En el principio era el Estado
Secretario general de Alianza Popular?En el principio era el Estado.? Es la frase capital de un libro reciente e importante, Barbarie con rostro humano, del ?nuevo fil¨®sofo? Bernard Henry Levy, una de las obras m¨¢s pujantes que se han escrito contra el socialismo marxista.
El socialismo quiere presentarse como un nuevo humanismo, como una realizaci¨®n m¨¢s perfecta del hombre. Le ofrece la liberaci¨®n total, a cambio de la entrega total. El hombre no tendr¨¢ que ocuparse m¨¢s de religi¨®n, de econom¨ªa, de arte; lo tendr¨¢ todo resuelto. Y aqu¨ª el socialismo da un notable paso intelectual: todo ello se lograr¨¢ libremente, porque el Estado trandicional opresor ser¨¢ reemplazado por un Estado nuevo, sin dominaci¨®n ni explotaci¨®n del hombre por el hombre, basado en la administraci¨®n racional de las cosas, en la autogesti¨®n cuando sea posible, y en las empresas nacionalizadas y sin lucro, en los dem¨¢s casos.
La verdad hist¨®rica es la contraria; el Estado socialista es el m¨¢s fuerte y opresor de todos los tiempos. Por eso Levy quiere aclarar las cosas, recordando que la pol¨ªtica y el poder son cosas inevitables, por una parte, y que hay que ponerlas en su sitio, por otra.
No hay un ?estado de naturaleza? originario, anterior al Estado. Las instituciones vienen desde el principio, son consustanciales con cualquier forma social, por primitiva que sea. No hay, pues, ?contrato social?; el Estado no es una creaci¨®n arbitraria de los hombres. Frente a los formalismos liberales, el poder social arranca del querer vivir y, sobre todo, del querer sobrevivir. La sociedad o se organiza o perece; el Estado es una consecuencia inevitable del vivir colectivo y no, como pretenden Marx y Engels, un resultado de la lucha de clases.
Levy vuelve al mejor Arist¨®teles: el todo es anterior a las partes. Al mejor Montesquieu: ?La sociedad es la causa de la sociedad. ? Al mejor Hegel: de haber contrato social, las partes nacer¨ªan al mismo tiempo que el contrato mismo. No hay historia anterior al Estado; y el Estado no puede ?desfallecer? ni desaparecer. El anarquismo es imposible, y la idea de una historia sin Estado es una contradicci¨®n en los propios t¨¦rminos. Levy lleg¨® incluso a esta formulaci¨®n solemne: ?El Pr¨ªncipe es el otro nombre del Mundo. El Se?or es la met¨¢fora de lo Real. No hay una ontolog¨ªa que no sea una Pol¨ªtica.?
Habr¨¢ siempre gobernantes y gobernados. Pero lo que se trata de demostrar es, justamente, que el marxismo, ofreciendo la liberaci¨®n pol¨ªtica, da cada vez m¨¢s argumentos para aumentar el poder real de los gobernantes. Con el razonamiento de su identidad, con los gobernados, someten a ¨¦stos m¨¢s que en ninguna otra ¨¦poca de la historia.
El error b¨¢sico del socialismo deriva de su convicci¨®n b¨¢sica, el optimismo hist¨®rico, el progresismo radical. Al ofrecer al hombre moderno una sociedad perfecta, ?el socialismo no es solamente una versi¨®n, una versi¨®n entre otras del optimismo; sino que es su m¨¢s grave y m¨¢s grosera caricatura, la suma de sus imposturas y la enciclopedia de sus mentiras?. Levy entiende que la t¨¦cnica, el deseo y el socialismo son las tres figuras clave de la tragedia contempor¨¢nea, ?las tres amenazas que pesan sobre el destino de Occidente?; fuente de tres totalitarismos, el tecnocr¨¢tico, el sexual y el revolucionario. Los tres son versiones de lo que, desde el iluminismo dieciochesco se llama el progreso, al cual se ha sacrificado todo, hasta llegar a los campos de concentraci¨®n siberianos.
De ese progresismo brota como planta natural el Estado totalitario. El Estado normal admite una dial¨¦ctica entre gobernantes y gobernados, una discusi¨®n de los impuestos y otras cargas, una presentaci¨®n de programas diferentes. El Estado totalitario es el acta de defunci¨®n de la pol¨ªtica.
La pol¨ªtica tradicional estaba conectada con la moral y con la misma religi¨®n, porque se entend¨ªa que el Estado y la ley deb¨ªan apuntar al bien supremo. En el fondo, la idea de justicia est¨¢ unida a la idea de salvaci¨®n. El Estado marxista est¨¢ totalmente desacralizado; m¨¢s a¨²n, es militantemente antirreligioso. Mientras muchas democracias han abandonado los principios morales que hicieron surgir el populismo, y han ca¨ªdo en el relativismo keIseniano de que la mayor¨ªa lo justifica todo, los socialismos han apuntado hacia el totalitarismo progresista.
El Estado totalitario no es un Estado laico, sino un Estado que laiciza la religi¨®n y establece creencias profanas. Una religi¨®n de la vida, de la naturaleza y del infierno, donde se suprime la esperanza del cielo. ?No es el Estado sin religi¨®n, sino la religi¨®n del Estado.?
La doctrina tradicional, buscando el bien supremo, reconoc¨ªa la existencia del mal; admit¨ªa la imperfecci¨®n inevitable de todos, empezando por los gobernantes. Nadie cre¨ªa en Jauja, ni en atar a los perros con longaniza. Por lo mismo, no se llegaba a consecuencias totalitarias. En cambio, ahora se propone el mito de la sociedad perfecta, y en base a ella, la liquidaci¨®n de todos los obst¨¢culos, lo que, a su vez, justifica todos los medios, incluso los m¨¢s crueles.
El Pr¨ªncipe tradicional era consagrado o ungido; con ello reconoc¨ªa a un superior. Juraba las leyes y fueros, es decir, aceptaba medidas contra sus propias flaquezas; se somet¨ªa a diversas limitaciones, sobre todo en materia de impuestos. Ahora no es as¨ª: en nombre del pueblo se puede hacer todo, se puede quitar todo, se puede liquidar todo.
Poder total es sumisi¨®n total; y la t¨¦cnica ha dado medios para ejercerlo de modo efectivo, porque el Estado totalitario lo sabe todo y lo controla todo. Por primera vez en la historia, es posible para un Gobierno, apoyado en una ideolog¨ªa progresista, presentar a todos sus enemigos como saboteadores; repetirlo hasta la saciedad en una prensa controlada y en una televisi¨®n omnipresente; disponen de una informaci¨®n total sobre cada uno, acumulada en ordenadores electr¨®nicos; frenan, a trav¨¦s del manejo de la econom¨ªa y de los impuestos, cualquier actividad personal o de grupo que no le convenga, y as¨ª sucesivamente.
Los que pretenden que el Estado resuelva todos los problemas y d¨¦ a todos una parte exactamente igual, destruyendo toda iniciativa, no tienen m¨¢s remedio que entrar en esta dial¨¦ctica del ?camino de servidumbre?. El l¨ªmite final est¨¢ descrito en la obra ejemplar de Soljenitzyn, el Shakespeare de la tragedia de nuestro tiempo; el Dante del imperio contempor¨¢neo; el testigo irrefutable del mundo real del marxismo realizado y encarnado, no del te¨®rico.
Si queremos evitar esta tragedia, tenemos, pues, que volver a los principios y reconducir al Estado a sus verdaderos fines. El Estado debe organizar, en primer lugar, una seguridad para todos. No puede dividir a la poblaci¨®n en buenos y malos; es decir, para recoger las terminolog¨ªas en uso, en ?oprimidos? y ?oligarcas?; en ?explotados? y ?explotadores?; en ?proletarios? y ?monopolistas?; en ?peque?os empresarios? y ?multinacionales?, y as¨ª sucesivamente. Todos son ciudadanos, y han de ser juzgados seg¨²n sus m¨¦ritos. Todos sabemos que hay empresarios buenos y malos, y tambi¨¦n trabajadores malos y buenos. Todos sabemos que el ser buena o mala persona nada tiene que ver con la clase social ni con el origen regional. Hay que dejarse de t¨®picos, y decir a todos: ten¨¦is garantizada la seguridad b¨¢sica, el orden p¨²blico y un c¨®digo de derechos p¨²blicos y privados, mientras cumpl¨¢is la ley. Ley igual para todos, y en lo posible igualadora de oportunidades; no de resultados, que dependen de cada uno. Este ahora, aqu¨¦l no; ¨¦ste es sobrio, aqu¨¦l bebe demasiado; ¨¦ste trabaja, el otro prefiere vivir del paro; ¨¦ste estudia, aqu¨¦l quiere ser PNN, a dedo y de por vida, sin oposiciones.
El Estado ha de establecer un ordenamiento jur¨ªdico y previsible. La ley ha de cumplirla igual el civil que el militar, el empresario que el sindicato, el joven que el viejo, el rico que el pobre. Y s¨®lo el juez puede interpretarla. Ning¨²n partido, grupo de presi¨®n o sindicato puede pretender tener su propia ley, e imponerla a su modo, tomando la justicia por la mano.
El Estado, en fin, no debe ordenar actos concretos, sino dictar disposiciones generales. En todo acto ordenado debe haber la acci¨®n de la ley; y otra parte de no ordenaci¨®n, donde la ley termina, y empieza la libertad. As¨ª entendido, el mando no excluye la libertad, sino que la implica. Es decir, que el Estado no hace ni deshace familias, ni propiedades, ni carreras personales: traza el cuadro legal en que pueden producirse.
Hay que optar. O queremos ese Estado, firme, pero libre; o queremos la colmena, en la que cada uno tiene su hex¨¢gono, su raci¨®n y su ordenador. O queremos un orden de instituciones y de leyes, o preferimos el gran internado, con caf¨¦ para todos.
La opci¨®n del Estado es distinta de la opci¨®n de la tribu primitiva. A ella quieren volver algunos, buscando la gran familia, la sociedad perfecta. En ella el Estado, m¨¢s fuerte que nunca, pierde sus fines, y se convierte en opresor.
Apasiona vivir en una ¨¦poca en la que nacen nuevos Estados y se renuevan los antiguos. La coronaci¨®n de un emperador africano, con caballos blancos, ropajes napole¨®nicos y miles de botellas de Borgo?a (cuyo efecto debi¨® ser notable, porque el Ecuador no es Flandes), es mucho menos incre¨ªble que ver a la mayor parte de la humanidad viviendo a merced de los comisarios pol¨ªticos marxistas. All¨ª la pompa s¨®lo se ve en los grandes desfiles militares; pero jam¨¢s en la historia hubo una disposici¨®n m¨¢s completa de la vida de los dem¨¢s.
Volvamos, pues, al Estado no totalitario, con cuanta autoridad sea necesaria; pero en el cual se reconozcan l¨ªmites, los que se derivan de la imposibilidad humana de alcanzar el cielo en la tierra.
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