Los yanquis
En nuestro Museo de Arte Contempor¨¢neo ha habido durante un mes o dos una gran muestra de arte americano, tra¨ªda del Museo de Arte Moderno de Nueva York, y de la que ya han dado cuenta los memoriones de la cr¨ªtica en este peri¨®dico. El sue?o americano, el otro sue?o americano, galernada de invenci¨®n y brocha gorda, ha pasado por nosotros como un tif¨®n imaginativo que se ha olvidado de dejarnos su nombre de mujer, o como una estrella-nova en cuya estela vivimos a¨²n, invernales y desleales, los involuntarios sobrinos de Kennedy.
Mi entra?able Jes¨²s Hermida me da a mirar, en la Redacci¨®n, unos fotomontajes americanos donde los Kennedy vivos (John y Bob: Edward est¨¢ muerto desde Chappaquidick) aparecen convencionalmente retocados de viejos, o sea, como ser¨ªan hoy. A los hijos y sobrinos de Kennedy, que seguimos vivos, nos ha retocado de viejos ese fot¨®grafo incesante que es el tiempo, siempre sac¨¢ndonos instant¨¢neas del id freudiano con bufanda. (M¨¹ller y Alfonso me hacen fotos pat¨¦ticas estos d¨ªas: a lo mejor es que uno ya est¨¢ pat¨¦tico.) Y para salvamos de tanto patetismo, acudimos a la muestra yanqui de pop y abstracto, de Rauschenherg, Pollock y De Kooning (que es holand¨¦s y cobra, pero Nueva York, como Par¨ªs, nacionaliza y empadrona a los artistas del mundo, ciudad ecum¨¦nica y econ¨®mica que Pitita cree que no me gusta, pero me gusta mucho, y desde mucho antes de ver Manhattan).
Ese mapa USA de Jasper Johns, ese Distrito malva de 1966, esa boca merllyana y roja, con un cigarrillo desganado en los labios de pecado y duda. Nada menos que nuestra biograf¨ªa est¨¢ ah¨ª, la biograf¨ªa de los hijos/sobrinos involuntarios de Johnn F., porque crecimos en la ¨®rbita USA, perdida la guerra por Hitler/Mussolini, y alimentamos nuestra infancia est¨¦tica del realismo neocostumbrista de Collier?s, arriesgadas muchachas esbelt¨ªsimas jugando en la bolera, y alimentamos nuestra juventud del pop-art que pegaba en el lienzo sillas y autom¨®viles, jugando a un Marcel Duchamp sin secreto y con demasiadas cosas para jugar. De tanto mirar la vida americana en el cine, la pintura y el teatro, ahora resulta que nuestra propia vida est¨¢ ah¨ª, pintada a espatulazos y superficies rojas por Pollock, escrita en hierro y acuarela.
He estado, en el Greenwich Village de Nueva York, en los enormes estudios de artistas desconocidos y allegados, gentes d¨¦l mundo, una desflecada y vieja Europa que ha hecho v¨ªajar hasta all¨ª, en la bodega del mar, a unajuventud sedienta de anchos botes de pintura y altas botellas de coca-cola mejor. Una exposici¨®n antol¨®gica de pintura norteamericana es como una antolog¨ªa de nuestra propia vida, un repertorio de nuestros momentos est¨¦ticos y hasta fan¨¢ticos, un cat¨¢logo para visitar nuestro propio coraz¨®n adulto, cansado y -ay- todav¨ªa art¨ªstico.
Los cuadros de los setenta son ya como fotografias en color, y tienen algo de diapositiva ir¨®nica. Entre los carteles, el de Richard Lindner sobre Brecht. Y Andy Warbol. Y tanta creaci¨®n y tanta marcha de una quinta raza art¨ªstica que se realiza, tan lejos de Vasconcelos, en los altos estudios vac¨ªos, con una bombilla que trae hasta el estudio la ¨²ltima lumbre lejan¨ªsima de la poderosa General Motors. M¨¢s que Am¨¦rica, Nueva York.
Un sue?o americano de libertad, de imaginaci¨®n, de ingenua creaci¨®n, a veces, de sabia recreaci¨®n europea, otras. Quiera uno o no, comprende en este museo ardiente del pasado inmediato que ha sido uno un ni?o de la Europa quemada, alimentado y desnutrido de la leche en polvo americana, con un tenue escudo de cartonajes USA contra el temporal de la Historia.
La leche en polvo, roja o morada, los colores distintos de Am¨¦rica, han llenado nuestra media vida, cuando ellos y nosotros, hasta la bomba de Truman, hasta la telebala de Kennedy, cre¨ªamos que la democracia era un lienzo donde la vida iba poniendo libremente sus ¨®leos. ?Cu¨¢ndo muere el sue?o americano, ha existido alguna vez? Toda la exposici¨®n es un asteroide de luz y violencia que no volver¨¢. Carter se da por reelegido.
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