Una velada con Richard Nixon
Mister Nixon lleg¨® sinti¨¦ndose presidente de Estados Unidos, convencido de su omn¨ªmoda importancia. Borroso y blanquecino, posee la soberbia de quien ha dominado el mundo durante a?os, y vi¨¦ndole, una comprende con desalentada desaz¨®n que un presidente de Estados Unidos no s¨®lo cree encarnar el poder, sino que adem¨¢s debe realmente serlo.(Desde que dimiti¨®, el 8 de agosto de 1974, empujado por el esc¨¢ndalo del Watergate, Richard Nixon lo ha intentado todo para su rehabilitaci¨®n y nuevo lanzamiento. Primero se retir¨® cautamente a su casa de California, a San Clemente. All¨ª escribi¨® sus memorias, en las que se aseguraba haber sido v¨ªctima del Watergate, haber sido enga?ado por su buen coraz¨®n. En 1977 apareci¨® en televisi¨®n, entrevistado por un periodista ingl¨¦s a lo largo de cinco programas: se disculp¨®, se lament¨®, clam¨® por su inocencia relativa, asegur¨® que para ¨¦l la pol¨ªtica hab¨ªa terminado, puso gesto compungido y modesto, resalt¨® sus aciertos como presidente. Porque en el mandato y medio de Nixon los mayores ¨¦xitos fueron cosechados en pol¨ªtica exterior: apertura hacia China, mejora de las relaciones con la Uni¨®n Sovi¨¦tica, fin de la intervenci¨®n americana en la guerra de Vietnam. El nuevo Nixon, que es el Nixon de siempre, vuelve a la carga a lomos de su pol¨ªtica exterior. Por ello, ahora que ha vendido su casa de San Clemente, que se ha instalado en Nueva York dispuesto a salir a la palestra, publica su tercer libro: La guerra verdadera, que es un an¨¢lisis de la situaci¨®n internacional. Un an¨¢lisis b¨¦lico y agresivo, en el que contrapone el orden americano al desorden sovi¨¦tico, la paz al caos, la bondad a la maldad intr¨ªnseca).
Sonrisa de elecciones
Todo empez¨® a eso de las 20.30 horas -una hora antes de que mister Nixon llegara-, cuando entraron en el edificio los hombres del Servicio Secreto norteamericano, vigilantes precisos y fogosos. Llevaban aud¨ªfonos incrustados en la oreja, a modo de cord¨®n umbilical, para ¨®rdenes y sigilos, y as¨ª, al comp¨¢s de las consignas radiadas, inspeccionaron la casa entera, escudri?aron rincones, miraron debajo de las mesas, esperando encontrar quiz¨¢ un bolchevique emboscado. Era un equipo de suspicaces sordos. Uno de ellos dej¨® olvidada su agenda secreta de agente secreto en uno de los despachos, y el due?o del despacho se la devolvi¨® con inocencia singular, sin hacer siquiera fotocopia de ella, mientras que el olvidadizo agente enrojec¨ªa hasta la m¨¦dula, horrorizado ante su fallo. Pero mister Nixon (todos le llaman mister President, porque un presidente de Estados Unidos conserva siempre el tratamiento, aunque haya salido por piernas del sill¨®n, como en este caso) estaba al llegar, y los agentes se dispusieron disciplinadamente a su espera en la puerta:-Mister President es muy amable, muy abierto -dec¨ªa uno-. Dar¨¢ la mano incluso a los empleados.
Y mister Nixon lleg¨® y dio la mano incluso a los empleados, con estereotipada sonrisa de candidato electoral. Su Dodge azul marino ven¨ªa precedido por dos motoristas municipales, una pareja de guardias armados vigilaban sus pasos, y su escolta personal ascend¨ªa a catorce hombres: tres del Servicio Secreto norteamericano, tres de la Embajada de Estados Unidos, tres polic¨ªas espa?oles de paisano, tres ch¨®feres-guardaespaldas y el coronel Brenan, jefe de la casa civil de mister Nixon, y Ray Price, su asesor pol¨ªtico, el hombre que le escribe los discursos.
"Soy libre de opinar"
Primero hubo una especie de c¨®ctel, con Nixon sentado en un sof¨¢, serio y adusto, con los mofletes terrosos y temblones -??Has visto?, yo creo que lleva maquillaje?, cuchicheaban los presentes-, embutido en un traje azul marino que, a la segunda ojeada, se revelaba descabalado, es decir, que la chaqueta era de un traje y los pantalones de otro, producto, a no dudar, de un despiste ex presidencial. Llevaba una camisa de nailon genuino, con bolsillo sobre el coraz¨®n y un bol¨ªgrafo de pl¨¢stico asomando por ¨¦l: su figura era tan estereotipadamente norteamericana que parec¨ªa una caricatura. Eso s¨ª, sujetaba la corbata con un elegante prendedor de oro y perla que le navegaba un poco en bajura, all¨¢ como por la barriga. Jes¨²s Hermida intentaba hacerle una entrevista apresurada y pol¨ªtica, con heroica resoluci¨®n, ante la masa expectante de invitados y agentes secretos que escuchaban, y mister Nixon juntaba sus manos -enormes, blancas, venosas, manos de anciano- sobre el regazo y permanec¨ªa muy erguido en el respaldo, como si tuviera que mantener su abundante cabeza en perfecto equilibrio vertical, so pena de que, de romperlo, se le desplomase la testuz por efectos del peso. Miraba sin ver y en su rostro alargado no hab¨ªa rasgos precisos, porque tiene una cara de carne fl¨¢ccida, de nariz pendular, una cara arenosa y desplomada, carente de expresi¨®n, a excepci¨®n de una notable tendencia a componer un gesto enfurru?ado y adusto. De vez en vez, cuando hac¨ªa su chiste -y su chiste fue, durante toda la noche, a?adir la coletilla de ?usted en ese a?o no deb¨ªa de haber nacido? a sus interlocutores, aparentando un bonach¨®n paternalismo de hombre viejo-, sonre¨ªa de manera incolora y fr¨ªa. Le pregunt¨¦ por una entrevista que acaba de hacer a la revista Now, en la que dice que no puede volver a presentarser, a la Presidencia de Estados Unidos porque, seg¨²n las leyes norteamericanas, s¨®lo se puede ser reelegido dos veces, y ¨¦l ya las ha cubierto, y coment¨¦ que si ¨¦l cre¨ªa que ese era el ¨²nico inconveniente que podr¨ªa encontrar ahora para volvera ser presidente, que si el asunto Watergate no ten¨ªa peso ya en la memoria de los americanos. Se le cerr¨® el gesto, ?eso, no se puede probar, es una pregunta sin mucha importancia en estos momentos?, dijo, ?creo que es necesario que Estados Unidos tenga l¨ªderes nuevos?, a?adi¨®.-Pero usted ha vendido su casa de San Clemente, se ha trasladado a Nueva York, parece dispuesto a reintegrarse en la vida pol¨ªtica- insisto.
- No me he trasladado a Nueva York por el buen tiempo que all¨ª hace, como puede comprender, es que mis dos hijas est¨¢n en el Este, y vivir a 4.800 kil¨®metros de distancia es demasiado. Adem¨¢s, he tardado tres a?os y medio en escribir mis memorias, porque para los periodistas les es muy f¨¢cil escribir, pero para mi no -su respuesta est¨¢ cargada de malhumor-, y luego he tardado otros dos a?os en escribir este libro actual, y ahora podr¨ªa quiz¨¢ dedicarme a otros trabajos, pero creo que estando fuera del poder puedo decir lo que verdaderamente pienso; creo que el l¨ªder tiene la obligaci¨®n de analizar el entorno y decir lo que juzga conveniente a los dem¨¢s y convencerles de que est¨¢ en lo cierto; yo, ahora, tengo la libertad de exponer mis verdaderas opiniones.Insistir¨¢ mister Nixon toda la noche en que no vuelve a la pol¨ªtica, en que ¨¦sta no le interesa, dando una imagen de sereno pensador que tan s¨®lo quiere ayudar al bien com¨²n a trav¨¦s de sus paternales consejos de ¨¦tico cu¨¢quero, de pol¨ªtico en retiro.
-Los cu¨¢queros son pacifistas, y usted, al parecer, es profundamente religioso.?C¨®mo se combina ese pacifismo con el hecho de que usted bombardeara duramente Vietnam del Norte en diciembre de 1972, o aun antes en 1969 y 1970, bombardeara secretamente Camboya, sin decirlo a la opini¨®n p¨²blica?
-Yo soy pacifista, desde luego, y este libro, La guerra verdadera, lo he escrito precisamente para evitar la guerra. Pero creo que los cu¨¢queros, a mi entender, no est¨¢n dispuestos a ser pacifistas a cualquier precio. Creo que hubiera sido una tragedia para Vietnam del Sur si no hubi¨¦ramos hecho los bombardeos, si no les hubi¨¦ramos ayudado.
MisterNixon bebe jerez y vino blanco, aunque los cu¨¢queros tampoco beben: seguramente los cu¨¢queros no est¨¢n dispuestos a ser abstemios a cualquier precio. ??Ha visto el Prado??, le preguntan. ?S¨ª, es magn¨ªfico; en Europa, siempre lo digo, hay que ver el Louvre, el Prado y el Vaticano ?.
La cena prosigue, y Richard Nixon contesta deleitado a aquellas preguntas en las que puede expresar su opini¨®n sobre la situaci¨®n internacional, y se enfada cuando alguien, como John Wheeler, de la Associated Press (AP), ¨²nico periodista norteamericano presente a la mesa, le interroga sobre temas m¨¢s pol¨¦micos. Yo insisto: ?Dice usted que no est¨¢ volviendo a la pol¨ªtica. Sin embargo, usted ha representado siempre en Estados Unidos el anticomunismo. Ahora que las relaciones entre Estados Unidos y la URSS han entrado en una nueva etapa de enfriamiento, ?no utilizar¨¢ usted su prestigio anticomunista para encabezar una nueva corriente pol¨ªtica??.
El comentario m¨¢s bestia
Richard Nixon contesta con su voz profunda y fuerte, el ¨²nico rasgo verdaderamente personal que posee: ?El anticomunismo de antes no puede ser igual que el anticomunismo de hoy. Un presidente de Estados Unidos no puede cometer la irresponsabilidad de no mantener contacto con los otros poderes mundiales. Cuando yo fui a China y a Rusia, siendo presidente, muchos amigos m¨ªos republicanos se desilusionaron. Pero es necesario establecer contacto con rusos y chinos, el presidente de Estados Unidos ha de estar preparado para negociar. Claro que hay que negociar desde una posici¨®n de fuerza, hay que negociar la paz como un tratado de guerra. Tenemos que restaurar nuestra fuerza militar, nuestra fuerza econ¨®mica, y cuando rusos y chinos vean que somos m¨¢s fuertes, negociaremos la paz desde unas bases de poder?. Despu¨¦s comienza a enumerar el armamento nuclear, las nuevas cabezas at¨®micas, los nuevos tipos de proyectiles.-Para ser usted un pacifista, habla mucho de la guerra y de las armas.
-Es que ese es el mundo real; nadie quiso la paz tanto como el presidente Wilson, pero meti¨® a Estados Unidos en la primera guerra mundial. No se puede hablar de la paz total porque no existe.
-Roger Martin du Gard, que fue un premio Nobel, escribi¨® en su novela Los Thibault que hablar de guerra es precisamente la manera de comenzar una guerra.
Nixon retiembla de indignaci¨®n al o¨ªr esto, los mofletes se le estremecen de furia, responde r¨¢pidamente:
-Ese tipo no debi¨® ganar el Premio Nobel, porque no sabe nada de Historia ... ; es el comentario m¨¢s bestia y est¨²pido que he escuchado... -se detiene un momento, digiere su furor y, m¨¢s calmado, a?ade-: Naturalmente, lo de que es un comentario bestia y est¨²pido se lo dirijo a ese premio Nobel, no a usted, se?orita, que no ha hecho m¨¢s que repetir sus palabras
Y habla Nixon de Franco ?que no hizo todo bien, con el que no estoy del todo de acuerdo, pero que tuvo grandes aciertos?-, y de Pinochet -?a Pinochet no le conozco, pero parece que el r¨¦gimen chileno actual est¨¢ consiguiendo un buen desarrollo econ¨®mico, y, desde luego, Allende arruin¨® al pa¨ªs y adem¨¢s cre¨® un Estado policial?-, y despu¨¦s mira su reloj con aire de dar la visita por terminada.
(Es un destino peculiar el de este hombre, considerado acabado en su carrera pol¨ªtica en innumerables ocasiones, un perdedor nato, que es capaz de volver a vencer a fuerza de insistencia, de resistencia, de obcecaci¨®n en su lucha, que est¨¢ dispuesto de nuevo a salir a la palestra, a olvidar que ha sido el ¨²nico presidente de Estados Unidos que ha tenido que dejar el poder a medio mandato. Nixon basa su fuerza en una ambici¨®n infatigable.)
Y mientras todos nos ponemos de pie, intento hacerle la ¨²ltima pregunta, sobre la posible utilizaci¨®n de los pa¨ªses alineados en la OTAN como peones de una guerra. Nixon me brama: ?Es una pregunta irracional?, se vuelve a firmar a los invitados los ejemplares de su libro; yo siento que alguien me sujeta con firmeza del antebrazo y me aparta del grupo, es un hombre m¨¢s bien bajo, corpulento, un norteamericano rotundo: ?Mejor, d¨¦jele firmar ahora los libros?, me dice con helada sonrisa, mientras me mantiene firmemente agarrada.
Pero ya se va mister Nixon, se despide, sonr¨ªe parcamente. El corresponsal de la AP va a estrecharle la mano, y mister Nixon le ignora y le deja con la palma extendida al aire. Sale por la puerta, rodeado de su aparato de seguridad; los sordos, los agentes de la embajada, los polic¨ªas espa?oles, un compacto grupo de movimientos bien sincronizados, y en dos segundos la sala queda medio vac¨ªa con su ausencia. Alguien echa en falta una botella de whisky del bar, y se comenta que los agentes de seguridad de Nixon hab¨ªan hecho una apuesta sobre si eran capaces de llevarse la botella. Lo fueron.
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