Examen de conciencia
La raz¨®n hist¨®rica es raz¨®n narrativa; nada humano se puede entender si no se cuenta una historia. La pol¨ªtica est¨¢ aquejada de abstracci¨®n; se habla de las cosas en t¨¦rminos muy generales, ideol¨®gicos; se emplean f¨®rmulas, principios, valoraciones abstractas; rara vez se ponen las cosas en movimiento, es decir, se cuenta lo que ha pasado, c¨®mo se ha llegado a cada situaci¨®n, partiendo de otras anteriores y eligiendo entre varias posibilidades existentes.Temo que lo que voy a decir irrite a casi todos los lectores, porque lo que voy a recordar encierra elementos penosos o desagradables para todas o casi todas las posiciones que podamos tomar ante los asuntos p¨²blicos; para las m¨ªas, pret¨¦ritas o presentes, tambi¨¦n. Pero he llegado a tina altura de la vida en que lo que me resulta m¨¢s penoso, lo que m¨¢s me duele e irrita, y por a?adidura lo que me parece m¨¢s peligroso, es faltar a la verdad o disimularla. Y no veo que haya manera de escapar a las graves crisis m¨¢s que enfrent¨¢ndose a cuerpo limpio con todo lo que ha acontecido a cada comunidad humana. ?Habr¨¢ esperanza, por ejemplo, de que la Argentina vuelva a ser plenamente lo que tiene que ser mientras no tenga clara su historia efectiva ¨ªntegra de los tres ¨²ltimos decenios, con su ?argumento? visible, expl¨ªcito, aceptado, quiero decir reconocido, aunque fuese como ?inaceptable??
El examen de conciencia nacional, para ser fecundo, tiene que ser hist¨®rico y no ?jur¨ªdico? -si se me entiende bien-, m¨¢s que la busca de ?culpas? o ?delitos? debe ser el intento de comprender humanamente lo que ha pasado y se ha hecho; del mismo modo que el examen de conciencia personal debe ser biogr¨¢fico y no una mera indagaci¨®n frente a un formularlo -es lo que quisieron hacer los te¨®logos morales del casuismo, que fue, y quiz¨¢ no sea casualidad, un invento espa?ol que, como tantos, no lleg¨® a buen puerto ni dio los frutos que de ¨¦l pod¨ªan esperarse.
La Monarqu¨ªa se quebrant¨® gravemente al permitir la dictadura de Primo de Rivera en 1923. No faltaban algunas razones para ello. pero eran insitficientes: es cierto que lo aprobaron muchos que despu¨¦s se iban a escandalizar, pero tal aplauso no prueba que la dictadura fuese l¨ªcita ni conveniente. En 1930 tuvo la Monarqu¨ªa la posibilidad de salvarse y restablecer su legitimidad comprometida, iniciando un nuevo proceso constitucional, pero prefiri¨® no arriesgarse, y con ello se suicid¨®. En abril de 1931 hab¨ªa un enorme entusiasmo por la Rep¨²blica, que pudo aprovecharse para poner en marcha nuevamente al pa¨ªs, en una etapa de legitimaci¨®n, reconstituci¨®n y movilizaci¨®n total de las energ¨ªas. Pero un an¨¢lisis de ese entusiasmo -m¨¢s f¨¢cil de hacer hoy que entonces- muestra que en ¨¦l predominaba la hostilidad a la Monarqu¨ªa sobre el fervor positivo por la Rep¨²blica; eliminada aqu¨¦lla, pronto empez¨® a cuartearse y desmoronarse. Los verdaderos republicanos eran pocos -y los organizados en partidos, arcaicos, con demasidadas reminiscencias del siglo XIX y de la tercera Rep¨²blica francesa, como muestran ya sus nombres, su anticlericalismo, su afici¨®n a las ?sociedades secretas?- los socialistas, ocasionalmente republicanos, no ocultaban demasiado su desinter¨¦s por una Rep¨²blica ?burguesa?, primer paso hacia otra cosa. Hab¨ªa, aunque en corto n¨²mero, mon¨¢rquicos enquistados y ?profesinalizados?, entre los cuales brot¨® aquel lema funesto, ?cuanto peor, mejor?. Los movimientos regionalistas tomaron pronto un car¨¢cter exclusivista y obsesivo, que los confin¨® a la ?¨²nica cuesti¨®n? respectiva y los hizo inoperantes cuando menos- para construir una verdadera pol¨ªtica nacional. Las derechas parlamentarias, m¨¢s listas que inteligentes, con jefes democr¨¢ticos pero no liberales, mantuvieron una constante reticencia frente a la Rep¨²blica, que las hizo sospechosas, para no perder su clientela antirrepublicana, pero no se pusieron del lado de la restauraci¨®n mon¨¢rquica, porque les parec¨ªa imposible y quer¨ªan gobernar. (Repase el lector, como ejercicio, cu¨¢ntos de estos rasgos rebrotan de alguna manera, con diversos contenidos, en 1977.)
Los j¨®venes creen hoy que entre 1931 y 1936 hab¨ªa solidaridad con la Rep¨²blica en los pol¨ªticos que gobernaron durante ella, que hab¨ªa una adhesi¨®n fundamental. Si leyeran las colecciones de los peri¨®dicos de entonces saldr¨ªan pronto de su error. Pocas veces se han escrito ataques tan virulentos como los que se dirig¨ªan de un ?bienio? a otro. El de fines de 1933 a principios de 1936 era llamado ?bienio negro? por las izquierdas, que lo entend¨ªan como la destrucci¨®n de la Rep¨²blica. Y el lema con que las derechas hicieron las elecciones de febrero de 1936 no fue otro que ?Contra la revoluci¨®n y sus c¨®mplices? (y hay que ver a qui¨¦n exclu¨ªan de la complicidad). Los intentos violentos de destruir la Rep¨²blica se sucedieron por ambos lados casi anualmente, porque casi nadie estaba dispuesto a aceptar otra variedad de Rep¨²blica que la suya particular. Y el m¨¢ximo de virulencia verbal en 1936 la represent¨®, sin duda, el diario socialista ?Claridad?, contra el torso mayoritario del partido socialista.
En cuanto a la legalidad que significaba el Estatuto de Catalu?a aprobado en 1932, cuya derogaci¨®n por el r¨¦gimen franquista en abril de 1938 tanto se lamenta ahora, no necesito recordar que entonces estaba yo enfrente de los derogadores lo que no es quiz¨¢ el caso de muchos lamentadores actuales, pero debo recordar que a esa legalidad establecida le sucedi¨® alg¨²n contratiempo, por iniciativa de Barcelona, en octubre de 1934, es decir, en plena Rep¨²blica.
Por otra parte, la guerra civil signific¨® la subversi¨®n contra e r¨¦gimen que, pese a todos sus defectos y errores, era leg¨ªtimo: consider¨¦ entonces que merec¨ªa ser defendido, pero no era demasiado f¨¢cil, y no s¨®lo por la ofensiva de sus enernigos directos, si no por las tensiones de sus ?partidarios?. Fue un grave error sustituir la bandera espa?ola, en 1931, por la tricolor, pero a pesar de ello esa bandera republicana fue un s¨ªmbolo de esperanza y despert¨® mi entusiasmo juvenil: ahora bien, muchos recordamos lo poco que interesaba durante la guerra, lo dif¨ªcil que era conseguir que fuese izada: esa bandera que ahora exhiben a destiempo algunos partidos, no era del gusto de socialistas, comunistas y anarquistas, o de los sindicatos, que prefer¨ªan con mucho sus banderas rojas o rojinegras, s¨ªmbolos de otras concepciones pol¨ªticas distintas de una Rep¨²blica liberal que pronto se vio desasistida.
No ten¨ªa particular sentido volver los ojos a ella en busca de una legitimidad, tras decenios de interrupci¨®n. Por eso tantos republicanos y, en general, tantos espa?oles para quienes la primera condici¨®n de la vida pol¨ªtica es la libertad han pensado desde hace ya muchos a?os que la Monarqu¨ªa pod¨ªa ser una posibilidad en reserva, capaz de ir ?m¨¢s all¨¢? de la guerra civil y buscar con el apoyo de la voluntad del pueblo espa?ol - y no de otro modo una renovada legitimidad democr¨¢tica.
Que el posible titular de esa Monarqu¨ªa era don Juan de Borb¨®n, era evidente; que la perturbaci¨®n del mecanismo sucesorio era un grave riesgo para la Monarqu¨ªa, no menos claro. Pero los hechos tienen una realidad con la cual hay que contar si no se es un iluso, aunque de ellos, ciertamente, no brota autom¨¢ticamente una justificaci¨®n. El ?hecho consumado? no pasa de ser un hecho.
La Monarqu¨ªa establecida en Espa?a el 22 de noviembre de 1975 era legal y efectiva, lo cual no es poco, pero no bastaba. Y aqu¨ª es donde empez¨® a intervenir en forma creadora esa raz¨®n hist¨®rica cuyo proceso estoy examinando. Creo que las palabras iniciales del Rey, que se declar¨® desde el primer mrnomento ?Rey de todos los espa?oles?, sin distinciones ni privilegios para nadie, apoyadas por la que me pareci¨® esplendida homil¨ªa del cardenal de Madrid, marcaron ya una direcci¨®n inconfundible. Desde entonces, la figura que la Monarqu¨ªa ha ido tornando ha ido coincidiendo con el postulado de una legitimaci¨®n que era la condici¨®n de su futuro y de que pudiera cumplir una misi¨®n tan importante como lo que he llamado en el t¨ªtulo de un libro La Devoluci¨®n de Espa?a (se entiende, por s¨ª misma y a s¨ª misma).
En pasos sucesivos, el refer¨¦ndum del 15 de diciembre de 1976, la cesi¨®n de los derechos din¨¢sticos por el conde de Barcelona a su hijo, finalmente las elecciopes del 15 de junio pasado, y la reuni¨®n de las Cortes elegidas, el 22 de julio, han ido llevando a cabo ese proceso hist¨®rico. Se ha cumplido algo tan ins¨®lito, tan improbable, como un proceso de legitimaci¨®n social. Y digo social, y no meramente jur¨ªdica, no s¨®lo porque la legitimidad social es la que verdaderamente me importa, sino porque, si no me equivoco, ese proceso ha reflejado el movimiento hist¨®rico de la sociedad, la toma de posesi¨®n del pueblo espa?ol, tan pronto como ha podido hacerlo al ser ?puesto en libertad?.
Por eso se trata de un proceso innovador, creador. Por sus pasos contados, sin rupturas, conservando los fragmentos capaces de consolidaci¨®n, pero sin ligarse a ellos, manteniendo en todo momento una libertad hacia el futuro, ha empezado a ordenarse de nuevo Espa?a. Soy parte integrante de ella, me siento solidario de su destino hasta la ra¨ªz, no he querido nunca abandonarla -he vivido la mayor parte de mi vida en exilio del Estado, pero nunca de la sociedad espa?ola- me va en ello la vida y las posibilidades biogr¨¢ficas,y lo que es m¨¢s, las de las personas que m¨¢s me importan. Quiero decir que estoy vitalmente interesado, todo cuanto es posible. Pero perm¨ªtaseme otra forma de inter¨¦s: el te¨®rico, el estrictamente intelectual, como estudioso de la sociedad y la historia, y en definitiva de la vida humana. Desde este punto de vista, encuentro apasionante el espect¨¢culo a que estamos asistiendo. Estoy tratando de dar los instrunientos ¨®pticos para que podamos darnos cuenta de ¨¦l. Quiz¨¢, de paso, esto pueda contribuir a que no malogrernos una espl¨¦ndida posibilidad hist¨®rica.
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