Los aspectos b¨¢sicos de la cuesti¨®n regional en Espa?a
La comisi¨®n regia, tras un ejemplar estudio objetivo de cuatro a?os rindi¨® al fin su informe en 1973; es el Repport on the Constitution, o informe Kilbrandon (por el nombre de quien concluy¨® siendo su presidente. un magistrado de la Justicia escocesa), que es hoy uno de los estudios sobre el problema m¨¢s serio y profundamente realizado, al margen de alegatos apasionados, en todo el Occidente actual. El informe es un libro de cerca de 600 p¨¢ginas, m¨¢s un tomo an¨¢logo que expone dos votos particulares de dos miembros de la comisi¨®n, m¨¢s los tomos de documentaci¨®n y prueba; en conjunto, un monumento del tradicional saber pol¨ªtico de los ingleses, en el que har¨ªan bien nuestros gobernantes y nuestros regionalistas en inspirarse, en lugar de en romanticismos y en simplificaciones tantas veces presentes en este grave tema (hace m¨¢s de un a?o recomend¨¦ vivamente su traducci¨®n a una instituci¨®n p¨²blica, que creo que, con alg¨²n retraso ya, va a publicarla pronto).
El informe no ha quedado en un simple estudio encomendado por el Gobierno y presentado al Parlamento. Sobre su base, aun que formulando unas conclusiones. en parte diversas, el Gobierno ingl¨¦s ha elaborado ya dos ? Libros blancos? con propuestas concretas; el primero, en septiembre de 1974, Democracy and Devolution (la voz inglesa ?devolution? es equivalente, sin perjuicio de ciertos matices, e incluyendo el poder legislativo, a la nuestra de descentralizaci¨®n): Proposals for Scotland and Wales, Sin que ese proyecto llegase a articularse en un texto legal, en noviembre de 1975 el Gobierno ha presentado al Parlamento un nuevo libro blanco con una propuesta m¨¢s amplia: Our changing democracy: Devolution o Scotland and Wales, sobre la base del cual se est¨¢ elaborando ya un proyecto de ley. Ese libro blanco acaba de ser rectificado parcialmente en agosto de 1976, apenas en lo relativo a la composici¨®n de la asamblea regional.
El informe Kilbrandon propon¨ªa una regionalizaci¨®n general de Inglaterra (no una federalizaci¨®n, expresamente descartada); ahora se trata, en un primer paso, de aplicar el sistema a Escocia y a Gales, dot¨¢ndolas no s¨®lo de una Administraci¨®n propia, sino tambi¨¦n de asambleas pol¨ªticas electivas, con poderes legislativos m¨¢s o menos circunscritos. Tendremos ocasi¨®n de volver m¨¢s adelante sobre este m¨¢s reciente proyecto regionalizador europeo, que es uno de los m¨¢s profunda y objetivamente estudiados.
Todo lo anterior ser¨¢ m¨¢s o menos interesante por si mismo, como visi¨®n del problema regional y de sus rasgos propios en el mundo de hoy, pero no es para nosotros m¨¢s que un mero pre¨¢mbulo para pasar al tema candente, que nos quema y nos urge, la cuesti¨®n regional en este momento en Espa?a, precisamente.
Hay que comenzar con una afirmaci¨®n simple y sin equ¨ªvocos: para Espa?a una f¨®rmula regionalista directa y resuelta parece absolutamente inexcusable. El peso de nuestro regionalismo hist¨®rico no puede deso¨ªrse ya por m¨¢s tiempo, pero tambi¨¦n imponen la soluci¨®n el peso con jugado de las tres razones que hemos expuesto, esto es, la necesidad apremiante de una ordenaci¨®n del territorio, junto con las exigencias de un desarrollo regional que palie los grav¨ªsimos desequilibrios regionales existentes y que ponga un freno a la desertizaci¨®n avanzad¨ªsima de zonas enteras y a la destrucci¨®n injustificada de estructuras sociales y econ¨®micas, motivos que parecen estar en la base misma de la grave situaci¨®n econ¨®mica hoy existente; en fin, la patente crisis de nuestra Administraci¨®n centralizada y de nuestra burocracia, tantas veces puesta de manifiesto (por ejemplo, en mi ya viejo libro La Administraci¨®n espa?ola, 3.? ed., Alianza Editorial).
De este modo, resulta perfectamente claro, a mi juicio, que la regionalizaci¨®n del pa¨ªs no es algo a lo que convenga simplemente resignarse, como tantas veces se dice o se insin¨²a (quiz¨¢ por el peso casi exclusivo del planteamiento tradicionalista del regionalismo como inserci¨®n de un orden arcaico en la modernidad organizativa, a la que vendr¨ªa a perturbar en su funcionamiento superior), sino que constituye una verdadera oportunidad para el Estado y para la sociedad espa?ola, para permitirles potenciar su eficacia y sus posibilidades de servicio efectivo a los hombres que habitan la vieja piel de toro, para ?poner al d¨ªa? su estructura y su funcionalismo, hoy anquilosados y bloqueados por el peso inercial de tradiciones ya deshuesadas y, en estricto sentido, super-ticiosas, sup¨¦rstites de concepciones del siglo XVIII. Hay que decir, sin equ¨ªvocos, que el centralismo estricto sobre el cual a¨²n vivimos ha pasado a ser hoy el verdadero tradicionalismo retardatario, aunque sea un tradicionalismo de ra¨ªz corta, en tanto que la verdadera modernidad ha pasado a ser protagonizada, seg¨²n hemos podido ver, por el regionalismo.
Ello no obstante, la articulaci¨®n de esa regionalizaci¨®n presenta problemas delicados, especialmente por la singularidad con que entre nosotros se presenta la cuesti¨®n regional, tributaria a¨²n del planteamiento tradicionalista y sostenida por una ideolog¨ªa que confesadamente se declara ? nacionalista?.
Sobre este extremo de hablar de las regiones hist¨®ricas como ?nacionalidades?, que tan extra?amente suele sonar, tambi¨¦n por un reflejo del mismo nacionalismo del siglo XIX, en los o¨ªdos de los espa?oles no incluidos en ellas, perm¨ªtasenos acogernos a una prudent¨ªsima observaci¨®n del citado informe ingl¨¦s Kilbrandon. ?Es posible argumentar inacabablemente —dice el informe— sobre el sentido de la palabra naci¨®n y sobre si un particular grupo o pueblo tiene o no tiene una identidad nacional separada. Los factores que han de tomarse en cuenta son a la vez geogr¨¢ficos, hist¨®ricos, de raza, lengua, cultura... Pero todos ellos, tanto singularmente como en combinaci¨®n plural, no proporcionan una respuesta concluyente. Algunos de nuestros informadores han considerado que los mejores jueces son los pueblos mismos; y que si un colectivo popular piensa de s¨ª mismo como una naci¨®n separada, en ese caso nada m¨¢s es necesario para demostrar la existencia de tal naci¨®n. Esta pretensi¨®n tiene claramente mayor validez si se asegura un cierto reconocimiento por los dem¨¢s.? Este simple criterio, con el que el informe concluye luego comprobando la existencia de un national-feeling en Escocia y en Gales, no es muy distinto del que postularon los cl¨¢sicos del tema entre nosotros (baste releer el delicioso —y delicado— libro de Prat de la Riba, ?La nacionalidad catalana?), y nos parece, en efecto, el ¨²nico razonable, si hemos de evitar sumirnos en frondosidades ret¨®ricas y convencionales y perder con ello el verdadero contenido del tema, que es lo que importa.
Nacionalidades, pues nacionalidades —con dos solas reservas: una, que en el plano pol¨ªtico esto podr¨¢ tener consecuencias en muchos aspectos, especialmente en el del respeto y desarrollo de las peculiaridades hist¨®rico- culturales sentidas como propias (luego hablaremos sobre ello), pero que no postula por s¨ª mismo un Estado soberano y separado; son m¨²ltiples los ejemplos de Estados multinacionales (lo observa poco despu¨¦s del p¨¢rrafo antes transcrito el informe Kilbrandon y es una evidencia); segunda reserva, aunque ¨¦sta ya sea sobre todo intelectual, tales supuestas nacionalidades distintas no destruyen, como simple hecho hist¨®rico, a la nacionalidad espa?ola, si se quiere compleja o de segundo grado, que, como tal, ha sido un protagonista de la historia peninsular desde mucho antes de la unificaci¨®n pol¨ªtica de los distintos reinos (ver el excelente libro del valenciano Jos¨¦ Antonio Maravall, ?El concepto de Espa?a en la Edad Media?) y de la historia del mundo, y no de los menores, y que ha de aspirar a seguir si¨¦ndolo, so pena de voluntad suicida.
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