Borges: ex¨¦gesis del maestro y ocaso del impostor
Dos colores que est¨¢n en los dos nuevos cuentos de Jorge Luis Borges sirven para titular este libro, no sin los evidentes reparos de su autor que como todos los autores se ha encontrado con el hecho consumado. Color¨ªstica presentaci¨®n para un hombre que s¨®lo percibe el inefable amarillo y que, sin embargo, persiste en recordar toda la gama en su memoria adicta a la ficci¨®n, que es una de las formas m¨¢s importantes de la realidad.De Quincey (Writings, XIII, 345) le sugiri¨® el tema de la primera narraci¨®n La rosa de Paracelso, seg¨²n el propio Borges nos confiesa, y es un simple encuentro entre un aspirante a disc¨ªpulo y el viejo maestro denostado ya por una ciudad que le es hostil. La entrega se completa con Los tigres azules, un relato aparentemente m¨¢s ambicioso que el primero por sus imprevisibles consecuencias matem¨¢ticas, pero que no alcanza el grado de emoci¨®n que emana de la historia serena y dram¨¢tica de ese gran incomprendido tocado por la genialidad.
Rosa y azul
Borges. Sedmay Ediciones. Madrid, 1977.
?En su taller, que abarca las dos habitaciones del s¨®tano, Paracelso pidi¨® a su dios, a su indeterminado dios, a cualquier dios, que le enviara un disc¨ªpulo?, no tard¨® mucho en apagarse la plegaria cuando un joven desconocido golpe¨® a su puerta. Era el aspirante y tra¨ªa un cofre lleno de monedas para comprar la gloria, para ascender a la piedra. En su aspecto larval (no era a¨²n mosca ni mariposa, sino ¨ªnfima larva) el aspirante intentaba comprar la piedra, pero el maestro dijo con lentitud: ?El camino es la piedra. El punto de partida es la piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado a¨²n a entender. Cada paso que dar¨¢s es la meta.?
Ni la sabidur¨ªa del anciano, ni las palabras que siguieron bastaron al ne¨®fito que exig¨ªa un prodigio antes de comenzar el aprendizaje. ?Mis detractores, que no son menos numerosos que est¨²pidos, dicen que no y me llaman un impostor.? (La voz de Paracelso se confunde con la de Borges y con la de todo maestro denigrado por el pavitontismo.) Y, entonces, el paradigma de la mediocridad insiste en el prodigio, pide que la rosa se consuma en el fuego y rebrote de sus cenizas ante sus ojos para conformar el vac¨ªo del diletante, para llenar la fe nunca revelada del adulador. En la incredulidad arrogante, en la vanidad enfermiza e incurable del arribista cifra Borges toda una vasta legi¨®n de personajillos que infectan la literatura como infectan la vida con su ponzo?osa esterilidad. Son los puristas, ex¨¦getas de un arte corrompido, que buscan la redenci¨®n en el martirologio (?Tres d¨ªas y tres noches he caminado para entrar en tu casa? exhibe el falso disc¨ªpulo para blasonar sus m¨¦ritos con el martirio.) Los crecidos en su propia dramaturgia, que acceden al borde de la verdad, no para compartirla ni disfrutarla, sino para verla brillar para su propio protagonismo y poder mostrar el prodigio ante la imp¨¢vida expectaci¨®n de los otros, los que tienen facilidad para la incondicional reverencia. ??Qui¨¦n eres t¨² para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ?Qu¨¦ has hecho para merecer semejante don??) El intruso tras intentar en vano forzar a Paracelso, el viejo maestro, ?tan venerado, tan agredido, tan insigne?, deber¨¢ abandonar la casa confundido y solo. Borges lo condena al infierno infinito de la vanidad, al limbo est¨¦ril del que naci¨® y al cual indefectiblemente estaba destinado. Pero antes de apagar la l¨¢mpara, y volver a su fatigado sill¨®n dijo una palabra en voz baja y la rosa resurgi¨®.
En Los tigres azules retorna Borges su pasi¨®n por el fiero animal, ese temible representante del mal que inflam¨® el verso de Blake, y que en su versi¨®n paradisiaca y casi angelical resplandeci¨® en la infancia de nuestro escritor. El amor a la fiera, su persecuci¨®n por los zool¨®gicos y las enciclopedias, llevar¨¢ al heroe a una aldea muy distante del Ganges, donde una noticia informaba de la aparici¨®n de tigres azules.
La b¨²squeda, penosa e infructuosa, acaba con una terrible revelaci¨®n: en una meseta alta y en una grieta azul unas extra?as piedrecitas reemplazar¨¢n al animal para atormentar al violador del secreto. La multiplicaci¨®n y reducci¨®n constante de su n¨²mero, sus interminables transformaciones insistir¨¢n en la monstruosa ¨ªndole de esos discos. Toda ley matem¨¢tica era invalidada e incluso, un espacio desconocido, que se parec¨ªa mucho a la nada, recib¨ªa y reenviaba piedrecitas azules en misterioso tiempo. ?Al t¨¦rmino de un mes comprend¨ª que el caos era inextricable.? S¨®lo la aparici¨®n de un mendigo ciego liberar¨¢ al h¨¦roe de la espantosa carga. ?Acaso esa limosna es la ¨²nica que puedo recibir. He pecado.? Dice el ciego, para agregar en seguida: ?No s¨¦ a¨²n cu¨¢l es tu limosna, pero la m¨ªa es espantosa. Te quedas con los d¨ªas y las noches, con la cordura, con los h¨¢bitos, con el mundo.?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.