Desalojado un poblado gitano en la Ciudad Universitaria para construir una autov¨ªa
Una indemnizaci¨®n de 200.000 pesetas por familia permiti¨® ayer al Ayuntamiento de Madrid desalojar a los casi cuatrocientos habitantes del poblado gitano del paseo de Juan XXIII, una isla de cart¨®n-piedra habitada por una abrumadora mayor¨ªa de ni?os. Inmediatamente toda la comunidad parti¨® hacia Salamanca, donde los hombres suelen iniciar su ciclo como trabajadores temporeros, en un intento de sobrevivir que no ofrece alternativa.
Ayer, a las nueve de la ma?ana, hab¨ªa un poblado gitano en la alameda de Juan XXIII. Eran veintisiete familias, a un promedio de siete hijos y varios parientes realquilados cada una, de modo que al poblado se le calculaban trescientos y pico habitantes un poco inexactamente, porque nadie se dedica todav¨ªa a contar gitanos con rigor, ni siquiera los gitanos mismos. Unos a?os antes, el monicipio hab¨ªa dicho: ?La calle es m¨ªa.? Entonces, los gitanos supieron dos cosas: que el monicipio siempre tiene raz¨®n y que en realidad ellos estaban en la jo¨ªa calle. Marisa de Frutos, asistenta social de Gerencia de Urbanismo, lo explica muy bien: ?Era preciso construir una calle que pasara por aqu¨ª, as¨ª que el Ayuntamiento ofreci¨® dos alternativas a los gitanos: vivienda o indemnizaci¨®n. Prefirieron las 200.000 pesetas de indemnizaci¨®n.? En este punto empieza la historia.A las nueve de la ma?ana, los gitanos j¨®venes del ex poblado han promovido un tablao flamenco, seguramente porque los gitanos son los ¨²nicos seres capaces de celebrar las despedidas. A la izquierda, seg¨²n se mira desde el puente, las furgonetas est¨¢n en marcha, esperando que empiece el traslado; detr¨¢s, una pala excavadora, y, al fondo, un agua residual de esas que empiezan a confundirse con el co?ac: tiene la solera que pedir¨ªan las ratas m¨¢s exigentes. En mitad de las chabolas, tres gatos negros juegan con distintas piezas de pl¨¢stico decolorado; desordenan los botellines y otros cascos rotos y vac¨ªos bajo la mirada de una patrulla de la Guardia Civil, que ha ido a supervisar la operaci¨®n en un jeep de la Polic¨ªa Municipal. Ladran los perros, alguien echa agua a los rescoldos, y huele de pronto a le?a quemada, a tierra h¨²meda y a mi¨¦rcoles municipal. Todos parecen felizmente resignados al aroma, salvo Teodoro Fern¨¢ndez Montero, que est¨¢ triste mientras por alg¨²n atavismo f¨¢cilmente explicable, entrega el carnet de identidad a los payos con cualquier pretexto, incluso cuando se le pregunta la hora.
El t¨ªo Teodoro es persona respetada en la comunidad, tal vez por que ha llegado a los ochenta a?os a pesar de todo. Su biograf¨ªa no tiene limites, aunque ¨¦l dice que limita al Oeste con la remolacha azucarera al Norte con la chatarra sider¨²rgica y al Este con los tomates de Murcia. Lo mejor de su vida han sido los ¨²ltimos nueve a?os junto a estos ¨¢lamos pontificales y junto al asma. No cobra pensi¨®n de vejez ni de enfermedad, ?Tambi¨¦n es verd¨¢ que nunca pagu¨¦ nada, pero ?yo que sab¨ªa? Si ahora tuviera s¨®lo veinte a?os y supiese lo que s¨¦ me habr¨ªa buscado un colegio para ilustrarme a tiempo- eso es lo que pido para estos ni?os: que sepan pronto buscar lo que necesitan.? Relincha en segundo plano un mulo, quiz¨¢ para justificar la presencia de los gitanos aurigas que pasan ante los madrile?os cada ma?ana, guiando un carro cargado siempre con una vieja lavadora y una pila. ?Vendemos la chatarra directamente a las empresas que comercian con las fundiciones? dice Javier Hern¨¢ndez, un muchacho asturiano que ha dejado moment¨¢neamente el tablao. Cuando callan sus compa?eros, se descubre, de pronto, que el t¨ªo Teodoro se est¨¢ cobrando la jubilaci¨®n en cantares. ??Dec¨ªas, Javier??
?Dec¨ªa que, aunque vivamo aqu¨ª, casi todos nos ganamos la vi da en el campo: entresacamos remolacha en Salamanca, recolectamos patata en Valladolid, pimiento en la Rioja, tomate en Murcia y uva en Francia. Empezamos la temporada aqu¨ª, en primavera, y la terminamos en las vi?as francesas en invierno. Algunos, como yo, vivimos de las chapuzas: el intermediario, o sea, el pistolero, busca tareas en casas que est¨¦n de obra. El se queda con una parte del dinero; nosotros hacemos el trabajo.? Pistoleros, dec¨ªa Javier.
Casi todos los gitanillos de la comunidad se han puesto morenos en las violentas playas de Madrid. Ah¨ª est¨¢n, por ejemplo, los ocho de Mar¨ªa Jes¨²s Hern¨¢ndez Salmones, la vendedora -ambulante con vocaci¨®n de ¨ªndice de natalidad. (?Tengo ocho hijos de tres a veinti¨²n a?os. La mayor, que es hembra, ya est¨¢ casada, gracias a Dios.?) Habla Mar¨ªa Jes¨²s como si supiera que s¨®lo las hembras pueden ganar las guerras de exterminio con el arma estrat¨¦gica del parto. Viene Miguel Medina Fern¨¢ndez, un gitano de catorce a?os que ha ido al colegio en C¨¢ceres durante dos meses y se va a fajar con la remolacha de un momento a otro. Observa Rosario, una gitanilla madre que tiene los dientes de oro, porque prefiere llevar el oro en la boca, y quiere salir en una foto Jos¨¦, que dice que ¨¦l tiene cinco a?os, si bien todos sabemos que por lo menos se pone uno, gracias a ciertas osad¨ªas que s¨®lo pueden permitirse los ni?os.
Montan al aire una peque?a oficina. El Ayuntamiento empieza a repartir los cheques. Jos¨¦ Antonio Jim¨¦nez, natural de Albacete, preferir¨ªa al papel que le entregan una casita baja y tres plazas de escuela nacional. Es uno de los que hab¨ªan escrito una carta al alcalde Tierno por si lo del apellido era verdad Un p¨¢rrafo dice as¨ª: ?El 28 de febrero de 1979 nos hicieron firmar un papel, donde nosotros acept¨¢bamos la cantidad de 200.000 pesetas por familia, como indemnizaci¨®n por el desalojo Desde entonces, estamos parados, esperando que den soluci¨®n a nuestro problema. Ya hemos vendido los mulos y los carros porque el hambre nos obliga, y no podemos buscar la vida sin los enganches. Si las mujeres van a pedir, las prenden; si los hombres vamos a robar, nos prenden. Hemos entrado con salud y estamos sin ella.
Mientras Gerencia reparte talones, brillan los sumideros, los pu?os de bast¨®n, los bordones de la guitarra de antes y los zarcillos de una gitana guap¨ªsima. In¨¦s Pardo, una matriarca de cincuenta a?os y ocho hijos, todos trabajadores eventuales, ?sabe usted? hace lo acostumbrado en estos casos: recoger lo indispensable.
Y, una vez recogidos los papeles del banco, todos los ciudadanos del poblado empiezan a cargar sus cosas: las furgonetas se llenan de lactantes pintados de colores, de viejos transistores y simplemente de viejos. Se viene abajo una veleta de lat¨®n que representa un gallo, y Antonia mata su gallo de corral, aquel que les despertaba, sin reparar en que la verdadera enfermedad de los gallos ambulantes es la mudez; minor¨ªas silenciosas, dicen los soci¨®logos.
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