?Consumista o imb¨¦cil?
No quisiera ser m¨¢s duro de lo necesario al tocar el tema vidrioso de la inteligencia de mis conciudadanos, pero la lectura de muchas notas period¨ªsticas me obligan a llegar a esta conclusi¨®n: la ?v¨ªctima de la sociedad de consumo? tiene que ser, adem¨¢s, un tonto de tomo y lomo.Ya lo de v¨ªctima es rid¨ªculo. Seg¨²n la teor¨ªa de los psic¨®logos sociales, el espa?ol medio ha llegado a una triste situaci¨®n: los anuncios televisivos le presionan para comprar, cada vez m¨¢s, art¨ªculos que no necesita, hasta llevarle a la pobreza y la desesperaci¨®n total. El remedio, claman los especialistas a que alud¨ªa, est¨¢ en que el Estado impida que se ponga al pobre Juan P¨¦rez en circunstancias que le obliguen a pedir limosna en corto plazo.
Esa deducci¨®n tiene para m¨ª la fisura importante de sostener la impotencia del hombre para discriminar entre el bien y el mal, entre lo que le conviene y lo que no le conviene. Seg¨²n los cr¨ªticos del sistema capitalista, el Estado, al dejar inerme al consumidor frente al monstruo de la tentaci¨®n, le obliga a caer en el pecado de la dilapidaci¨®n, ergo no cumple con su deber de protegerle.
Pero resulta que yo no creo en esa ineluctabilidad, fatalista, es decir, yo no creo que, dado que existe un anuncio, el hombre tenga necesariamente que comprar el producto exhibido. Sostengo que en lugar de introducir una ley que impida la oferta, lo que tiene que hacer el Estado, por un lado, y la prensa, por otro, es restituir al hombre de la calle una cosa al parecer olvidada por todos, y que se llama el libre albedr¨ªo. Contra la tentaci¨®n de compra yo opongo mi personal resistencia a hacerlo, y nadie me obligar¨¢ a ello por mucho color que tenga el mensaje, por bella que sea la muchacha que me lo ofrece, por dulce que sea la m¨²sica que la acompa?e, por rom¨¢ntico que sea el paisaje al fondo de mi televisor.
Porque lo que parece claro es que esa tentaci¨®n consumista est¨¢ en la civilizaci¨®n occidental y oriental desde que el mundo es mundo. Antes de que hubiera una pantalla televisiva exist¨ªa ya el escaparate de la tienda repleto de joyas, de zapatos, de telas, de objetos de deporte. Y todos hemos pasado por delante de esos escaparates y todos les hemos hecho el caso que correspond¨ªa a nuestras aut¨¦nticas necesidades y al estado de nuestros bolsillos. No s¨¦ de ninguna campa?a que haya pedido oscurecer las vitrinas para que el paseante no cayera en la urgencia de penetrar en el comercio y arruinarse.
?Usted olvida la fuerza que tiene la televisi¨®n en su casa, algo que penetra en su hogar, que se mueve tentadoramente entre pel¨ªcula y noticias deportivas. Es una agresi¨®n continua que no puede evitar. Uno puede dejar de pasear por la calle Serrano o el paseo de Gracia, de Barcelona, pero no puede dejar de ver la distracci¨®n. dentro de su propio hogar.?
De acuerdo. Pero lo que hay que hacer entonces es desmitificar el medio, tomar de elIo que nos interesa y place, aprovechar su aspecto sin seguir sus ¨®rdenes. Yo, por ejemplo, declaro que he visto durante a?os con satisfacci¨®n el anuncio de un co?ac hecho por una se?orita rubia sobre un caballo cartujano. Me gustaban los dos cuerpos combinando gracias est¨¦ticas en el trote, el paisaje, la m¨²sica de acompa?amiento. Y eso no me ha obligado a consumir una sola copa de ese co?ac; como la presencia de simp¨¢ticos conocidos, como Rafael Alonso y Laly Soldevilla no me ha forzado a adquirir ?ese? producto para blanquear m¨¢s la ropa.
Esa lamentaci¨®n ante el pobre espa?ol o espa?ola inocente presa de una conspiraci¨®n para que se arruine me parece insultante para la inteligencia media del pueblo. Si queda alguien tan subnormal que compre lo que no necesita en absoluto s¨®lo porque se lo reclamen en la tele, lo que hay que hacer es recordarle que el hecho de que alguien est¨¦ habl¨¢ndole en el cuarto de estar de su casa es sencillamente un avance t¨¦cnico de la electricidad y no un acto metaf¨ªsico. Que el se?or o la se?ora que le anima a comprar tal o cual cosa es un actor pagado para hacerlo y que no se trata de Jehov¨¢ ordenando al aterrado burgu¨¦s que salga corriendo a cambiar su electrodom¨¦stico por uno mejor.
Hace unas semanas le¨ª la carta indignada de un ciudadano quej¨¢ndose de que la TVE terminase media hora m¨¢s tarde de lo legislado. ??No saben que al d¨ªa siguiente tengo que ir a trabajar? -preguntaba ret¨®ricamente-, ?c¨®mo se atreven a mantenerme hasta tan tarde en el saloncito de mi casa?? Al parecer, al quejoso no se le hab¨ªa ocurrido la posible soluci¨®n de apagar el televisor cuando creyera llegada la hora de dormir. Como en el caso de los consumistas, cre¨ªa que ten¨ªa que ser el Estado el que, padre afectuoso, pero disciplinario de unos s¨²bditos-ni?os, le mandara a la cama a una hora pronta. Y pensaba yo, ?qu¨¦ har¨ªa un ciudadano si de pronto le trasladaran a Nueva York, donde hay varios canales que permanecen abiertos toda la noche? ?Morirse de sue?o frente a ellos? No, claro. Utilizar¨ªa la independencia mental que le ha dado Dios y decidir¨ªa cu¨¢ndo es el momento de apagar esa lucecilla y encender la de la mesilla de noche para desvestirse.
La publicidad debe limitarse por est¨¦tica, no por ¨¦tica; el ciudadano debe ser libre de decidir por s¨ª mismo, lo que le conviene ver y lo que le conviene comprar. En vez de pedir a gritos una ley protectora contra el indefenso bobo ? mam¨¢ quero estoy esto...?, los medios de comunicaci¨®n deben urgir el desarrollo de la personalidad del televidente, lo que tampoco resulta tan dif¨ªcil, a¨²n aceptando esa magia de que antes habl¨¢bamos que, precisamente por ser magia, adolece de falta de realidad. La cosa es m¨¢s sencilla de lo que parece. Basta decirle al espa?ol medio: si no crees que Hutch y Starsky maten de verdad a tantos bandidos, ?por qu¨¦ vas a creerte unos minutos despu¨¦s que el producto tal encera mejor?
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