Cuando Neruda cumpli¨® sesenta y cinco a?os
Contar c¨®mo fui invitado en Buenos Aires (y por qui¨¦n) al sesenta y cinco cumplea?os de Pablo Neruda, es una historia tan disparatada como las de Groucho Marx o Woody Allen. Si llego a viejo y en condiciones de confesar que he vivido, lo har¨¦. Wilde dec¨ªa que la realidad imita al arte; pero la realidad, transcripta literalmente, en ocasiones carece de verosimilitud como hecho literario.Con un abogado argentino -el personaje m¨¢s extra?o que conoc¨ª en mi vida, una especie de Gran Gatsby all'uso nostro- tomamos un taxi hacia Isla Negra, sitio costero en la provincia de Valpara¨ªso as¨ª bautizado por el propio Neruda, y que por supuesto no es una isla.En 1969, con la Democracia Cristiana en el poder, Chile asist¨ªa al crep¨²sculo de los dioses del liberalismo. Era una ¨ªnsula pac¨ªfica comparada a pa¨ªses vecinos con un golpe de Estado a cada momento al estilo de los de Ub¨² Rey. A¨²n as¨ª asombraba que el cumplea?os de un poeta fuese un acontecimiento de m¨¢s trascendencia popular que una victoria del Colo-Colo. Los chilenos se jactaban de sus poetas y su educaci¨®n c¨ªvica con el mismo fervor que los brasile?os y los argentinos se jactaban de su f¨²tbol.
Neruda era el Pel¨¦ de Chile, y me resulta repugnante establecer un paralelismo tan basto, pero es la ¨²nica manera que puedo trasmitir una idea aproximada de su ascendiente popular. La radio del auto y el propio taxista hablablan constantemente de su aniversario.
Pens¨¦: este pa¨ªs no es de este mundo. Cuando llegamos a la casa del poeta comprob¨¦ que, dentro de ella, la realidad ordinaria se transformaba en ficci¨®n.
Para empezar, la puerta no ten¨ªa timbre ni aldaba, sino una campana de barco. Nos abri¨® no uno de los innumerables lacayos que (seg¨²n comentarios de Buenos Aires) lo serv¨ªan como a un jeque, sino la propia hermana del homenajeado: una se?ora menuda, vestida enteramente de negro, ya jubilada como maestra de escuela. No s¨®lo no ten¨ªa un ej¨¦rcito de sirvientes: no ten¨ªa ni uno.
El jard¨ªn no ten¨ªa m¨¢s que pasto y un arbolito pobr¨®n; pero tina vieja locomotora del siglo pasado, herrumbrada, le hac¨ªa compa?¨ªa (ahora, mientras enumero esto, advierto el s¨ªmbolo: Neruda era hijo de un ferroviario). En el flanco derecho del jard¨ªn se ve¨ªa una especie de mostrador tipo ?saloon? de far west, con carteles escritos en ingl¨¦s que dec¨ªan: ?Pablo Neruda: se busca vivo o muerto?, en los que constaba tambi¨¦n una cifra de recompensa y el dibujo de una 45.Es verdad que ganaba dinero con sus libros, pero los invert¨ªa en coleccionar mascarones de proa que pertenecieron a naves piratas, libros incunables y manuscritos de autores cl¨¢sicos, vinos finos que cataba en fechas y procedencias con la exactitud con que Einstein resolv¨ªa en segundos y mentalmente complej¨ªsimas ecuaciones. Esto me recuerda un poco el concepto nietzscheano de aristocracia, que no coincide precisamente con la posesi¨®n de yates o autos de 50 metros, sino con la finura del esp¨ªritu. No conoc¨ª a ning¨²n se?or de apellido con m¨¢s buen gusto que este hijo de ferroviario.
Como a Bradbury, le aterrorizaba todo objeto mec¨¢nico: no ten¨ªa tel¨¦fono, no sab¨ªa escribir a m¨¢quina y el auto (un modesto Fiat, si mal no recuerdo) lo conduc¨ªa su mujer.
Yo no habr¨ªa sabido qu¨¦ hacer en medio de tanta gente desconocida si no me hubiera conducido el gran novelista chileno Diego Mu?oz -a quien Neruda inmortalizar¨ªa en un poema de Canto general-; en ese cumplea?os gan¨¦ un amigo de esos que muy pocas Nieces se encuentran.
Los invitados llenaban sus copas meti¨¦ndolas en una olla de proporciones rebelesianas, con el resultado que alguno que otro venerable caballero termin¨® rodando bajo las mesas. Era un coctel que hab¨ªa preparado Neruda, consistente en llenar la olla con toda cosa bebestible que hubiera en la casa.
Ten¨ªa la estatura de Borges y la gordura de Balzac, pero semejante masa fisica, lejos de dar sensaci¨®n de solidez, ten¨ªa algo et¨¦reo: como si se tratara de un fantasma hinchado.
Hablaba poco; beb¨ªa despaciosamente, pero de una sola vez, enormes vasos de tinto que ten¨ªan un espejuelo en el fondo desde el que miraba todo, con sonrisa de chico mimada. Pero sus ojos eran tristes, de un color como de fondo de mar, como los de la sirena de su ?F¨¢bula de la sirena y los borrachos?: Sus ojos eran color de amor distante.
Para que la magia fuera completa -juro que no estoy mixtificando- no lejos de la costa, y frente a la casa, un cachalote permaneci¨® varado hasta que la marea nocturna se lo llev¨®. No creo en las casualidades: el universo est¨¢ lleno de realidades que somos incapaces de ver, m¨¢s o menos como las ranas en el fondo de un charco de que hablaba el fil¨®sofo. El sur del oc¨¦ano le enviaba su embajador.
No merec¨ª ni busqu¨¦ ser su amigo. S¨¦ que se disfrazaba de cowboy o de almirante brit¨¢nico del siglo XIX; que, sentado en su banco de piedra frente al Pac¨ªfico, se desnudaba un pie que pon¨ªa sobre una sillita mientras comentaba: ?Estos son mis ejercicios matinales ... ? Pienso que la tristeza de su mirada ven¨ªa de la soledad que a veces sufre cierta gente c¨¦lebre (que lo digan Greta Garbo o Marylin Monroe), aparte de que sus m¨¢s grandes amigos (Alberto Rojas Jim¨¦nez, Angel Cruchaga Santa Mar¨ªa, Garc¨ªa Lorca, Miguel Hern¨¢ndez, Aleixandre, Alberti) estaban muertos o lejos, tal como estaban muertos sus grandes enemigos (Pablo de Rokha, Vicente Huidobro).
La ¨²ltima vez que lo vi (por circunstancias tan extra?as y con la misma falta de m¨¦ritos de mi parte como la primera) fue en un hotel c¨¦ntrico de Santiago, con motivo de su despedida de Chile para ocuparse de la embajada en Par¨ªs. No pudo negarse a hablar ante la insistencia de algunos comensales, en especial del embajador de Francia.
Creo que ah¨ª s¨ª lo conoc¨ª para siempre. Improvis¨® un discurso de una profundidad, una coherencia y una belleza ejemplares. Comenz¨® con estas palabras, que para m¨ª fueron las ¨²ltimas, porque ya no lo ver¨ªa m¨¢s: ?Este es un saludo como un pa?uelo en el baile ... ?
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