El instante y la cintura
Si algo hace del toreo una acci¨®n ¨²nica, ello es su contingencia. Una ver¨®nica no ser¨¢ siempre la misma, y no porque su ejecutor sea distinto hoy que ayer, sino porque, como en la m¨²sica, lo aparentemente accesorio es el sost¨¦n de lo evidente. La pintura es contemplada de distinto modo en distinto tiempo, y cl¨¢sicos son quienes propician lecturas siempre diversas, por m¨¢s que iguales parezcan los textos que las sustentan. Sin embargo, el lance en los toros desaparece tras su desarrollo. Uno ve en la plaza lo que nunca m¨¢s volver¨¢ a ver, aquello que nace y muere en el momento de estar ante los ojos, momento de tal brevedad que jam¨¢s podr¨¢ mostrarse como fue. Quien no acudiera deber¨¢ evocar de o¨ªdas, pues nada, ni la fotograf¨ªa siquiera, ser¨¢ capaz de reproducir el acto en su verdad total. Esta es la disyuntiva para quienes propugnan un toreo ¨¦tico, proporcionador de las claves eruditas capaces de hacer del hecho una academia. ?Qui¨¦n duda que el torear tiene sus normas, regidas por una l¨®gica cierta? Pero el mismo observador convencido acude tambi¨¦n para salvar del lugar la figura que ve. El toreo es tambi¨¦n un placer del sentido que s¨®lo en la entrega de los propios sentidos al placer que se les ofrece encuentra su correspondencia. En el centro del redondel convergen, pues, raz¨®n y juego.La cosa est¨¢ clara desde el momento en que se explica. Si requiere la glosa es porque exi ge tambi¨¦n la presencia. Y sin estar, todo se convierte en literatura. ?Es el torear entonces un designio del instante? En efecto, por cuanto es su irrepetibilidad, la negaci¨®n que ello mismo se infiere de volver atr¨¢s, lo que le hace ser como es. Se medir¨¢ que tambi¨¦n la danza o el f¨²tbol padecen ese mal. M¨¢s la primera, es cierto, donde el error tambi¨¦n se paga, pero donde la posibilidad de rehacerse o de arroparse es mayor; nada el segundo, donde siempre queda el recurso de fortuna o la parcialidad del juez, donde un tanto en contra es olvidado si luego se consiguen dos a favor y donde -es cierto que s¨®lo para los aficionados mendaces- el modo no afecta a la consecuci¨®n del fin.
No hay en el toreo ¨¦tica sin est¨¦tica. Por eso, componer la figura es, en el coso, tan hermoso. El andar, el moverse, el sentarse en el estribo, pedir que cambie el tercio, todo exige un accionar sujeto a norma, m¨¢s no a otra que a la que genera el propio rito. Nadie es torero fuera del ruedo, sino el que lo sabe ser dentro. Y ah¨ª est¨¢ el consuelo de quienes no lo somos. Cuando se nos exige esbeltez, cuando la hermosura del cuerpo com¨²n la marca el jovencito de los pies deportivos, alguien nos recuerda que para ser buen torero es muy ¨²til no tener ya una cintura estrecha, sino m¨¢s bien cercana ya a la oronda opulencia de los estables. Lo que quienes escriben no acaban de conseguir si no les viene dado -ajustar su f¨ªsico a su estilo, por m¨¢s que a algunos mal les fuera en trance como ese- lo logra el torero sin acomplejar su ¨¢nimo. La belleza es aqu¨ª patrimonio de la inteligencia.
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