La far¨¢ndula pasa
Ayer, cuando qued¨® apagada la ¨²ltima falsa alarma de esta fr¨¢gil columna, pens¨¦ en el cuadro titulado Explosi¨®n en una catedral, que, evocado por Carpentier en su lugar de luces finiseculares, dej¨® muy pronto de tener asunto, borr¨¢ndose, haci¨¦ndose mera sombra, ?ay!, sobre el sobrio encarnado del brocado que vest¨ªa las paredes de una estaci¨®n imaginaria y triangular. Me acord¨¦ entonces de Cabrera Infante, de su sabidur¨ªa y de sus espejuelos libres para poder pasar de una ciudad a otra ciudad. Y, con la ayuda compasiva de Blake y de Lezama, me di cuenta del signo m¨¢s aislado de mi primera cr¨®nica: estuve hablando de La Habana, cuando cre¨ªa hablarles de Madrid. No en balde ahora me llama G. C. l.: ?Oye, es posible que el lector no entienda el argumento. Pero se trata de comprender, no de entender. No muy diferente cosa son las comedias de enredos, el vodevil y aun el Shakespeare de A comedy of errors.? Miriam G¨®mez se troncha al lado del tel¨¦fono ingl¨¦s: ??Qu¨¦ frescura!?Qu¨¦ calor. Me sigue pareciendo que fue ayer. Salud, Umbral. Recu¨¦rdenlo: Bajtiar se hace pasar por De Gaulle Abril, por Marx, y Tamames por Tamames. (La ausencia de negritas no la traduzcan por racismo.) Marcuse, que en paz descanse, confund¨ªa estulticia con inocencia y, a trav¨¦s de tontuelas im¨¢genes, esgrim¨ªa un hermoso arco iris contra la rica(s) hidra de la enajenaci¨®n en pleno entierro de la sardina. En una plaza vasca, Cervantes es tomado por un quinto-lepanto-y-camposanto. Sara Montiel, lejos de aquestas noches ¨²ltimas de Casablanca en luto, esposa las goteras nupciales con bautismales gotas de champa?a ca?¨ª. Desde Huelva me anuncian que Rapliael enloqueci¨® de tanto callar un nombre. (Ojo, Bowie: sin pasarse. Y gracias por el tarjet¨®n.) Mientras Porcel aguarda el Estatut bajo un paraguas holand¨¦s, Castellet -el ¨²nico nov¨ªsimo relativamente joven- dice, en La Calle, que se le ponen los pelos (sic) de punta (sic) cuando piensa (sic) que Federico Jim¨¦nez Losantos puede escribir en este peri¨®dico. (?Vocaci¨®n de censor o de erizo?) Sacando fuerzas nuevas de orde?adas flaquezas, los t¨¦rmites invaden los despachos ros¨¢ceos del Senado. Tierno me narra con gran solemnidad que el cr¨¦dito alem¨¢n no acaba de llegar, y yo le digo al profesor que calma, que yo, despu¨¦s de todo, s¨®lo soy interino. Falsas alarmas. Verdaderas sirenas. Alguien pide la pena de muerte. Con los pies.
Qu¨¦ calor. Otra vez vuelvo a estar en La Habana. ?Y t¨² c¨®mo lo sabes? Porque cantan, juntitos, Olga Guillot y Rapliael.
Mientras los madrile?os se levantan o ya no se levantan de la siesta, pienso en La Habana que yo no conoc¨ª. Cinco ventanas iluminan la asfixiante caverna del recuerdo cerval (gui?o del que no debe y puede):
Primera ventana. Mi abuela trabajaba como planchadora en el hotel Sevilla, de La Habana. Con el primer salario le compr¨® una mu?eca a mi madre. La mu?eca cerraba los ojos cuando se la tumbaba; al ver esto ¨²ltimo, mi madre arroj¨® a escape la mu?eca: ? ?Mam¨¢, mam¨¢, me la mat¨® la calor! ?
Segunda ventana. En una foto sepia, un ni?o avanza, de perfil, totalmente desnudo. Era el hermano de mi madre. Alguien escribi¨® al dorso: La Habana.
Tercera ventana. Mi abuelo, el padre de mi madre, no puede soportar La Habana. Extra?a el vino. Y regresa a beber a Espa?a.
Cuarta ventana. De La Habana llegaban a mi pueblo las primeras pastillas de chicle y de jab¨®n palmolive, dulce de guayaba, un mu?eco negro, d¨®lares camuflados en las cartas...
Quinta ventana. P¨¢ginas imborrables de la revista Bohemia. En ella, una secci¨®n terrible y fascinante: ?La far¨¢ndula pasa?.
Pero nunca pas¨®. S¨®lo la tuna, el tedio, la esperanza. Anda, que cierren las ventanas. ,
No sirve eso de nada. Pese a todo, pasan. Una ambulancia. Un coche de polic¨ªa. Falsas alarmas. Sirenas verdaderas. Palabras.
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