En la Casa de Campo
Aunque no nacido en Madrid, soy residente en esta ciudad desde hace bastantes a?os y, adem¨¢s, tengo el raro privilegio de que el diario de mi casa al trabajo me lleva a atravesar la Casa de Campo un m¨ªnimo de dos veces al d¨ªa. As¨ª, he aprendido a apreciar la belleza, la serenidad, las lecciones de sosiego en el pausado crecimiento de los ¨¢rboles.Pero este a?o, una vez m¨¢s, los ¨¢rboles de la Casa de Campo se ven atacados por una extra?a plaga, que convierte sus figuras en tristes mu?ones amputados, aprendices de poste de tel¨¦grafo. A caballo de las largas escalas, los jardineros municipales se ensa?an con las ramas, con los troncos, convirtiendo a los que promet¨ªan llegar a ¨¢rboles majestuosos en tristes despojos, ni siquiera capaces de dar una sombra clemente cuando los madrile?os lo pidan. La fealdad del espect¨¢culo, de la comparaci¨®n de lo que fueron y de lo que son, es, sin duda, la causa del barroquismo de mi descripci¨®n, que pudiera parecer cursi. pero que es un honesto esfuerzo descriptivo de qui¨¦n no domina el arte de escribir.
Me cuesta creer que esta destrucci¨®n se deba al aprovechamiento de la madera obtenida; es demasiado mezquino. Me queda entonces la posible justificaci¨®n de que el municipio madrile?o quiere ense?ar a los ¨¢rboles de la Casa de campo c¨®mo se es ¨¢rbol. He o¨ªdo decir que las podas sientan bien al ¨¢rbol, le hacen m¨¢s fuertes... Pienso que los ¨¢rboles sab¨ªan ser ¨¢rboles majestuosos, vivir y morir cuando era su tiempo, muchos milenios antes de que el hombre apareciese sobre la tierra.
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