La isla del diablo
La m¨¢s grave equivocaci¨®n estrat¨¦gica del terrorismo es su confianza en las virtudes regeneradoras del terror, lo que le convierte en una exageraci¨®n monstruosa de la pedagog¨ªa m¨¢s retr¨®grada y a¨²n tan vigente: la letra con sangre entra. Porque el terror no es inventivo ni creador; desarrolla la sumisi¨®n y debilita el ingenio, la solidaridad y el talante generoso. Los obst¨¢culos y adversidades naturales plantean retos en cuya superaci¨®n victoriosa se aguzan los recursos de la civilizaci¨®n, seg¨²n ense?a Toynbee. Pero el terror s¨®lo genera adicci¨®n a la brutalidad, en tanto que debilita la sensibilidad para detectar sus formas m¨¢s refinadas o disminuye la indignaci¨®n ante sus expresiones manifiestas. En tiempos de terror, s¨®lo los brutos se hacen o¨ªr y hasta parecen sensatos y responsables. Por ello, los Estados siempre gustan de fomentar un cierto espanto entre sus clientes, e insisten sutilmente en la precariedad de todas las ventajas que proporcionan o dicen proporcionar: seguridad, medios de vida, relativas libertades, etc¨¦tera. Acostumbran al pueblo, por v¨ªa del miedo, a que hay que pagar un precio en brutalidad por cada uno de los ?d¨ªas de orden? que le venden. No es ?el Estado o el terror?, sino el Estado como terror de que haya a¨²n m¨¢s terror. El viejo Hobbes, cuyo tercer centenario se conmemora este a?o, ya sab¨ªa mucho de esto; todas las corrientes ilustradas y antiautoritarias de pensamiento han combatido te¨®ricamente tal ecuaci¨®n siniestra, de cuya vigencia no cabe duda. La guerra ayer, el terrorismo hoy, son refuerzos o expresiones de esta coartada del Leviat¨¢n.Por supuesto, la ¨¦tica consiste precisamente en superar la necesidad de la brutalidad o, al menos, conservar perpetuamente vivo el horror ante su presencia y luchar por su disminuci¨®n. La virtud, que es fuerza, es lo opuesto al terror, que es reconocimiento de debilidad. El aumento de las posibilidades efectivas de brutalidad del Estado s¨®lo puede ser contrarrestado por la repugnancia ¨¦tica ante su uso y la sensibilidad para detectarla, so pena de acelerar nuestro avance hacia formas ?democr¨¢ticas? de totalitarismo. Pues recordemos que hay contradicci¨®n entre democracia y dictadura, pero no entre democracia y totalitarismo... Pensemos, para concretar un poco, en gestos antibrutales, como la abolici¨®n de la pena de muerte. Es tristemente conocida la boutade de aquel parlamentario franc¨¦s durante el debate de esta cuesti¨®n: ?Que los se?ores criminales empiecen primero.? La cita con morbosa complacencia Schopenhauer y la han repetido mil veces todos los antiabolicionistas del mundo. Pues no: los ?se?ores criminales? no pueden empezar primero la abolici¨®n de la brutalidad, pues ellos son, en gran medida, su fruto. Precisamente porque la comunidad reclama para s¨ª la superioridad ¨¦tica que el criminal pierde, es por eso que ella debe dar el primer paso. Y tambi¨¦n todos los dem¨¢s, pues la extinci¨®n de la brutalidad nunca vendr¨¢ de quienes p¨²blica o privadamente han aceptado su necesidad, sino de quienes desde f¨®rmulas m¨¢s creativas de virtud social la rechazan. Pero, ?y la seguridad de los ciudadanos? Frente a esta pregunta, dos respuestas: primera, que la seguridad envuelta en terror y apoyada en la brutalidad roba m¨¢s a quien la disfruta que el peor ladr¨®n, le da gato por liebre m¨¢s ciertamente que cualquier estafador y mutila su vida como el temido asesino; segunda, que quien acepta la brutalidad en nombr¨¦ de la seguridad no es ¨¦ticamente superior que quien la elige como instrumento para apoderarse de los bienes de otro o para imponer sus opiniones a los dem¨¢s.
Todo este pre¨¢mbulo te¨®rico -me excuso por haber recordado cosas tan sabidas- desemboca en temas concretos de aqu¨ª y ahora. La obsesi¨®n por la ?inseguridad? que padece la sociedad espa?ola, el miedo a una delincuencia cuyo crecimiento se atribuye a la ?blandura? de las instancias represivas en lugar de a la miseria social y econ¨®mica de nuestra fingida opulencia, todo ello fomentado por quien corresponde y a quien beneficia, nos va asestando brutales reto?os del totalitarismo democr¨¢tico, ante los que no reacciona la paquid¨¦rmica sensibilidad de la clase pol¨ªtica, ni tampoco la de un p¨²blico a quien se entretiene con otras cosas. Me refiero aqu¨ª, precisamente, a la c¨¢rcel piloto de Herrera. Existen fundadas sospechas de que en ese centro se han cometido abusos ilegales, seg¨²n testimonio de familiares de los presos, abogados y funcionarios de prisiones de ideolog¨ªa progresista, aunque, como es tristemente l¨®gico, estos ¨²ltimos se resisten a salir de un anonimato fuera del cual peligran y quiz¨¢ no s¨®lo profesionalmente. Estas denuncias de malos tratos se han querido presentar como el invento de un grupo de abogados movidos por el malvado prop¨®sito de asestar un ?golpe bajo? a la Direcci¨®n General de Prisiones. Seamos serios, por favor. Esos abogados son exactamente los mismos gracias a cuyos esfuerzos se ha conocido en los ¨²ltimos tiempos la verdad sobre las c¨¢rceles espa?olas, los mismos que han llevado la cabeza de la lucha contra la marginaci¨®n social de los presos ?comunes? y contra la institucionalizaci¨®n de la brutalidad carcelaria en sus diversos refinamientos y modernizaciones. El actual director general de Prisiones, don Carlos Garc¨ªa Vald¨¦s, los conoce bien, pues colabor¨® en muchas ocasiones con ellos antes de ocupar su cargo y con ellos sufri¨® las correspondientes obstaculizaciones y difamaciones por parte de funcionarios inescrupulosos. Dudo que ¨¦l pueda creer ahora que todos ellos se hayan convertido de golpe y porrazo en facinerosos movidos por oscuros intereses, mientras que las declaraciones virtuosamente indignadas de las plantillas de funcionarios, cuyas irregularidades se denuncian, alcancen rango de evangelio. Ni siquiera un tit¨¢n de las reformas, como Garc¨ªa Vald¨¦s, puede creer en transformaciones tan bruscas de las personas y las instituciones ... Lo mismo que se hace dif¨ªcil creer que no haya algo raro en ese recluso, uno de los principales acusadores de los funcionarios de Carabanchel que acabaron de una criminal paliza con Agust¨ªn Rueda, al que una estancia en la prisi¨®n de Herrera ha llevado a retractarse de sus reiterados testimonios y a volverlos -oh, sorpresa- contra la Copel. Para que luego digan que la c¨¢rcel no reforma a la gente...
Pero no es de los abusos de lo que quisiera tratar aqu¨ª, sino de los usos. En el centro penitenciario de r¨¦gimen cerrado de Herrera se ha creado una especie de isla del Diablo educada en la que todo es posible y, por tanto, la frontera entre lo il¨ªcito y lo preceptuado se diluye en una misma monstruosidad. Hablemos de la tortura, por ejemplo. ?Hay o no hay tortura -en el sentido m¨¢s fuerte y desagradable de la palabra- en una prisi¨®n en la que los reclusos viven pr¨¢cticamente incomunicados, sin noci¨®n del tiempo, encerrados veintitr¨¦s horas al d¨ªa en soledad, sometidos a constantes cacheos, obligados a deambular con la cabeza humillada y las manos a la espalda, castigados si miran al rostro a un funcionario, permanentemente observados por c¨¢maras de televisi¨®n de circuito cerrado, aislados en una zona tan escasamente comunicada que las visitas -obstaculizadas de otros mil modos- se convierten en una expedici¨®n casi tit¨¢nica si no se cuenta con veh¨ªculo propio y una buena informaci¨®n del terreno? El director de la c¨¢rcel de Herrera, suscrito por sus funcionarios en una forma tan masiva que recuerda los compulsivos referendos franquistas, sostiene que el m¨¦todo est¨¢ dando buenos resultados. Si, claro, siempre que se tenga por tales los del tercer grado. Los presos afirman con espeluznante ?espontaneidad? que ellos no quieren abogado, ni dinero, ni visitas, que no necesitan nada, firman denuncias contra antiguos compa?eros de otras c¨¢rceles o retiran las que ten¨ªan presentadas por malos tratos contra funcionarios de sus c¨¢rceles de origen, algunos de los cuales -pura coincidencia- est¨¢n destinados ahora en Herrera, o solicitan que se les corte el pelo al cero. Se est¨¢n regenerando a chorros, no hay m¨¢s que verlo. Enterrados en vida, con su moral sistem¨¢ticamente aniquilada (se?ores reformadores, antes de ser un hombre bueno hay que ser hombre, a secas, y quien pierda la capacidad del mal tampoco la tendr¨¢ para el bien), se han convertido en un terrible paradigma del ?todo vale? de la brutalidad institucionalizada. Y ese ?todo vale? es el equivalente que sostiene y realimenta el de los terroristas y ambos contribuyen a la desmoralizaci¨®n c¨ªvica de una comunidad basada en la heteronom¨ªa y la manipulaci¨®n.
Cuando el paradigma de eficacia lo impone la reacci¨®n, todo est¨¢ perdido para la concepci¨®n progresista de la sociedad. Cuando hay que competir en ?energ¨ªa? con los brutos y mostrar que ?nosotros somos tan capaces de mano dura como el que m¨¢s?, se ha perdido la posibilidad liberadora por la que se dice luchar: la de probar que las f¨®rmulas puramente coactivas de convivencia pueden y deben ser sustituidas, aunque tal sustituci¨®n entra?e riesgos a corto plazo y oscurezca porvenires pol¨ªticos individuales. La c¨¢rcel de Herrera es un s¨ªntoma de la insensibilidad creciente ante la supuesta necesidad de lo brutal, pero no el ¨²nico. Hace unos d¨ªas, el se?or Cavero, ministro de Justicia, se?alaba que, como hay fundadas sospechas de que los abogados elegidos por los terroristas en sus procesos son ?c¨®mplices? (?) suyos, iba prepar¨¢ndose un acuerdo internacional para designarles abogados de oficio. Pregunta: ?cu¨¢nto se tardar¨¢ en admitir que es in¨²til molestarse en juzgarles? Mientras tanto, hacen su negocio los vendedores de puertas blindadas para domicilios. Viva usted en una casa fuerte, dicen; enj¨¢ulese antes de que le enjaulen y proteste para que refuercen las jaulas de los dem¨¢s. En esto ha venido a parar lo que Karl R. Popper llam¨® ?la sociedad abierta?... Cada cual en su peque?a o grande isla del Diablo, bien encerrados, Dios en la de todos y la llave al mar.
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