Los inmortales
En su tribuna de preferencia del m¨¢s all¨¢ de los viejos cementerios rom¨¢nticos, particular ?tendido de los sastres? que se dec¨ªa anta?o, han ocupado su lugar habitual como todos los a?os Goya, Larra y Ram¨®n. Los dos madrile?os y el pintor de adopci¨®n no sienten ahora ni fr¨ªo ni calor, y asisten, con el sentir ecu¨¢nime que da el trance definitivo de la paz definitiva, a la pugna de los viejos rivales.Goya, como pintor de reyes, se inclina por el Real Madrid, Ram¨®n, por el Atl¨¦tico, por aquello de que tiene su campo sobre el r¨ªo; Larra, m¨¢s ajeno y distante, se fija en el ¨¢rbitro que ha de poner concierto y orden en esa guerra civil particular que ya anima las afueras y las gradas. En tanto, don Francisco trata de descubrir los cimientos de su Quinta del Sordo, lugar de retiro y precauci¨®n frente a las iras de Fernando VII, hoy barridos por la invasi¨®n de las urbanizaciones, llega desde la orilla opuesta del r¨ªo turbio y opaco un olor a fritanga de chorizo digno de aquellas fiestas que ¨¦l tan bien conoci¨®, destinada a combatir el fr¨ªo mezclado, con rumores de c¨¢nticos y tremolar de banderas de colores. Ram¨®n vuelve a escribir in mente aquella frase de sus Nostalgias de Madrid, donde asegura que Madrid es meterse las manos en los bolsillos mejor que nadie en el mundo, y en tanto Larra calcula cu¨¢ntos empe?os y desempe?os dejar¨¢n tras de s¨ª los hinchas que a¨²n se agolpan en torno a las taquillas, los dos equipos surgen en el campo, acogidos por denuestos o aplausos.
Antes, los del Madrid han salido con jersey oscuro, de media gala como aquel que dice, a calentar los m¨²sculos con vistas a esfuerzos mayores. El clamor enemigo de las gradas ha sembrado impaciencias en los que afueran esperan todav¨ªa y en el coraz¨®n un tanto acongojado del ¨¢rbitro. Pero ya est¨¢n por fin all¨ª, ya se estrechan las manos los dos capitanes. Callan los himnos, y las peceras de la prensa donde se fraguan comentarios y transmisiones aparecen a tope de rudos t¨¦cnicos y exegetas eximios. Con la estrategia sobre el c¨¦sped a¨²n sin concretar, queda tiempo para postreros comentarios sobre la suerte un tanto incierta de Rif¨¦, empe?ado en convertir al Barcelona en el club m¨¢s disciplinado de Segunda Divisi¨®n, en el repaso a N¨²?ez con Tarradellas, en el palco que le acaban de dar el manchego Corbal¨¢n y los suyos o en el destino de sus jugadores para hablar solo ¨¦l a favor de los ¨¢rbitros que deciden partidos en contra de casa. Hay quien afirma que Molowny ya anda desempolvando el chandal con vistas a la copa, y Larra, que, a pesar de sus a?os, todav¨ªa conoce bien a la parroquia, afirma que a su vez los equipos enfrentados se conocen demasiado bien, que todo el mundo es carnaval y que el partido acabar¨¢ definitivamente tablas. Goya se aburre; s¨®lo se fija en el tablero electr¨®nico que entre brumas anuncia que el Zaragoza pierde, y a pesar de los viajes de Arteche y Benito a canillas y meniscos ajenos calcula que en realidad todos arriesgan menos que los diestros de sus tiempos, y que el tal Cunningham, con sus tiros y sus saques de esquina, no justifica el coste de su ficha, parecido al de alguno de sus cuadros mejores. El ¨²nico que arriesga algo es el alcalde de Madrid, espectador a cuerpo limpio, sin sombrero ni abrigo, rodeado de jerarqu¨ªas y ministros bien prevenidos no se sabe si de temidos ceses o de helados fr¨ªos.
Paso a paso, golpe a golpe, carrera tras carrera de Juanito, el partido sigue y concluye, tal como se supon¨ªa, en pragm¨¢tico empate. Los jugadores corren a las duchas calientes, en tanto directivos y p¨²blico en general parecen satisfechos. Boskow afirma que fue el ¨¢rbitro el mejor, y en tanto el campo, ya de noche, se vac¨ªa, los inmortales se despiden para volver a sus hogares del m¨¢s all¨¢: Larra y Ram¨®n, a sus patios de cipreses; Goya, bajo su c¨²pula en la que el pueblo de Madrid pide un milagro a san Antonio. M¨¢s o menos como los madrile?os de hoy en esta nueva d¨¦cada que se nos viene encima, cargada de presagios agoreros.
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