, la mentira. Porque la santificaci¨®n alternativa de cada uno de los dos bandos que lucharon en la guerra civil es una colosal falsedad, que hace imposible el clarividente examen de conciencia que ser¨ªa necesario, el dolor de coraz¨®n por tan inmenso error hist¨®rico, el prop¨®sito radical de la enmienda.
Es la conducta personal, durante la guerra y despu¨¦s de ella, lo que interesa; en un intelectual, es la historia de sus obras, de sus palabras, de su respet¨® a la verdad. El otro d¨ªa preguntaba c¨®mo hubiera sido la Espa?a posterior a 1939 sin La¨ªn; imag¨ªnese lo que hubiera sido con veinte La¨ªnes.
Es claro que no los hubo: se hubiera sabido. La deuda de los espa?oles con Pedro La¨ªn me parece copiosa; incluso la deuda pol¨ªtica. Desde puntos de partida bien distintos de los suyos, y sin que ello fuera estorbo a la amistad y a la coincidencia en tantas cosas, lo he visto siempre esforzarse por entender a los dem¨¢s, por dar su generosa ayuda, por aceptar la posibilidad de que el otro y no ¨¦l tuviera la raz¨®n. Hayan sido cualesquiera sus posturas, La¨ªn ha sido el reverso de la guerra civil, la negaci¨®n de su esp¨ªritu. Y si se ha equivocado, es ¨¦l quien lo dice. Y pienso que deber¨ªa examinar con cuidado sus ? errores?, porque la mayor¨ªa de sus posiciones, aun en apoyo de causas que a m¨ª me parec¨ªan inaceptables y a ¨¦l se lo parecen hace por lo menos veinte a?os, eran en su contenido justas. Para buscar el ejemplo extremo, aunque no sea muy convincente su libro Los valores morales del nacionalsindicalismo, muestra bien a las claras los valores morales de su autor.
A los jueces de afici¨®n y no de profesi¨®n habr¨ªa que preguntarles, como en el cuento: Y a usted, ?qui¨¦n lo presenta? Y hay que cuidarse, al mismo tiempo, de no aceptar, como moneda v¨¢lida, los supuestos injustificados sobre los que levantan su tribunal. Negar la parte de raz¨®n del otro es una injusticia; renunciar a la raz¨®n que tiene, aunque no sea, total, es otra. Resistamos, sigamos resistiendo.
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