Del palacio de Longoria al Edificio Solar
A las diez de la ma?ana se oye el doble zumbido de un reloj digital, y Mar? Carmen, la recepcionista del Edificio Solar, situado en la avenida del General¨ªsimo, enciende un cigarrillo negro y responde a varias llamadas desde su tel¨¦fono m¨²ltiple. Entretanto, las v¨¢lvulas de ambientaci¨®n, es decir, los vertederos cenitales, absorben el humo desde el techo, seg¨²n las indicaciones del ordenador electr¨®nico que regula los servicios de la edificaci¨®n. Afuera, los madrile?os hablan de declaraciones sobre la renta, de multas impagadas y de comicios municipales, pero el vidriado aislante del Edificio Solar neutraliza murmullos y bocinas: el estruendo de la vida en la calle apenas si se traduce en un ligero temblor que los sensores especiales consignan en alg¨²n lugar de las interioridades de la casa. Cuando Mar? Carmen apura el cigarrillo, el ordenador ha logrado compensar los ligeros desequilibrios que en la atm¨®sfera del vest¨ªbulo hab¨ªan provocado los vapores del tabaco y dos apariciones: la del ejecutivo Gabriel Rius, que agit¨® el aire al quitarse el abrigo, y la de un enlace sindical, que agit¨® el aire al hablar de elecciones.Unos sesenta a?os antes, Florest¨¢n Aguilar, el dentista de su majestad Alfonso XIII, volv¨ªa una hoja de su almanaque de mesa en la que pod¨ªa leerse Martes, 9 de mayo, y a continuaci¨®n se aprestaba a ult?mar los detalles de la fiesta que hab¨ªa convocado en su casa de la calle de Fernando VI, comprada varios a?os atr¨¢s al banquero Longoria. Era un nuevo hogar con muchas singularidades que lo hac¨ªan apetecible: hab¨ªa sido proyectado por Grases Riera, un modernista disc¨ªpulo de Gaud¨ª que tambi¨¦n trataba a la piedra como se trata a la arcilla y presentaba la superficie pl¨¢stica y colgante de los monumentos gaudianos; era un sitio rizado y escultural cuyas fachadas parec¨ªan derretirse arm¨®nicamente bajo el sol. Desde dentro de aquella alucinaci¨®n de alfarero, Florest¨¢n hac¨ªa un recuento de las invitaciones al baile: acudir¨ªan a ¨¦l, como de costumbre, el presidente del Consejo de Ministros y todos los miembros de su Gabinete, el cuerpo diplom¨¢tico y las figuras m¨¢s destacadas de la nobleza y de la alta burgues¨ªa. Seg¨²n la tradici¨®n, aprovechar¨ªa la oportunidad para sondear discretamente a sus invitados; era, simult¨¢neamente, un instituto Gallup con silla giratoria y un excelente profesional de la odontolog¨ªa en una ¨¦poca en la que los estomat¨®logos s¨®lo se atrev¨ªan a llamarse dentistas. Mir¨® Florest¨¢n Aguilar desde una de las vidrieras-medall¨®n de su residencia, que se convertir¨ªa cincuenta a?os m¨¢s tarde en la sede de la Sociedad General de Autores: los madrile?os segu¨ªan hablando de la Semana Tr¨¢gica de Barcelona, del ocaso del bipartidismo y de los ¨²ltimos de Filipinas; o bien comentaban de pasada el regreso de don Alfonso XIII de una cacer¨ªa en La Granja o los contradictorios partes de guerra que llegaban de Cambrai. Consult¨® su reloj de bolsillo, movi¨® la cabeza y sali¨® muy deprisa hacia la Sociedad Dental Espa?ola. Ya eran las once.
Los excedentes de calor animal
A las once de la ma?ana, Mari Carmen enciende su segundo cigarrillo en el vest¨ªbulo del edificio Solar. En un despacho superior, varios directores discuten acaloradamente un plan de ventas, pero la circunstancia est¨¢ prevista en las neuronas del ordenador: distintas tomas canalizan los excedentes de calor animal hacia un dep¨®sito de agua que los almacena, los conserva y los dispone para su utilizaci¨®n inmediata. Si las negociaciones se rompen, seguramente abandonar¨¢ el despacho modular alguno de los directores, para entrar en un ascensor de gran aceleraci¨®n cuyo impulso es dictado por el cerebro central; a su paso, las c¨¦lulas fotoel¨¦ctricas abrir¨¢n puntualmente las puertas de vidrio templado hasta la calle: en caso de que hubiera alguna p¨¦rdida de calor ambiental, ser¨ªa repuesto inmediatamente desde la caldera. Pero a las 11.30 los directores llegan a un acuerdo: al fin, el plan ha sido aprobado. Uno de ellos marca el n¨²mero clave de un mens¨¢fono y, una vez que aparece su portador, le ordena que los circuitos interiores de televisi¨®n sean programados a toda prisa para pasar un muestrario en videotape a un empresario cliente. Hay un atasco en la calel de Raimundo Fern¨¢ndez Villaverde que hace trepidar el hormig¨®n del paso elevado; el cielo est¨¢ sucio, como si acabara de salir de una desaforada chimenea, y una ambulancia fuerza su sirena camino de la ciudad sanitaria La Paz.
Son las doce de la ma?ana. A las doce y cuarto, Manuel Machado, director de la Biblioteca Municipal, daba una larga cordobesa con el vuelo de su capote y hac¨ªa una se?a al nuevo bibliotecario, Federico Carlos Sainz de Robles, un prometedor cronista municipal que acababa de dejar el seminario. ?Venga, Federico: vamos a ver pintar un rato a Julio.? Calle adelante.
Comentaron c¨®mo estaba cambiando la vida en la d¨¦cada de los veinte: tranv¨ªas llenos hasta los topes, ?demasiados cambios de Gobierno, Federico?, coches c¨²bicos por todas partes, ?los locos a?os veinte, Federico?, y pases revolucionarios de Juan Belmonte en la primera de Feria, ?ya llegamos, Federico?. En un cobertizo de la Sociedad Dental, junto a los muros vertientes de la casa de Florest¨¢n Aguilar, el dentista real, Julio Romero de Torres pintaba a la mujer morena; predec¨ªa carteles tur¨ªsticos y billetes de cien y sobre todo estudiaba, ante la grave presencia de Manuel Machado, el busto de una gitana que se apoyaba en un c¨¢ntaro. A la una de la tarde, el due?o de un chiringuito de la calle B¨¢rbieri, comenzaba a preparar tres servicios de agua, azucarillos y aguardiente, Julio Romero se ajustaba la capa con un quiebro, y Manuel Machado repet¨ªa la larga cordobesa.
Cuando, camino del Retiro, dos palomas cruzan los jardines a¨¦reos del Edificio Solar a la una y cinco de la tarde, se hace un claro entre las nubes y los mil captadores de energ¨ªa, que ocupan una superficie de casi dos kil¨®metros cuadrados, reciben y acumulan silenciosamente los rayos solares en previsi¨®n de posibles exigencias del ordenador. Enciende Mar? Carmen su cuarto cigarrillo, despu¨¦s de haber despedido al director general cliente; diez plantas m¨¢s arriba, un papel est¨¢ ardiendo sobre un cenicero, vigilado por las c¨¦lulas de alarma. Si el fuego se propagase a la mesa de madera, que es el ¨²nico material combustible de la sala, enviar¨ªan las correspondientes se?ales al ordenador central: cuando se rebasen los niveles de peligro estipulados, vendr¨¢n una orden electr¨®nica del subsuelo, y las puertas de la planta que comunican con la escalera se bloquear¨¢n en un sentido; solamente podr¨¢n abrirse hacia afuera, con lo que la propagaci¨®n general del incendio ser¨¢ te¨®ricamente imposible. Dos administrativos entran en el ascensor y, con un gesto de cansancio, pulsan el bot¨®n ultrasensible de bajada al vest¨ªbulo.
En la Sociedad de Autores, un conserje volv¨ªa la hoja de su almanque de pared a las dos de la tarde, despu¨¦s de que Jacinto Benavente preguntase la fecha a Miguel Mihura bajo la claraboya-linterna policromada, en el rellano alto de la escalera de honor por la que sub¨ªan y bajaban, cuarenta a?os antes, Florest¨¢n Aguilar y sus invitados. Ven¨ªan de la Sala de Consejos; hab¨ªan estado comentando brevemente el cuadro de Esquivel, en el que Jos¨¦ Zorrilla recitaba versos a los rom¨¢nticos. Al recibir la luz dividida de la linterna, Jacinto se transform¨® de pronto en un diablillo esteticista: el ment¨®n y la nariz parecieron crecerle desmesuradamente, al tiempo que los ojos se le encend¨ªan como c¨¦lulas solares o, seguramente, como candilejas, y dijo algo que hizo sonre¨ªr a Miguel. En la acera de la calle de Fernando VI, se encontraron con un madrile?o que le¨ªa nadie sabe qu¨¦ noticia sobre la inauguraci¨®n de un pantano; con otro que ofrec¨ªa piedras de mechero, y con un tercero que asegur¨® que, en la primera de feria, los ¨¢ngeles hab¨ªan pasado por Domingo Ortega. O bien llov¨ªa, o bien alguien estaba llorando sobre el caf¨¦ Li¨®n a las dos y media de la tarde; era natural: en aquellos a?os, Madrid ten¨ªa una cierta facilidad para entristecerse y consolarse de repente con la ¨²ltima imagen de Ceba G¨¢mez que recordaba.
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