Carlos Le¨®n
El ejercicio de este trasiego, que unos, quiz¨¢ demasiado incautos, asimilan al oficio de ver gongorino, y otros, m¨¢s despiadados, califican tan s¨®lo de gacetilleo de exposiciones, parece abocado tambi¨¦n, como todos los oficios y ejercicios, al uso y abuso de muletillas. Desde la ?inventiva? a los pinitos m¨¢s o menos te¨®ricos, las hay para todos los gustos y de todos los colores. Como soy partidario de explicitar estas cosas lo m¨¢s posible, la m¨ªa, lo confieso, tiende a tomar la forma de acompa?ante.Antes yo visitaba siempre s¨®lo las exposiciones, ahora siempre voy acompa?ado, y esto no es tan f¨²til como sospechan. Cuando, por las razones que sea, se reh¨²ye esa especie de t¨ºte-a-t¨ºte con o contra los cuadros de una sala y se opta por una,suerte de mirada compartida, configurada en buena medida por el transcurrir de una conversaci¨®n cualquiera, cambian m¨¢s cosas de las que pudiera parecer. Si se trata de la exposici¨®n de un pintor que se ha frecuentado anteriormente, en visitas al estudio, en conversaciones que han ido familiarizando a uno con determinadas claves, digamos que el abanico de recursos o muletillas se ampl¨ªa.
Carlos Le¨®n
Galer¨ªa Vandr¨¦s.Don Ram¨®n de la Cruz, 26. Madrid.
Cuando, por el contrario, se trata de alguien como, por ejemplo, ahora Carlos Le¨®n, que s¨®lo de cuando en cuando abandona su retiro en Fontbellida, Valladolid, para exponer su obra a la curiosidad p¨²blica, darse un paseo por la capital del reino, el abanico se reduce necesariamente en favor del primer golpe de vista, el comentario impresionista y, en mi caso, la figura del acompa?ante. Le recordaba yo a ¨¦ste, por cierto, y seg¨²n nos ¨ªbamos acercando por Don Ram¨®n de la Cruz hasta la galer¨ªa Vandr¨¦s, aquellos tiempos no demasiado lejanos en que a Carlos Le¨®n llegaron a llamarle el Dazibao de Valladolid, tal lleg¨® a ser su entusiasmo por las propuestas de los franceses de Support/Surface y las orientaciones telquelianas, impregnadas entonces de fervor pro chino.
Orientaciones, hay que decirlo por las que casi todos fuimos contagiados. ?Es que os pierde la teor¨ªa -contestaba el acompa?ante-. Conv¨¦ncete, haz como yo. Ahora lo que se lleva es estar contra la teor¨ªa, decir que la literatura te¨®rica es insoportable y aburrida ?Ay, cu¨¢nto tendr¨ªais que aprender de los buenos cronistas de sociedad!? Le dije, claro, que exageraba, pero la misma exposici¨®n que visit¨¢bamos le sirvi¨® para contraatacar.
Nos encontramos con un Carlos Le¨®n muy de vuelta de aquellos fervores, cosa que, a todas luces, parece haber repercutido favorablemente en su obra. La entretela -ni ¨¦l mismo sabe c¨®mo denominan los sastres ese tejido- es, sin duda, un soporte mucho m¨¢s adecuado y d¨²ctil a sus intenciones que el lienzo. Semitransparente, completamente impregnable por el acr¨ªlico, parece adherirse a la pared blanca, reclamarla de manera mucho m¨¢s natural que el lienzo, aunque ¨¦ste prescinda ya en muchas ocasiones del bastidor. La transparencia, la impregnaci¨®n completa de la tela, desdobla el campo de color en un delante que se ve y un detr¨¢s que se supone, anverso y reverso o verso/recto, como Carlos hab¨ªa pensado titular la muestra, prologando el verso, el gui?o, en el culo de la pintura.
El color emerge ahora mucho m¨¢s libremente, fluye y circula por la entretela en forma casi de lagos, variante bastante sui generis de lo que en otros fue r¨ªos. Tiende, sobre todo, hacia gamas mucho m¨¢s frescas y jugosas, como liberado ya de no s¨¦ qu¨¦ prohibiciones. Lo que fue trabajo a partir del cuadrado ahora es juego contra el cuadrado, intento de pervertirlo. ?F¨ªjate -le dec¨ªa al acompa?ante cuando sal¨ªamos, en un intento de recuperar algo del terreno perdido-, mientras en la pintura cl¨¢sica siempre se ha pintado sobre lo dibujado, hay ya una larga tradici¨®n en la pintura moderna de dibujar sobre lo pintado.
Qu¨¦ f¨¢cil resulta hoy dibujar una ventana y qu¨¦ dif¨ªcil abrirla realmente. Desde que Matisse se compr¨® las tijeras ... ? ?Decididamente, no ten¨¦is remedio -me interrumpi¨® ¨¦l-; siempre que habl¨¢is me viene a la cabeza un cuento de Andersen, el del rey enga?ado por los sastres que, ufano, se pasea desnudo ante un populacho que alaba su vestido de oro transparente y un d¨ªa ... ? ?T¨² deliras?, le cort¨¦, intentando atajarle, pero no pude evitar que acabara coloc¨¢ndome el cuento entero. Siempre lo hace.
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