Los vac¨ªos pol¨ªticos
Embajador de Espa?a
?Aqu¨ª todo el mundo se lo cree?, que dir¨ªa un achulado personaje arnichesco. Lo mismo una guapita presentadora de la peque?a pantalla -a quien la promoci¨®n embrigadora de la tele le ha hecho so?arse la Duse y la Callas en una pieza- que el aprendiz de pol¨ªtico, al que los diablillos, coyunturales han lanzado a bailar detr¨¢s de su espejo las empeque?ecidas im¨¢genes de C¨¢novas y Canalejas.
Espa?a es un hurac¨¢n. Pero los que se sienten en el podio no quieren darse cuenta ni que nadie se lo diga. Mientras dura, vida y dulzura. El asunto empieza a ser un problema de conciencia. Pero de conciencia de qui¨¦n. Para comenzar, de los que tienen la sart¨¦n por el mango. Una sart¨¦n en la que Espa?a, o seas¨¦, todos -los que siguen llam¨¢ndose espa?oles y los que le hacen ascos al gentilicio-, nos estamos consumiendo en nuestro propio y ya escas¨ªsimojugo.
Lo de tener la sart¨¦n por el mango no quiere decir -por supuesto- que se entienda de cocina. Y menos a¨²n que valga por un aut¨¦ntico ejercicio del poder. Ya que una cosa es ocupar las praderas del poder y otra ejercitarse en su funci¨®n conductora y creadora. Porque aqu¨ª -en estas tierras de ?la espaciosa y triste Espa?a?, que dijera pat¨¦ticamente Fray Luis de Le¨®n-, mucho hablar de la er¨®tica del poder, mucho sentirse ¨¦mulo de Maquiavelo por haber acertado en un par de pr¨¢cticas celestinescas, pero a la hora de la verdad -que nadie duda ser la de la muerte-, el mundo, la autoridad, el ¨¢nimo de decisi¨®n, andan por las calles en andrajos fantasmag¨®ricos, salpic¨¢ndose de sangre inocente.
El holocausto espa?ol -que en este sacrificio no hay discriminaciones preauton¨®micas, regionales o de pa¨ªses- lo est¨¢ anegando todo, sin que de nada sirvan las increpaciones mutuas, entre un atroz concertante de explosiones y metralletas. Hasta se ha resucitado el terrible e incongruente grito de ?Viva la muerte!, que entre los espa?oles representa la exasperada apelaci¨®n ante el callej¨®n sin salida.
Pero detr¨¢s del desplante lo que se agazapa es el miedo. Un temor que va m¨¢s all¨¢ de lo f¨ªsico de la acobardada salvaguardia de la propia vida. El estremecimiento del vac¨ªo, el espanto de la incoherencia, la consternaci¨®n ante la gratuidad del esfuerzo, el horror a la pu?alada trapera de la desesperanza.
Ayer, nada m¨¢s -aunque no pocos advirti¨¦ramos ya los s¨ªntomas del desaliento-, Espa?a manten¨ªa los ojos abiertos hacia la esperanza. Una expectativa m¨¢gica, posiblemente; el clavo ardiendo de una confianza taumat¨²rgica. Expedientes fr¨¢giles pero v¨¢lidos cuando un pueblo -una sociedad- mantiene alerta, aunque agrietadas, las aptitudes para proseguir so?ando caminos. El espa?ol -gen¨¦ricamentebuscaba continuar hacia adelante. Un avance que, a semejanza de todas las ambiciones de proyecci¨®n hist¨®rica, estaba tejido con ilusiones y ensue?os.
Sin embargo, la marcha se ha convertido en la traves¨ªa de un campo minado. Una traca mort¨ªfera parece cegar las salidas. Se tiene, a veces, la sensaci¨®n de haber partido hacia ninguna parte, en un falaz embeleco de irresoluciones y perplejidades. Con la a?adidura de una multiplicaci¨®n de hachazos para el que por casualidad imagine haber intuido una v¨ªa de posibles claridades.
El ¨²ltimo congreso del PSOE es un buen ejemplo de confusiones y marasmos, al margen de actitudes personales, proclamaciones ¨¦ticas, astucias y zancadillas. Los m¨¢s j¨®venes apenas podr¨¢n hacer memoria de lo que signific¨® el aristotelismo, en cuanto impostaci¨®n de una ortodoxa y supuesta ciencia oficial. Centurias y centurias se han pasado muchas gentes, incluso de volandera imaginaci¨®n, tratando de acoplar sus reflexiones y ocurrencias a lo que un d¨ªa, en el remoto y cl¨¢sico mundo griego, hubiera querido decir o insinuar el genio de Arist¨®teles. El bautizo de Arist¨®teles por los doctores de la Iglesia de Roma rematar¨ªa en un obstinado escolasticismo. El respaldo del pensamiento hel¨¦nico concluir¨ªa en el refugio de las m¨¢s contumaces dial¨¦cticas, tantas veces ortop¨¦dicas y discordantes.
Por m¨¢s parad¨®jico que parezca, la figura de Carlos Marx -con sus interpretaciones y ambiguos retorcimientos- ha rematado en su patronal beatificaci¨®n de un moderno escolasticismo, tan cerrado y peri¨®dicamente revisionista como el que supuso el de las llamadas edades oscuras. ?Ser¨ªa curioso conocer el enjuiciamiento que a estos arabescos marxistas van a otorgar los historiadores del pensamiento en el futuro!
Al PSOE le ha parecido oportuno -?qui¨¦n con m¨¢s motivo?- contribuir a la deificaci¨®n escol¨¢stica de Carlos Marx y reforzar el nuevo aristotelismo de los dinamizadores de la Revoluci¨®n (as¨ª, con ?R? may¨²scula). Pero, volviendo a la carga de sus romanticismos, con la consiguiente sinfon¨ªa de rupturas, lucha de clases, dictadura del proletariado, federalismo, etc¨¦tera.
Los espa?oles -los que empujan y los que tiran hacia atr¨¢s, los que se quedaron a pie y los que se encaramaron en el machito- prosiguen sin entender apenas nada. Y por si hiciera falta alguna prueba, ah¨ª est¨¢n, entre el pasmo de troyanos y tirios, los debates parlamentarios alrededor de las tr¨¢gicas y ensangrentadas acciones de las bandas terroristas. En Espa?a ya nadie espera milagros, siendo as¨ª que por la muestra de las rutas emprendidas es casi lo ¨²nico que cabe esperar. Sin embargo, aguarda cada d¨ªa el don -cual moneda en la mano del viejo mendigo- de una palabra caritativamente clarificadora. Las evidencias cantan. Bast¨® que Felipe Gonz¨¢lez pronunciara la palabra ?¨¦tica? e insinuar una posici¨®n cr¨ªtica frente al antes se?alado escolasticismo marxista para que el cuerpo nacional -?de qu¨¦ otro modo puede ser denominado?- se sintiera transido de una especie de presunci¨®n de que este pa¨ªs no era un extra?o y caprichoso reducto de fantasmas sin secreto.
Un pueblo, sean cuales fueren los supuestos de su convivencia, necesita estar convencido de algo para seguir adelante. No es dif¨ªcil conjeturar que la mayor¨ªa de los espa?oles est¨¢n provistos de una cierta porci¨®n de convicciones, anhelos y esperanzas. Pero no es menos presumible que la acelerada y casi met¨®dica operaci¨®n de vaciamiento a que anda sometida (esa mayor¨ªa sufriente) concluya por mostrar, junto a una irascible desesperanza, el amargo y hueco fondo del saco de las trituradas ilusiones.
El pueblo espa?ol -salvadas las energum¨¦nicas excepciones, cuyos sangrientos frutos todos padecemos- viene ofreci¨¦ndonos las evidencias, un tanto fatigadas, de su expectante buena fe. Ha acudido a las urnas, ordenadamente, siempre que ha sido reclamado. Y si cada nueva consulta ha contabilizado un aumento de abstenciones, ¨¦stas son efecto indiscutible de un progresivo y desolador desencanto.
Nadie duda de que cualquier tramo hist¨®rico, donde a la par se juntan una transici¨®n pol¨ªtica y un trasvase social, ha de caracterizarse por lo abrupto de su carrera. La conciencia de esos peligros y durezas es lo que m¨¢s ha contribuido a atascar los frenos y disponer la serenidad de los espa?oles. Pero su angustia substancial proviene, sin discusi¨®n, del ¨¢rido vac¨ªo que se abre ante sus ojos, de ese ?desierto de los t¨¢rtaros? evacuado por la clase dirigente.
Una vez m¨¢s, el pol¨ªtico profesional falla ante la dimensi¨®n que se le exige. Los espa?oles repiten con reiterado descorazonamiento, cada vez que se alude a este o aquel cabecilla, con m¨¢s o menos aspiraciones: ?S¨ª, pero no da la talla.? Se trata, quiz¨¢, de una de las razones capitales de la tragedia que vivimos. Nuestros pol¨ªticos, cuando las tienen, no suelen pasar del registro de las virtudes menores. De ah¨ª que sus campos de maniobra se estrechen entre la demagogia y la astucia, sin que a ninguno le quepa en la cabeza la totalidad del tablero de mandos y jugadas.
Dura suerte la de los espa?oles. Y no s¨®lo de ahora. Porque desde antiguo se viene repitiendo aquello de ? ?Qu¨¦ buen vasallo ... ! ?
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