"Top secret"
SOBRE LA ley de Secretos Oficiales ya hemos escrito casi todo lo que pod¨ªa escribirse. En primer lugar, que se trata de una ley b¨¢sicamente antidemocr¨¢tica que lesiona el derecho de los ciudadanos a informarse sobre todo aquello que afecte a la gobernaci¨®n de sus vidas o sus bienes. En segundo lugar, que adolece de un defecto de aplicaci¨®n franquista que la inclina a servir antes de manta para el m¨¢gico escamoteo de los problemas; que de salvaguarda de leg¨ªtimos intereses de Estado.As¨ª el secreto oficial que pes¨® largos a?os sobre Guinea Ecuatorial o el que recay¨® sobre la primera documentaci¨®n de la reforma pol¨ªtica o la que a¨²n pesa sobre las indagaciones judiciales relativas a malos tratos a detenidos (por poner s¨®lo unos pocos ejemplos) desorientan a la opini¨®n p¨²blica en lo que toca a la recta intenci¨®n de quienes administran los secretos. Porque el af¨¢n por el secreto puede obedecer a m¨®viles m¨²ltiples, desde el inter¨¦s a la medrosidad.
Y precisamente ahora, cuando el pa¨ªs m¨¢s necesitado se encuentra de informaci¨®n fidedigna que contrapese la oleada de rumores a cual m¨¢s inveros¨ªmil y propalados sin cuento ni medida, vino a caer el secreto oficial sobre las noticias relativas a los ¨²ltimos atentados terroristas producidos en Madrid.
De esta manera se entabla un curioso balanceo informativo entre los profesionales del periodismo, que no pueden contar lo que saben y los responsables del Gobierno, que cuentan lo que quieren o lo que pueden o lo que deben -y a veces hasta lo que no deben-. Balanceo noticioso sin precedentes que comienza por difuminar los l¨ªmites legales de aplicaci¨®n de la dichosa ley. Y entre unos y otros -para qu¨¦ nos vamos a enga?ar- los ciudadanos engordan su arsenal de rumores, cavilaciones y dudas.
A la postre todo se reduce a la interpretaci¨®n autoritaria, ancien regim, de una ley como la de Secretos Oficiales que acaso s¨®lo necesita una interpretaci¨®n y una acumulaci¨®n de jurisprudencia democr¨¢tica.
En todo pa¨ªs serio se codifican documentos gubernamentales. Ah¨ª tenemos casos tan clamorosos como el de los papeles del Pent¨¢gono desvelados por The New York Times. Se nos antoja un ejemplo bastante claro de las relaciones que deben establecerse entre lo que un Gobierno tiene por secreto de Estado y lo que una sociedad democr¨¢tica entiende por libertad de prensa. La correcta aplicaci¨®n de una ley de Secretos Oficiales no conduce al amordazamiento de la prensa sobre los temas en cuesti¨®n, sino al silencio obligado de las fuentes oficiales.
No nos parece mal -valga el ejemplo- que las autoridades de Gobernaci¨®n codifiquen como secreta determinada informaci¨®n sobre los ¨²ltimos atentados terroristas.
Pero siempre y cuando dejen trabajar a los periodistas sobre sus fuentes noticiosas. Si mienten los periodistas, dejemos a los tribunales que diriman responsabilidades.
Y si los funcionarios del Estado filtran informaci¨®n secreta, que respondan de la culpa los servicios de seguridad estatal. Pero la responsabilidad de que el manido top secret sea mantenido no corresponde a los profesionales de la informaci¨®n -cuya obligaci¨®n es contar las cosas- sino a los funcionarios del Estado. Hay vestales del secreto y hay vestales de la informaci¨®n. Que cada uno cuide su fuego. Pero no caigamos en la triste y f¨¢cil comedia de convertir a los periodistas en los guarellanes de los secretos de determinado Gobierno.
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