Gabriel Mir¨®, un pagano que vuelve
Se dice que Gabriel Mir¨® vio m¨¢s o menos amargados sus ¨²ltimos a?os porque no logr¨® entrar -y ni siquiera ser propuesto para ello en la Real Academia Espa?ola. En ¨¦l no era una vanidad o pretensi¨®n de coronar un ?cursus honorum?. pues no hab¨ªa tal ?cursus honorum?. sino un vivo, pat¨¦tico deseo de ser reconocido de alguna manera y de asegurar para sus libros alguna relevancia que de otra manera le parec¨ªa imposible. ?Qu¨¦ no hace un padre por sus hijos?A nivel profesional y de trabajo de subsistencia. Gabriel Mir¨® hab¨ªa ido ocupando unos cargos en la Administraci¨®n del Estado que le fueron procurados por pol¨ªticos relevantes -desde Prat de la Riba a Maura-, que te apreciaban personalmente y que entendieron muy pronto cu¨¢nta inhabilidad hab¨ªa en este hombre para ganarse la vida. No hab¨ªa sido capaz de conseguir una plaza en unas oposiciones a jueces -su fracaso tendr¨¢ un delicioso, melanc¨®lico trasunto literario en una soberbia p¨¢gina de su Libro de Sig¨¹enza- y tampoco lo ser¨ªa de conquistar un lugar en las Letras. A juzgar por las apariencias, los ¨²nicos que parec¨ªa que hab¨ªan le¨ªdo sus p¨¢ginas eran gentes de estrecho caletre que, por ejemplo, hicieron todo lo posible para que Mir¨® no volviera a Oleza, exactamente como esas mismas gentes en Avila tocaban una campana y se entregaban a unos ciertos ejercicios que curiosamente llamaban ?piadosos?, cuando don Miguel de Unamuno llegaba a la ciudad. Era esta una fauna oscura y triste y de pobre sind¨¦resis, como digo, pero la verdad es que no puede neg¨¢rsela una cualidad: un cierto instinto para descubrir ?a contrapelo? los aut¨¦nticos valores, la literatura que es verdad, mientras con harta frecuencia los ?listos? y especialistas en la cuesti¨®n se dejan cegar por las apariencias. y Mir¨®, si es que es nombrado siquiera, sigue siendo despachado, en los libros de literatura. con unas cuantas l¨ªneas magisteriales alusivas a su peculiar estilo.
?C¨®mo podr¨ªa ser este estilo de otra manera, por lo dem¨¢s? El estilo nunca es una t¨¦cnica, entre otras razones, como dec¨ªa Faulkner, porque la t¨¦cnica es una cuesti¨®n que interesa, como es l¨®gico, a los alba?iles y a los ingenieros, pero en modo alguno a los escritores; el estilo es el escritor mismo, en todo caso, y, sobre todo, el recipiente mismo del contenido que viene exigido por ¨¦ste y que ha de adaptarse a ¨¦l como un guante a una mano. Y el contenido de la obra de Mir¨® es la vida percibida morosamente por los sentidos. Toda esa morosidad de su prosa es exactamente la que nos hace oler el aroma mezclado de los peque?os huertos, el dulce de los aparadores que brilla melanc¨®licamente en azules tarros, el perfume de las ropas femeninas o de la piel, el desastre infinito que evoca una vieja l¨¢pida. Mir¨® es un mediterr¨¢neo y un pagano, y todas sus historias, cuando acaban, nos dejan ese regusto que tambi¨¦n nos deja aquella vieja laude romana del sur de Italia en la que est¨¢ resumida la vida de un hombre de la mejor manera posible: ?Fui lam dixi satis de vita mea.?: ? Fui, Ya he dicho bastante de mi vida?
Robert Graves, por ejemplo, ha reconstruido todo un mundo pagano, y el logro conseguido lo es de tal manera y con tal hondura que resulta intercambiable con las viejas leyendas o la vieja poes¨ªa griegas y la vieja historia romana. Pero Graves nos habla de aquellos hombres y de aquellos dioses; Mir¨®, sin embargo, nos cuenta historias espa?olas y cat¨®licas, y cuando nos muestra su ca?amazo, comprobamos que son paganas. Incluso en las Figuras de la Pasi¨®n del Se?or s¨®lo hay paganismo. Jes¨²s mismo se asemeja a un joven y hermoso dios pagano o a alg¨²n fil¨®sofo plat¨®nico que contestaba en griego al gobernador, llamando la atenci¨®n de la corte de ¨¦ste con su pronunciaci¨®n muy singular.
?Y acaso no da as¨ª Mir¨® la clave de una cierta Espa?a? ?Y no nos suministra la hosca pintura de la otra Espa?a, la que le rechaza? Los personajes de Mir¨®, incluso los braceros o sepultureros miserables, son hombres mansos como Eumeo, el porquero de la Il¨ªada, o pastorcillos de ¨¦glogas y hasta los hombres m¨¢s violentos son pintados para que revelen la ferocidad de su coraz¨®n a trav¨¦s de sus costumbres ocultas, como la de chamuscar a los ratoncillos de sacrist¨ªa o la de pintar blasones y revolver papeles her¨¢ldicos, en vez de mostr¨¢rnoslos en ¨¦picas luchas de cruzados. Todos son civilizad¨ªsimos y pulcros. No hay tremendismo ni chafarrinones en la obra de Mir¨®, aunque haya historias tremendas y sufrimiento y sangre. ?Por esta ausencia es rechazada? La literatura espa?ola parece haber odiado la est¨¦tica tanto como su pintura el refinamiento, pero esto ha sucedido ¨²nicamente porque tambi¨¦n en el arte y en las letras, exactamente como en la vida pol¨ªtica o religiosa, nuestra historia ha sido siempre la que ha dictado la voz predominante y vencedora.
Pero Mir¨® est¨¢ ah¨ª. Espa?a no es s¨®lo Castilla, y el obispo leproso no es Cisneros, desde luego, o los caballeros de Oleza no son los nobles de Avila, jansenistas de talante avant la lettre que cruzan muy apariencialmente por nuestro teatro, por ejemplo, y que s¨®lo m¨¢s tarde le hicieron las m¨¢s ¨ªntimas confidencias a Henry de Montherland. Y Mir¨® nos pinta a esa otra Espa?a, pero tambi¨¦n, como dec¨ªa, nos ilumina esta otra loca y miserable, que va desde El lazarillo hasta Baroja o Azor¨ªn y los aguafuertes m¨¢s modernos. Cien a?os despu¨¦s de su nacimiento, Gabriel Mir¨® puede ser entendido y amado como no lo fue nunca mientras vivi¨®, y durante toda esta gran purga a que le han sometido los centros de decisi¨®n literaria que podan y arrancan a su antojo y con no mayor acierto, desde luego, que como se hizo la purga de la biblioteca quijotesca. Cien a?os despu¨¦s de su nacimiento, y a los 49 de su muerte, leemos, por ejemplo: ?Y una tarde de febrero, de oro p¨¢lido y tibio, estando don Arcadio dirigiendo la poda de un durazno de su huerto, sinti¨® que el aire vibraba de alaridos de cuervo, de bocinas y caracolas. Eran los avisos de que el gavil¨¢n de Berna hab¨ªa agarrado la paloma?, y no tenemos m¨¢s remedio que pensar en algunos versos quiz¨¢ incluso funerarios de la colecci¨®n palatina de poetas griegos, y concluir: pues tambi¨¦n es ¨¦sta el alma de Espa?a. Pero tambi¨¦n es l¨®gico que, por esto mismo, quien la descubri¨® y nos la entreg¨® as¨ª tuviera que andar dando tumbos de una oficina para otra para malvivir y que sus libros no fueran nada en aquella Espa?a f¨¢cil y ligera, idiota y esperp¨¦ntica de la restauraci¨®n canovista o que no lo sea tampoco en esta otra de nuestros d¨ªas.
Encontrar¨¢ siempre, sin embargo, a unos lectores fieles porque Mir¨® es uno de esos viejos autores que fabrica sus propios lectores en vez de encomendar una tarea as¨ª al marketing: fieles como Pen¨¦lope a Ulyses y que esperan el olor y los colores, los tactos y las melancol¨ªas de sus libros.
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