La casa apagada
No es la casa encendida de Luis Rosales, sino la casa apagada, una casa de la Castellana, que he visto al azar y al pasar, y cuya geograf¨ªa, tan inmediata, no quiero concretar ahora, porque es una casa que es todas las casas, es la casa cerrada, con una l¨²gubre acumulaci¨®n de persianas, la casa no dormida, sino muerta, cuyas molduras ya no le dan alabeado al aire de la calle, sino que se espesan por dentro como l¨¢grimas de tiempo en la fachada. Persianas ca¨ªdas, s¨ª, en la falsa siesta del desahucio.Esa casa como tantas. Seguimos hablando de la, Castellana y la Castellana ya no existe. Es un juego de la oca donde el viejo palacio se alterna con el rascacielos de los reaseguros, es la resultante de cuarenta a?os de tradicionalismo franquista que se han cargado la tradici¨®n.
Por la tarde paseaba yo el barrio de Prosperidad, eso que llamaron barriada socialista, cuando la Rep¨²blica, un conjunto gracioso y triste de casas bajas, de plazas irreales e ¨ªntimas, como de un Chirico madriles de las afueras, y los faroles de entrem¨¦s, cada uno de ellos como un sainete vertical y austero que arder¨¢ con cierto patetismo entre dos luces.
Es, m¨¢s o menos, el barrio de do?a Benita so?ado por Paco Nieva, es un Madrid de los treinta y tantos, un poco perdido, que sabe a Instituci¨®n Libre de Ense?anza y Nuestra Natacha, con cierta elegancia pobre en las torretas y una tumbona de flores tumbada en el huertecillo jard¨ªn desde la ¨²ltima convalecencia de la tuberculosis de postguerra.
Y la escuela socialista abandonada, con un bosquecillo, un pil¨®n y una piscina, soto ameno, jard¨ªn suburbano, paridero de gatas furiosas en el Madrid de los cantazos. Fue aquel sue?o ingenuo y republicano de hacer una vida razonable para la gente de raz¨®n, con barriadas saludables a la medida del d¨ªa que nace.
Pero todo qued¨® abandonado durante cuarenta a?os, porque eran iniciativas mas¨®nicas a olvidar, hasta que un alcalde retroporno decidi¨® tirar las casas para que edificasen los especuladores con sonrisa de hormigonera, y a¨²n colgaban ayer tarde las pancartas llovidas de cuando la brava campa?a de las casas bajas y las colonias que nadie se atrevi¨® a llamar socialistas.
Mientras el olvido crec¨ªa, con el ratimago del jaramago, sobre esta Atenas menestral e institucionalista, Madrid se hac¨ªa de ladrillo caduco en barriadas que tienen la geometr¨ªa de la desolaci¨®n, y la Castellana, como todo el XVIII y el XIX madrile?os, se cerraba a piedra y lodo, a piedra y dolo, como esta casa ocre y marquesona que, al otro lado de la tarde, esquina a una calle con acacias, se ha recogido en s¨ª misma para meditar un momento, con todas las persianas echadas, con todos los balconajes entomados, con todas las fallebas engatilladas, antes de que suene en su coraz¨®n hueco la primera piqueta madrugadora.
No es ya la casa encendida, Luis, poeta, y lo fue mucho tiempo, sino la casa apagada, la fallecida casa con salientes de gracia y balconajes de voleo, en ese momento en que la burgues¨ªa empezaba a hacerse culta, sensible -por fin-, y que es el momento en que llega siempre otra burgues¨ªa, b¨¢rbara y cafre, sonriendo con los dientes enarenados de la excavadora.
Ni es s¨®lo arquitectura lo que tiran, ni s¨®lo arqueolog¨ªa, sino nuestra fe en la vida en la continuidad de las cosas, el tradicionalismo de la cultura, porque ellos s¨®lo conocen la tradici¨®n del dinero. He recontado las casas cerradas de la Castellana, en lento paseo de primavera, los edificios muertos, que ni ser¨¢n ceniza ni tendr¨¢n sentido, y no he podido terminar la cuenta porque, como la casa apagada, soy ya un mirador de l¨¢grimas. Qu¨¦ gran mentira la de su pasatismo, qu¨¦ cinismo el del dinero. Nos cortan la retirada hacia la Historia para tenemos a merced de su oferta con descuentos, eso s¨ª, con descuentos. Ni siquiera es la m¨¢s bella esa casa apagada. Es una casa m¨¢s, m¨¢s bella por condenada.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.