Sobre los pre¨¢mbulos de las leyes y otros requisitos de la democracia
Lo realmente dif¨ªcil empieza despu¨¦s de las elecciones, sea cual sea su resultado. Ni el problema econ¨®mico, ni el de la agricultura, ni el de la ense?anza, por no hablar del tremendo problema de las nacionalidades y, en especial, del atroz problema del Pa¨ªs Vasco (para el que hasta el presente: nadie, ni en el Gobierno ni en la Oposici¨®n, ha ofrecido una soluci¨®n digna de ese nombre) van a resolver a golpe de art¨ªculos de la Constituci¨®n, por buenos, democr¨¢ticos, liberales y progresivos que ¨¦stos sean. Se necesitar¨¢ mucho talento (que, francamente, no se avizora) y mucho patriotismo (que a casi todo el mundo hay que supon¨¦rsele mientras no demuestre lo contrario) para llevar a buen t¨¦rmino la empresa que ahora apenas acaba de comenzar. Pero de todo eso hablaremos, si hay tiempo y ocasi¨®n, en su d¨ªa. Todav¨ªa estamos todos, don Adolfo Su¨¢rez y sus gobernados, del lado de ac¨¢ de las elecciones y todav¨ªa tienen sentido las cr¨ªticas que, con el ¨¢nimo m¨¢s constructivo del mundo, sugieren las obras de nuestro Gobierno. No es que se dude de sus buenas intenciones; es que, para construir una democracia es necesario saber adem¨¢s de querer, y sobre todo saber en qu¨¦ consiste la democracia, cosa que, como es claro, los brillantes j¨®venes que forman nuestro actual Gobierno no han tenido muchas ocasiones de aprender. Porque gobernar en dem¨®cratas no es s¨®lo hacer elecciones, ni siquiera elecciones limpias, sino, adem¨¢s, otras muchas cosas. Un gobernante dem¨®crata ha de estar en el polo opuesto del pr¨ªncipe maquiav¨¦lico; no puede subordinarlo todo a la necesidad de mantener el Poder o de conquistarlo guardando las formas. Estas no son una construcci¨®n caprichosa, sino consecuencia de unos principios intocables que no deben ser violados por la astucia como no deben ser aplastados por la fuerza, aunque el precio del respeto sea la p¨¦rdida del Poder. Las dictaduras son buenas escuelas de maquiavelismo, pero como lugares para aprender el respeto a los principios no valen realmente gran cosa, sobre todo cuando se est¨¢ en las cercan¨ªas del Poder. Viene todo esto a cuento del gracioso incidente originado por la impugnaci¨®n de la candidatura electoral del presidente Su¨¢rez, efectuada por organizaciones pol¨ªticas tan respetables como el Partido Proverista y otras an¨¢logas y basada, supongo, en la deliberada ambig¨¹edad creada por el contraste entre el pre¨¢mbulo y el articulado de la ley Electoral. En aqu¨¦l se nos dec¨ªa a los espa?oles que, llevado de su entusiasmo por la democracia, el Gobierno hab¨ªa decidido incluir entre los inelegibles, no s¨®lo a los titulares de ?las m¨¢s altas y permanentes magistraturas del Estado? (?), sino tambi¨¦n a los ?titulares de cargos que en las m¨¢s s¨®lidas democracias no lo son, pero cuya intervenci¨®n en estos primeros comicios podr¨ªa devenir (sic) inconveniente a los efectos de mejor conocer la voluntad del pueblo espa?ol?. Los espa?oles, pese a la destestable prosa, entendieron, naturalmente, que bien por ocupar una de ?las m¨¢s altas y permanentes magistraturas del Estado?, bien por ser titular de un cargo que en las m¨¢s s¨®lidas democracias no origina inelegibilidad pero que en este pa¨ªs nuestro ?podr¨ªa devenir inconveniente a los efectos de mejor conocer la voluntad del pueblo?, el Presidente del Gobierno no podr¨ªa presentarse a las elecciones. Los espa?oles, como es sabido, incluso los esp¨¢?oles cultos e ilustrados que escriben en ABC, se equivocaron de medio a medio. Al declarar inelegibles a los ministros, al comienzo de su art¨ªculo 4.?, la ley Electoral se sit¨²a audazmente m¨¢s all¨¢ de las m¨¢s; s¨®lidas democracias y nos preserva de las perturbaciones que ?podr¨ªan devenir? de la presencia en las elecciones del ministro de Comercio, o de Justicia, o de la Vivienda, pero no impide el sometimiento a estos comicios del Presidente del Gobierno, que no s¨®lo no es ministro, como explica una erudita carta recientemente publicada en este peri¨®dico, sino que, siendo como es independiente, en ning¨²n caso ?puede devenir? inconveniente para nada. Lo que importa no es, sin embargo, el error, ya desecho, sino sus causas, cuya indagaci¨®n puede arrojar alguna luz sobre las dificultades de la democracia. Aunque Plat¨®n, hace dos mil a?os, explicaba que en las leyes el pre¨¢mbulo es m¨¢s importante que la norma, en la Europa contempor¨¢nea nuestro pa¨ªs es pr¨¢cticamente el ¨²nico en el que las leyes siguen yendo acompa?adas de un pre¨¢mbulo, frecuentemente muy largo. La concepci¨®n de la pol¨ªtica ha cambia do mucho y ya, al menos en el mundo libre, el Estado no es, corno entre los griegos, el gran educador, sino simplemente el aparato de poder organizado de la sociedad; establece las normas, las aplica y dirige seg¨²n ellas las actividades que la sociedad ha de realizar como unidad de acci¨®n, pero deja a la sociedad misma el cuidado de analizarlas y juzgar acerca de su buena o mala fundamentaci¨®n. Con toda probabilidad, el mantenimiento de los pre¨¢mbulos en la t¨¦cnica legiferante espa?ola se debe, en primer lugar, a la fuerza de la rutina, pero no s¨®lo a ella. Ninguna estructura se mantiene durante mucho tiempo si no realiza una funci¨®n y la estructura preambular la ha desempe?ado efectivamente en tre nosotros. Basta leer con alg¨²n cuidado nuestros repertorios le gislativos para descubrirlo: desde la guerra civil, pero de manera creciente y sobre todo en los ¨²ltimos a?os del franquismo, los pre¨¢mbulos han sido utilizados para encubrir deliberadamente el verdadero sentido y los objetivos aut¨¦nticos de las normas preambuladas. Que esta utilizaci¨®n es incompatible con la democracia porque con ella la ley ?deviene? en el mayor obst¨¢culo para que los espa?oles puedan tener un juicio claro de la realidad, es cosa evidente por s¨ª misma. Ser¨ªa mucho pedir que nuestros gobernantes prescindieran, de la noche a la ma?ana, de h¨¢bitos bien arraigados, pero como si se prescinde de esa funci¨®n, los pre¨¢mbulos no sirven para nada, lo que s¨ª cabe pedirles es que, desde ahora, dejen de hacer pre¨¢mbulos y nos den las normas desnudas, como hicieron, aunque fuese a petici¨®n de parte (esta petici¨®n y la satisfacci¨®n que el Poder le dio son otro episodio apasionante para el an¨¢lisis de nuestra pol¨ªtica) con ley para a Reforma Pol¨ªtica. O sea, para decirlo en breve, que la democracia verdadera es la democracia sin pre¨¢mbulos.
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