Z¨®bel
Si a manos del rey Midas todo se transformaba en oro, cabe decir que todo queda convertido en adorno a manos del pintor Z¨®bel. Sabido es que los dioses otorgaron a aqu¨¦l el deslumbrante privilegio de ver ¨¢ureamente transustanciado cuanto accediese a su sentido. Y comoquiera que en gracia tal se incluyeran tambi¨¦n los alimentos, vino a acontecer que el legendario monarca de Frigia concluy¨® sus d¨ªas por v¨ªa de muy singular paradoja: rebosante de riquezas y fulgores, a la par que acabado por el hambre. No dir¨¦ que nuestro pintor haya de verse abocado a ¨®bito tan lujoso y abstinente, aunque me sienta tentado a sugerir que, de tanto adornar el marco de su propio acontecer vital y social, pueda el contenido quedar privado de sustancia, que en el decir popular y en la expresi¨®n de alguno de nuestros cl¨¢sicos (Rivadeneyra entre ellos) es voz sin¨®nima de alimento.Las pinturas de Z¨®bel delatan un bien hacer, cifra e indicio de un bien estar (de un bienestar). Todo reposa en su justa medida, todo est¨¢ donde debe estar, de acuerdo con el paradigma del buen tono. Liberadas, por no decir totalmente exentas, de materialidad, las pinturas de Z¨®bel nacen, vibran por un instante y se esfuman como adorno de su propio adorno. Si los griegos entendieron el mundo como adorno absoluto (cosmos) y de ¨¦l, o de su circunstancia, dedujeron el arte del adornar (la cosm¨¦tica), dij¨¦rase que Z¨®bel se ha propuesto reducir a estricta sinonimia el alcance de ambas voces, obedientes a una misma ra¨ªz etimol¨®gica: la identificaci¨®n definitiva de lo c¨®smico con lo cosm¨¦tico, y viceversa. El quehacer y el comportarse de Z¨®bel parecen acatar, puesta al d¨ªa, la vieja norma pitag¨®rica: el principio material (aquello de que las cosas est¨¢n hechas) cede toda su sustancia al principio formal (aquello que confiere a las cosas singular disposici¨®n).
Z¨®bel
Galer¨ªa Theo. Marqu¨¦s de la Ensenada, 2.
Orden y ornato presiden el hacer y el comportarse de Z¨®bel. Por donde ¨¦l transita todo se adorna y ordena. De aqu¨ª que su pintura haya de juzgarse un episodio m¨¢s de su vida. Lo convertido en oro a manos del fabuloso y fabulado monarca frigio t¨®rnase ornamento al paso de nuestro personaje, y no sin riesgo de trocar el contenido por el continente o el alimento por el plato, de acuerdo con aquel tropo que los ret¨®ricos denominan sin¨¦cdoque. Para Z¨®bel, el acto de pintar adquiere an¨¢loga significaci¨®n, la misma relevancia que la disposici¨®n de la servilleta en el lugar que le cumple y del modo que ordena la est¨¦tica del ¨¢gape. En todo act¨²a pulcra e imparcialmente, conduci¨¦ndose con id¨¦ntico inter¨¦s, con igual medida, a la hora de ordenar un museo, iluminar una estancia, mensurar un suelo, lucir un muro, entronizar un inodoro o pintar un cuadro. Su pupila y su mano llevan impresa la lex aurea. Cuanto Z¨®bel ve o toca se convierte en divina proporci¨®n y concluye en adorno de la vida humana.
De todo ello es un ejemplo m¨¢s la exposici¨®n que aqu¨ª se comenta. Pulcros, intencionadamente conclusos m¨¢s por lo que falta que por lo que abunda, estrat¨¦gicamente interdistanciados..., todos y cada uno de los cuadros, en vez de remitirnos a su hipot¨¦tico contenido, vienen a realzar el continente: la excelente arquitectura de la sala en que se cuelgan. Blancas pantallas, sutil¨ªsima orientaci¨®n de un bienestar (de un bienestar) sin distinci¨®n de parte, levemente enfatizadas por un tr¨¦molo efimero, harto af¨ªn al que el virtuoso violinista arranca del instrumento ante la admiraci¨®n (?ioh!?) del complacido anfiteatro.
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