?Un Estado beligerante en lo religioso?
A medida que nos aproximamos a la fecha del refer¨¦ndum constitucional, casi paralela a la escalada terrorista, estalla otra batalla en el fondo de ciertas conciencias cat¨®licas. No es la primera vez que, en nuestra historia moderna, una ideolog¨ªa pol¨ªtica de signo conservador pretende cubrirse con el manto de la autoridad divina para cargar sobre la Iglesia el peso de una decisi¨®n hist¨®rica con todos los riesgos que ella entra?a. Durante los ¨²ltimos cinco a?os, los obispos espa?oles han venido publicando media docena de documentos doctrinales en lo que se ofrec¨ªan criterios seguros para que los fieles comenzaran a distinguir la fe de la ideolog¨ªa en temas tan delicados como el de la confesionalidad del Estado, la estabilidad del matrimonio y el debate pol¨ªtico entre los partidos. Los hechos actuales demuestran que existen sectores del catolicismo espa?ol impermeables a ese magisterio episcopal y que la conciencia cat¨®lica en Espa?a sigue siendo algo as¨ª como la santab¨¢rbara del barco en el que navegamos creyentes y no creyentes, dispuesta siempre a hacer saltar por los aires cualquier arboladura pol¨ªtica, si el rumbo del nav¨ªo nacional no coincide con las propias concepciones terrenas. Nuestras guerras civiles son fruto en gran parte de esas explosiones nacional-cat¨®licas en las que la carga explosiva religiosa se ha accionado generalmente con manifiesta imprevisi¨®n hist¨®rica. Y esta parece ser de nuevo la gran tentaci¨®n de algunos grupos pol¨ªticos que presionan a la jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica en la hora presente.Parece oportuno recordar que hasta la fecha, cuantas veces los espa?oles han querido darse una Constituci¨®n en la que necesariamente hab¨ªa que hacer un sitio al hecho religioso y determinar la actitud del Estado frente a ¨¦l, nunca fueron capaces de imaginar otra relaci¨®n que la beligerante. 0 a favor exclusivo o privilegiando a la Iglesia cat¨®lica seg¨²n la tradicional f¨®rmula confesional; o en contra de ella, en la concreci¨®n de un Estado ateo o laicista. Para aprobar el rigor de este dilema tr¨¢gico bastar¨ªa recorrer los procesos constituyentes, al menos, de las seis constituciones que han tenido alguna vigencia en Espa?a durante los ¨²ltimos 167 a?os. La proclamada el 19 de marzo de 1812, redactada por la comisi¨®n que presid¨ªa el sacerdote extreme?o Diego Mu?oz Torrero, y en la que de catorce miembros, seis eran eclesi¨¢sticos, dec¨ªa: ?La religi¨®n de la naci¨®n espa?ola es y ser¨¢ perpetuamente la cat¨®lica, apost¨®lica y romana, ¨²nica verdadera. La naci¨®n la protege por leyes sabias y justas y prohibe el ejercicio de cualquier otra? (art¨ªculo 12). Sin prometer la perpetuidad en la fe a todos los espa?oles, Narv¨¢ez les ofreci¨® en 1845 una Constituci¨®n pactada que en su art¨ªculo 11 se pronunciaba en t¨¦rminos parecidos de confesionalidad y protecci¨®n exclusiva del Estado a la Iglesia. En la de 1869 ?la naci¨®n se obliga a mantener el culto y los ministros de la religi¨®n cat¨®lica?, pero garantiza ?el ejercicio p¨²blico o privado de cualquier otro culto?. Esta misma actitud simplemente tolerante hacia las otras religiones no cat¨®licas se mantiene en el art¨ªculo 11 del texto canovista de 1876. Seg¨²n todas estas f¨®rmulas, de una manera o de otra, el Estado adopta una postura hostil hacia los ciudadanos no cat¨®licos o no creyentes. Eran constituciones de los cat¨®licos y para los cat¨®licos, pero no de todos los espa?oles.
Sin romper el dilema beligerante, la Constituci¨®n republicana de 1931, en su famoso art¨ªculo 26, preve¨ªa leyes especiales para la ?total extinci¨®n, en un plazo m¨¢ximo de dos a?os, del presupuesto del clero?, para disolver las ¨®rdenes religiosas con voto ?especial de obediencia a una autoridad distinta de la leg¨ªtima del Estado?, prohibici¨®n a la Iglesia de ejercer la ense?anza, etc¨¦tera. El fracaso de este laicismo en t¨¦rminos de convivencia ciudadana es m¨¢s que evidente. La misma confesionalidad del r¨¦gimen franquista, que volvi¨® a la otra cara de la moneda, no lleg¨® nunca a unas relaciones pac¨ªficas entre la Iglesia y el Estado, a pesar de tener como timbre de gloria la inspiraci¨®n de todas sus leyes (?) en la doctrina de la Iglesia cat¨®lica. La confesionalidad propuesta o incluso puesta desde las instituciones p¨²blicas y la anticonfesionalidad facilitada o forzada por esas mismas instituciones son las dos caras de la misma moneda. Mejor dicho: el laicismo estatal no es m¨¢s que la corrupci¨®n de la confesionalidad pol¨ªtica, la misma substancia, pero putrefacta. Una y otra forma de entender la actitud del Estado con respecto al hecho religioso coinciden en atribuirle una misi¨®n doctrinaria, beligerante en favor o en contra, siempre contra una parte de la sociedad a la que tendr¨ªa que servir. ?Seremos capaces los espa?oles de romper ahora este endiablado dilema hist¨®rico?
Mientras el voto cat¨®lico permanezca cautivo de una ideolog¨ªa pol¨ªtica, los cristianos se ver¨¢n impotentes para remontar los problemas que plantea la convivencia en una sociedad pluralista. El Estado para ellos ser¨¢ agn¨®stico y ateo si no se pone incondicionalmente al servicio de la Iglesia. El intento de descubrir un Estado neutral respecto a las diversas confesiones religiosas, pero comprometido con la libertad religiosa de todos los ciudadanos, es la empresa que nos ocupa ahora y que ha llegado a reflejarse de modo al menos suficiente en la presente Constituci¨®n. El documento del cardenal de Toledo, apoyado por otros ocho obispos, no ha logrado superar los temores de nuestro tr¨¢gico dilema hist¨®rico. Parecen creer que si se debilita la confesionalidad, se cae irremisiblemente en el laicismo.
Yo no creo que sea serio llamar ?agn¨®stica? a esta Constituci¨®n. Los ordenamientos jur¨ªdicos no son ?anti? ni ?pro? religiosos.
Son para los hombres, tanto para los agn¨®sticos como para los creyentes. Favorecen al hombre si le respetan y le garantizan el libre ejercicio de sus creencias. En ese caso ya es injusto hablar de una Constituci¨®n agn¨®stica. El art¨ªculo 16 reconoce de una manera p¨²blica los derechos del hecho religioso, tanto en la esfera personal como en la institucional de las comunidades; incluso establece relaciones de cooperaci¨®n entre el Estado y las diversas confesiones. La neutralidad confesional del Estado no es cerrada en s¨ª misma o agn¨®stica, sino abierta al hecho religioso, al que el Estado no contempla de una manera permisiva, ni aprior¨ªstica, sino encarnado en hombres concretos que creen en Dios o no profesan ninguna creencia. El Estado es permisivo cuando es meramente tolerante tanto con la creencia como con la increencia. Es, en cambio, abiertamente neutral y no agn¨®stico respecto de la creencia y de la increencia, cuando se declara garantizador de la dignidad humana y de uno de los derechos fundamentales inherentes a la misma que es el de libertad religiosa.
Decir, como lo hace el documento referido, que ?no vemos c¨®mo se concilia esto con "el deber moral de las sociedades para con la verdadera religi¨®n" reafirmado por el Concilio Vaticano II en su declaraci¨®n sobre la libertad religiosa?, equivale a no distinguir el orden moral del hombre y de la sociedad y el de las leyes coactivas. Se defienden los espacios de libertad en el plano de los derechos civiles, pero por ello no se minimizan, por el contrario, se refuerzan, los deberes morales del hombre y de la sociedad respecto a Dios y a la religi¨®n verdadera. Son claramente dos planos distintos o dos dimensiones distintas de la misma actividad libre: En el plano de la sociedad civil o del Estado que no puede impedirla ni ejercer sobre el hombre ning¨²n tipo de coacci¨®n en su conciencia y frente a Dios mismo que respeta precisamente esa libertad del hombre, pero le urge sus deberes morales en el interior de su conciencia. En una palabra tener derecho a no ser coaccionado para cumplir con un deber moral, no debilita ese v¨ªnculo moral al contrario, lo hace verdaderamente responsable. Y este planteamiento bifocal est¨¢ claramente expresado en declaraci¨®n conciliar sobre la libertad religiosa.
El miedo a la constitucionalizaci¨®n de una ?sociedad permisiva? que pueda optar por leyes opuestas a la ?ley divina? no se conjura con una Constituci¨®n. Ah¨ª est¨¢n los ejemplos de las naciones que para legalizar el aborto tuvieron que cambiar la misma Constituci¨®n. En definitiva, ese no ser¨ªa un defecto de la Constituci¨®n, sino del concepto mismo de democracia. En el texto constitucional cabe todo, tanto una ley divorcista como una ley antidivorcista. Y a la vista de ley en concreto es cuando valdr¨¢ propiamente que expresarse por medio del voto cat¨®lico. Indudablemente que el art¨ªculo 32 constituye un desaf¨ªo para los cat¨®licos: pero no tanto para maniatar a los poderes p¨²blicos, sino para ayudar a la sociedad y a esos poderes p¨²blicos a defender la estabilidad del matrimonio y de la familia con la vivencia aut¨¦nticamente cristiana. Muchos cristianos, quiz¨¢ la mayor¨ªa, podemos estar en desacuerdo con una ley divorcista, pero no podemos estar en desacuerdo con el principio de la democracia, dispuestos l¨®gicamente a asumir sus consecuencias y riesgos. Pero ?no resultar¨¢ que los que luchan contra la Constituci¨®n en el fondo est¨¢n impugnando la misma democracia?
Evidentemente que no sentimos entusiasmo por esta Constituci¨®n, pero sentimos el entusiasmo por la Constituci¨®n. Precisamente porque no es s¨®lo nuestra, sino de la inmensa mayor¨ªa de los espa?oles. Y la Iglesia cometer¨ªa un grav¨ªsimo error hist¨®rico si le dejara arrebatar por la inmensa mayor¨ªa de esos espa?oles que la van a refrendar y que para hacerlo tuvieran que sentirse menos cat¨®licos.
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