El santo de Madrid
EL AZAR y la necesidad han hecho que el santo patrono de esta ciudad, de la que todo verdor ha ido pereciendo, sea un labrador. Con la tenacidad propia de los labradores y de los santos-, Isidro hace lluvia cada a?o por sus fechas; llueve in¨²tilmente sobre hect¨¢reas de asfalto, de pizarra, de tejas, de adoquines; o llueve amargamente sobre los barrizales de los suburbios sin urbanizar. Asfalto y arrabales que enterraron lo que fue Madrid y enriquecieron a contratistas y especuladores, que vinieron de la periferia siguiendo -como siempre, a trav¨¦s de los siglos- a las tropas que ocuparon la ciudad que resisti¨® en la guerra. Fue entonces cuando se acab¨® Madrid. Se acabaron las fronteras sentimentales de sus barrios; su antiguo parloteo, que hab¨ªa creado toda una literatura y unos ?tipos?; sus comercios, sus artesanos, sus costumbres (ver ahora Fortunata y Jacinta es ver algo tan lejano y extra?o como el Gales de Poldark), los horizontes l¨ªvidos de La busca, la dolorida picaresca de Misericordia. Y los pardos matices velazque?os. Cayeron las acacias de pan y quesillo, y los casta?os, y los jardincillos entre dos manzanas. Y los terraplenes de las ?ni?as desaparecidas? en Hilari¨®n Eslava, y el ?campo de las calaveras? -el cementerio desafectado de San Mart¨ªn-, y, claro, la pradera, sobre la que llueve, pertinaz, pero est¨¦ril, san Isidro. Ya no se hacen los ?pitos del santo? -canuto de vidrio, rosa de papel- ni se imprimen las aleluyas -no sea que en su texto haya desacato o alg¨²n peligro-, y las rosquillas -las tontas y las listas- valen cuatrocientas pesetas el kilo. ?Y lo que valen los toros! Siempre fueron caros, y era cl¨¢sica la imagen de quien ?empe?aba el colch¨®n? para ir a las corridas. Ya el Monte de Piedad no admite colchones y lo que diera por ellos no valdr¨ªa ni para un abono de sol y de andanada.Un alcalde fil¨®sofo, trist¨®n y ensimismado -tra¨ªdo tambi¨¦n por el azar y la necesidad- ordena las fiestas. Son un remedo. Hay cadenetas y farolillos en las calles peatonales; el papel es malo y la lluvia hace caer su tinte en gotas -azules, rojas, verdes- sobre los peatones. Altavoces gangosos, distorsionados, repiten discos de organillo -ya no hay quien gire su manivela con el codo-, y en el barrio de Maravillas quieren entrar los fascistas con sus porras y sus cadenas -y alguna navaja, alguna pistola-. Alg¨²n teatro repone a Arniches y se, queda vac¨ªo. Proteger lo que queda de Madrid es una lucha: lucha de pleitos y de parones contra las piquetas. Los viejos trozos que se arruinan se van conservando a la fuerza, como islotes, y todav¨ªa hay en ellos -en La Corrala o en San Ildefonso, en torno a la calle de Pu?onrostro, o por el centro lopesco y cervantino, detr¨¢ de San Sebasti¨¢n- algunos supervivientes para ensenar, como los indios de las reservas.
Y Madrid es una palabra que pronuncian con odio y malhumor los de las nacionalidades, los que todav¨ªa consideran que Madrid es el enemigo. Madrid no es el enemigo de nadie, porque no existe; lo que fue tierra de todos es, por serlo, tierra de nadie. Fue la primera de las nacionalidades -o de los hechos diferenciales, o de las etnias, o de como se quiera decir, que siempre estar¨¢ mal dicho- que cay¨® en esta nueva versi¨®n de Lo que el viento se llev¨®. Tierra de ocupaci¨®n, de saqueo, de especulaci¨®n, de alcaldes represores, de negociantes de fuera.
Tontamente llueve el santo sobre unas fiestas sin br¨ªo, sobre un campo que no existe, sobre una ciudad perdida: sin paisajistas, sin escritores, sin poetas, sin canciones. Una lluvia que repica, como llamando, sobre el patio de cristales del ayuntamiento, y no puede encontrar respuesta.
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