Tarradellas
El pa¨ªs est¨¢ naciendo, con una serenidad que no tiene precedente hist¨®rico, a una encomiable realismo pol¨ªtico. Los s¨ªmbolos y los fantasmas yacen en las m¨¢s oscuras alacenas oficiales o personales, en tanto que el cuerpo social se apresta a satisfacer imperiosas aspiraciones y necesidades que, pese al largo empe?o, no han quedado enterradas ni sometidas. Y lo hace con cordura, sin aspavientos, y volviendo la cabeza lo menos posible.Algunos datos objetivos pueden servir de pre¨¢mbulo ¨²til a cuanto resta por exponer. Catalu?a ten¨ªa en 1973 una poblaci¨®n de hecho que se aproximaba a los cinco millones y medio de habitantes, y en la actualidad supera, seg¨²n estimaciones, los seis millones. De ¨¦stos, m¨¢s de un mill¨®n y medio inmigraron desde 1941. Por otra parte, un ciudadano capaz de votar en 1932 habia de tener, seg¨²n el articulo 53 de la Constituci¨®n vigente entonces, veintitr¨¦s a?os, por lo que hoy no ser¨ªa menor de 68 anos. La poblaci¨®n que supera esta edad ahora mismo no alcanza en toda Catalu?a el 8% de la total.
Hace casi 38 a?os que el estatuto catal¨¢n fue derogado y alrededor de veinticinco que el se?or Tarradellas es presidente de la Generalitat.
En estas condiciones, pretender que renazcan con toda su vitalidad las muy dignas instituciones catalanas anteriores a la guerra podr¨ªa ser -si no resaltara la nobleza del prop¨®sito- algo tan desatinado como propugnar, a escala nacional, la resurrecci¨®n de la Constituci¨®n, republicana sin pregunt¨¢rselo previamente a un pa¨ªs que no estaba fisicamente cuando ¨¦sta se promulg¨®.
No hay duda, de que Catalu?a y el Pa¨ªs Vasco -sin olvidar otras regiones, pero estableciendo unas prioridades relativas condicionadas por los hechos -tienen una problem¨¢tica interna grave cuya resoluci¨®n ha de pasar incuestionablemente por una determinada forma de autonom¨ªa y por un reconocimiento previo y cabal de esta problem¨¢tica pol¨ªtica que, a su vez, ha sido causa principal de grav¨ªsimos y evidentes desajustes en la convivencia. Pero no es menos cierto que el propio Estado espa?ol -cuya existencia como tal no puede ser cuestionada- est¨¢ buscando, entre la crisis l¨®gica de estos procesos, su propia identidad constitucional. Y esta cuesti¨®n, esencial y primaria, requiere, como primer paso, la designaci¨®n democr¨¢tica de delegados del pueblo para dirimirla.
En consecuencia, y con la humildad de estar exponiendo una opini¨®n personal y de sostener una actitud receptiva a toda clase de cr¨ªticas, parece prematuro plantear en estas circunstancias presentes temas que aborden otros objetivos que los necesarios para llegar a la determinaci¨®n de los representantes y depositarios de la soberan¨ªa. El Gobierno, y por ende la propia Oposici¨®n, no pueden, hoy por hoy, m¨¢s que gestionar unas elecciones libres. De ¨¦stas, y no de los fr¨¢giles pactos que establezcan cabezas cuya representatividad no est¨¢ todav¨ªa contrastada, ha de deducirse la constituci¨®n primero, y la organizaci¨®n pol¨ªtica y administrativa del pa¨ªs y de las nacionalidades, despu¨¦s.
El se?or Tarradellas ha dicho que quiere volver como presidente de la Generalitat. El se?or Tarradellas ha desautorizado t¨¢cita, pero abiertamente, al se?or Pujol con la ¨²nica autoridad de ser el depositario de poco m¨¢s que una honest¨ªsima vocaci¨®n colectiva, pero no de una legalidad en sentido estricto. El pa¨ªs no est¨¢ para tradiciones sino para acciones concretas encaminadas a dar la voz a los hombres tras tan doloroso silencio. Y, en todo caso, quienes hayan de resultar expresi¨®n autorizada de los catalanes habr¨¢n de ser quienes determinen las urnas, tras la g¨¦lida aplicaci¨®n de la matem¨¢tica electoral. Entretanto, hay que aplaudir las iniciativas de cuantos contribuyen, al pie del ca?¨®n, a que se haga posible el pacto colectivo hacia estas elecciones que pongan fin a una confusi¨®n que no queda aclarada, como demuestran las cifras que se exhibieron m¨¢s arriba, por antiguas conclusiones que tienen ya tan s¨®lo valor hist¨®rico.
No se trata de hilvanar el presente con realidades antiguas, y por antiguas, no siempre vigentes en toda su extesi¨®n. Ser¨ªa de necios empe?arse en que no han pasado cuarenta a?os, y en que Espa?a no ha evolucionado un ¨¢pice desde aquella brutal conmoci¨®n. Una lectura atenta de la Constituci¨®n republicana o del texto del Estatut de Catalunya puede refrendar la evidencia de que nuestro pa¨ªs est¨¢ en condiciones de arrancar de cuerpos legales mucho m¨¢s acordes con los tiempos y con las generaciones que no tuvieron nada que ver con aquellos episodios. Los hombres como Tarradellas, o como aquellos otros que son resultado de la mitificaci¨®n de un pasado hu¨ªdo con los a?os, merecen respeto por la firmeza de sus convicciones. Pero no ser¨ªa l¨®gico que sirvieran de pretexto a la intransigencia o al anacronismo pol¨ªtico.
En cualquier caso, hay que despojar la organizaci¨®n de nuestra futura convivencia de cualquier emotividad prolija si de verdad hay que ser consecuentes con el un¨¢nime -o casi- deseo de conclusi¨®n de un r¨¦gimen basado en el contenido l¨ªrico de unas vanas y bellas palabras. El se?or Tarradellas es acreedor al homenaje que se le debe por su inquebrantable rectitud, y al reconocimiento de un bien ganado prestigio y de su paralela ascendencia moral sobre los que tienen conciencia de catalanidad. Pero hay que evitar a cualquier precio cualquier suerte de predominio que no posea el respaldo concreto y contabilizado objetivamente de las urnas. De los otros, ya tuvimos bastante.
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