Una an¨¦cdota del poeta en la calle
Hace pocos d¨ªas tuve la fortuna de asistir a un acto impo rtante en el ¨¢mbito literario, que tuvo lugar en uno de los locales m¨¢s internacionalmente conocidos en cuanto a las artes pl¨¢sticas de vanguardia: la galer¨ªa de Juana Mord¨®; dama a la que todos debemos, en alt¨ªsimo porcentaje, el mantenimiento, entre nosotros, del fuego sagrado del arte contempor¨¢neo. Creo que si no hubiera sido por ella, habr¨ªamos quedado en Madrid muy desfasados.En este acto present¨® Rafael Mart¨ªnez nadal el tercer volumen de sus estudiosos desvelos sobre Federico Garc¨ªa Lorca. Hicieron la presentaci¨®n del libro los acad¨¦micos Luis Rosales y Fernando L¨¢zaro Carreter, el primero desmenuzando las diferentes versiones de la po¨¦tica lorquiana y el segundo tocando con tanta valent¨ªa como elegancia delicados aspectos humanos de su obra.
Van desapareciendo los que fueron testigos de la vida y de la vitalidad de Lorca. Entre los que quedan hay, sin duda, bastantes, que podr¨ªan dar, a la publicidad ahora -hace pocos a?os era imposible o peligroso- testimonio de datos o hechos que pusieran m¨¢s en claro aspectos m¨²ltiples de nuestro excepcional poeta de la generaci¨®n del 27: detalles de su t¨¦cnica creacional, de su modo-de-ser-en-el-mundo, de sus incomparables bondad y simpat¨ªa, etc¨¦tera. Tengo la convicci¨®n de que, por los motivos que sea, los pocos que quedan de cuantos tuvieron la suerte de conocerle se callan mucho de lo que podr¨ªa contribuir a dar a¨²n m¨¢s luces sobre aquel hombre genial. Es una pena que esto ocurra, porque la historia ?con min¨²scula?, como dec¨ªa D'Ors, es m¨¢s importante para las interpretaciones biogr¨¢ficas de las labores art¨ªsticas, que la may¨²scula exposici¨®n de los datos llamativos. Pienso, por ejemplo, que m¨¢s importante que conocer la fecha en que se public¨® el Romancero gitano, o en que se estren¨® Yerma, es saber los modos de comportarse Lorca ante las circunstancias que le rodeaban, el porqu¨¦ de las expresiones verbales que traduc¨ªan sus situaciones circunstanciales, los gestos abiertos y extravertidos de su amistad y de sus decisiones. De entre los pocos amigos de verdad que todav¨ªa perduran del asesinado en su Granada (D¨¢maso Alonso, Aleixandre, S¨¢nchez de la Calzada, Guill¨¦n, etc¨¦tera), Mart¨ªnez Nadal est¨¢ aclarando, honrada y cari?osamente, una gran parte de las inc¨®gnitas lorquianas. Y no digamos los familiares directos que felizmente sobreviven. Ya los dos primeros libros de Mart¨ªnez Nadal sobre Federico fueron campanadas con vibrantes ecos; este tercero f¨¢cilita a los lectores el medio de descifrar c¨®mo fue, c¨®mo trabajaba, c¨®mo escrib¨ªa, c¨®mo depuraba, con correcciones inauditas, y c¨®mo aestaba los atisbos primeros de sus creaciones po¨¦ticas y dram¨¢ticas.
En diciembre de 1963 los antiguos colaboradores de la Residencia. de Estudiantes de Madrid decidi.eron sacar en M¨¦xico un n¨²mero extraordinario de la revista Residencia, encabezado por un trabajo de Alberto Jim¨¦nez Fraud y seguido por textos de Ram¨®n Men¨¦ndez Pidal (en manuscrito), de Am¨¦rico Castro, del gran maestro mexicano Ignacio Ch¨¢vez, de Gregorio Mara?¨®n y de otros muchos; Mart¨ªnez Nadal, en un emotivo art¨ªculo, ?El ¨²ltimo d¨ªa de Federico Garc¨ªa Lorca en Madrid?, contaba las angustiosas dudas de Federico sobre si irse o no a Granada aquel d¨ªa 16 de julio de 1936 (Gibson cree que esto ocurri¨® tres o cuatro d¨ªas antes), por el miedo aut¨¦ntico que le daba quedarse solo en su piso de la calle de Alcal¨¢. Entreveradas con variadas disquisiciones, Federico le preguntaba ansioso: ?Pero t¨², ?qu¨¦ crees que va a pasar? ?... ?En mi lugar, ?t¨² que "har¨ªas'??. Y sentado en un quiosco de Puerta de Hierro con dos copitas de Fundador dentro, lanz¨® este anuncio cuyos vocablos se clavaron para siempre en los t¨ªmpanos de Mart¨ªnez Nadal: ?Rafael, estos campos se van a llenar de muertos?, a solo pocos d¨ªas del 18 de julio, fecha tan fat¨ªdica como memorable porque, para colmo de coincidencias, era el d¨ªa del santo de Federico y de su padre. ? ?Lagarto, lagarto, lagarto! ?, dijo Lorca en el tren a Mart¨ªnez Nadal, al ver pasara un diputado por Granada cuando ya estaba en el tren que a su ciudad natal le llevar¨ªa. ?Un gafe y mala persona?... ?Voy a echar las cortinillas y me voy a meter en cama para que no vea y no me hable ese bicho?.
La confesi¨®n de su t¨¦cnica
Este art¨ªculo de Residencia me record¨® otro de Federico aparecido en el n¨²mero de octubre de 1932. ?La imagen po¨¦tica de don Luis de G¨®ngora?, que pronto encontr¨¦ en mi biblioteca. Era el texto de una conferencia que en el centenario de este ¨²ltimo hab¨ªa pronunciado ante sus compa?eros de Residencia, a la que asist¨ª, sentado entre Luis Calandre, el gran maestro de la cardiolog¨ªa hispana y el doctor Somolinos, entonces colaborad.or de Calandre y de R¨ªo Hortega y, despu¨¦s, maestro en M¨¦xico de Historia de la Medicina. En aquella conferencia de motivos gongorinos, Federico hizo casi una confesi¨®n de su t¨¦cnica po¨¦tica, que explica las correcciones frecuentes:
?El poeta que va a hacer un poema (lo s¨¦ por experiencia propia)?, dice, ?tiene la sensaci¨®n vaga de que va a una cacer¨ªa nocturna en un bosque lejan¨ªsimo. Un miedo inexplicable rumorea en el coraz¨®n. Para serenarse, siempre es conveniente beber un vaso de agua fresca y hacer con la pluma negros rasgos sin sentido. Digo negros porque... ahora voy a hacerles una revelaci¨®n ¨ªntima... yo no uso tinta .de colores? (?). ?Va el poeta a una cacer¨ªa... Delicados aires enfr¨ªan el cristal de sus ojos. La Luna, redonda como una cuerna de blando metal, suena eri el silencio de las ramas ¨²ltimas. Ciervos blancos aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo una pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre losjuncos... Hay que salir. Y este es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe estar sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de bellezas que han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus o¨ªdos como Ulises frente a las sirenas, y debe lanzar sus flechas sobre las met¨¢foras vivas y no figuradas o falsas que le van acompa?ando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga, no podr¨¢ nunca levantar su obra. El poeta debe ir a su cacer¨ªa l¨ªmplo y sereno, hasta disfrazado. Se mantendr¨¢ firme contra los espejismos y acechar¨¢ cautelosamente las carnes palpitantes y reales que armonicen con el plano del poema que lleva entrevisto. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad po¨¦tica para ahuyentar los malos esp¨ªritus f¨¢ciles que quieren llevarno a los halagos populares sin sentido est¨¦tico y sin orden y belleza?...
A prop¨®sito de una frase de Val¨¦ry, seg¨²n la cual ?el estado de inspiraci¨®n no es el adecuado para escribir un poema?, dice Lorca:
?No creo que ning¨²n gran artista trabaje en estado de fiebre. A¨²n los m¨ªsticos trabajan cuando ya la inefable paloma del Esp¨ªritu Santo abandona sus celdas y se va perdiendo por las nubes. Se vuelve de la inspiraci¨®n como se vuelve de un pa¨ªs extranjero. El poema es la narraci¨®n del viaje. La inspiraci¨®n da la imagen, pero no el vestido. Y para vestirla hay que observar ecu¨¢nimemente y sin apasionamiento peligroso la calidad y sonoridad de la palabra?. Todo este gran p¨¢rrafo y sobre todo, la ¨²ltima frase, es una perfecta explicaci¨®n del modo ¨ªntimo de hacer Lorca su poes¨ªa. Y al hablar de retorno a C¨®rdoba de G¨®ngora escribe: ?G¨®ngora est¨¢ absolutamente s¨®lo... y estar s¨®lo en otra parte puede tener alg¨²n consuelo... pero ?qu¨¦ cosa m¨¢s dram¨¢tica estar solo en C¨®rdoba! ?.
Subraya el adverbio solo. ?Cu¨¢l no ser¨ªa la soledad, el estar solo de Federico en Granada, su Granada, y en Viznar, a la hora en que los grillos soltaban fogonazos?
Cuando, despu¨¦s de haber o¨ªdo a Rosales y a L¨¢zaro Carreter, Mart¨ªnez Nadal describi¨® los recuerdos del d¨ªa en que Federico Garc¨ªa Lorca entreg¨® sus maniscritos a la amistad segura, yo tambi¨¦n memoric¨¦ mi leve amistad con ¨¦l. No grande, ni profunda, ni reiteradamente confirmada por desgracia pqra m¨ª. Pero conocimiento y trato iniciado! en la Residencia, donde nos hab¨ªa presentado Rafael M¨¦ndez, que permit¨ªa que nos di¨¦ramos fuertes abrazos cuando nos veiamos y que Federico viniera dos veces a mi casa en la calle de Santa Engracia. A mi madre, cuyo inombre era Avelina, Federico la llam¨® ?do?a Avelina?. Cuando ¨¦sta muri¨®, recib¨ª una cuartilla de Federico d¨¢ndome el p¨¦same. Tanto esta como otra carta que ten¨ªa de antes, papeles que yo conservaba como un tesoro, entre otros muchos, fueron triste pero bienintencionadamente quemados una vez terminada la guerra por familiares m¨ªos muy queridos, que temieron pudiera constituir un peligro para mi ?depuraci¨®n? en la justicia de posguerra.
Incidente callejero
Estas insignificantes an¨¦cdotas privadas, acaso no merecen publicaci¨®n. Pero la que a continuaci¨®n voy a relatar podr¨ªa haber pasado a la historia si en aquellas fechas hubieramos podido disponer de magnet¨®fonos. Eran los ¨²ltimos d¨ªas de la Monarqu¨ªa (?el ¨²ltimo?). No ser¨¢ dif¨ªcil puntualizar la fecha en cualquiera de las obras que recogen los hechos hist¨®ricos de entonces. Por el centro del paseo de Recoletos baj¨¢bamos en manifestaci¨®n desde la Presidencia, en la plaza de Col¨®n, en direcci¨®n a la Cibeles, llevando alguna bandera y dando gritos entonces subversivos, cuando de las esquinas a las calles de Ol¨®zaga y del Marqu¨¦s del Duero, aparecieron varios n¨²meros de la Guardia Civil, a pie y a caballo, que empezaron a tirotearnos con fusil.
La masa humana, en cuya primera fila iba Lorca, con sus 32 a?os -yo dos o tres filas m¨¢s atr¨¢s-, se transform¨® en un revoltijo informe que arremolinadamente corr¨ªa a la desbandada en todas direcciones dando alaridos. Como en el lado derecho del paseo hab¨ªa sillas met¨¢licas de alquiler, la gente saltaba por encima o se enganchaba en ellas, ca¨ªa y se pisoteaba en una goyesca escena p¨¢nica. Yo mismo me enganch¨¦ en el respaldo de una y ca¨ª de bruces mientras otros saltaban sobre m¨ª o me pisaban magull¨¢ndome. Sorteando toda clase de obst¨¢culos, con enormes zancadas y los pies en polvorosa, cruzamos la plaza de la Cibeles y la calle de Alcal¨¢, y nos fuimos a refugiar a todos los caf¨¦s de los alrededores; unos en el Lyon, otros en el Regina, en Negresco, pero la mayor¨ªa en la Granja del Henar, que pronto qued¨® abarrotada.
Hab¨ªa all¨ª gentes que antes no frecuentaban la Granja y que aquellas noches hirvientes se concentraban en busca de rumores o noticias. Al primero que me encontr¨¦ fue a mi maestro Carlos Jim¨¦nez D¨ªaz (cosa extranal pues era la hora que ¨¦l dedicaba a preparar la lecci¨®n del siguiente d¨ªa) con otros m¨¦dicos y amigos; Victoriano Acosta, Maortua, Oliver Pascual, creo que Pl¨¢cido G. Duarte, Antonio Espina y una enorme masa de intelectuales de todos los colores. Bruscamente hizo su aparici¨®n Federico Garc¨ªa Lorca, demudado, sudoroso, exhalando emoci¨®n, con el cuello desabrochado y sec¨¢ndose la frente con un pa?uelo levemente ensangrentado, porque en una ca¨ªda se hab¨ªa hecho una herida insignificante en un dedo; la manga de su chaqueta gris toda empolvada. De cuando en cuando se chupaba el dedo traumatizado. Empez¨® a relatar en voz muy alta lo sucedido con una exuberancia verbal, unos matices, un vocabulario y una m¨ªmica realmente fant¨¢sticos. A borbotones le brotaban las palabras con que expresaba su sobresalto, y tal era la ansiedad ambiental que alguien le hizo subirse a una de las mesas de m¨¢rmol para que todos los presentes pudieran o¨ªr el relato que hab¨ªa iniciado. Puedo decir que en toda la obra de Garc¨ªa Lorca no he visto nada que se pueda comparar a lo que, como un to rrente que parec¨ªa inextinguible, dijo en s¨®lo unos minutos, volvi¨¦ndose hacia uno y otro lado. Yo no intento siquiera imitarlo, porque resultar¨ªa una indigna parodia. Dir¨¦ que habl¨® de la juventud que en la manifestaci¨®n iba so?ando y cantando ilusiones, de unos guardias civiles que inesperadamente surgieron de las esquinas, de las balas que pasaban silbando por entre cabezas que ¨¦l describla como deformes, de las carreras al,ropelladas, del torbellino humano, de las sillas met¨¢licas que volaban por los aires, de faces ensangrentadas, de piernas rotas y brazos descoyuntados, de fogonazos y de grItos; de perros rabiosos, de toros cnibistiendo cerebros y de ojos negnosespantosarriente abiertos y todos, todos, negros como la noche negraysangrienta, etc¨¦tera.
Confieso que tal inesperado y espont¨¢neo poema infernal fue la m¨¢s completa, perfecta, emocioriante descripci¨®n que vi y oi en mis ya largos a?os de vida. Conozco bastante bien -dentro de lo que cabe- la obra de Lorca y me atrevo a pensar que sus palabras, que desgraciadamente se llev¨® el viento, la gesticulaci¨®n con que expresaba sus vivencias, el tono de incontrolada angustia que el sudor hac¨ªa m¨¢s elocuente, p¨²dieron ser, de hech fueron, la obra m¨¢s sublime de la vida literaria del autor. Si hubiera podido recogerse en magnet¨®fono respondo, con el alma volcada en la memoria de la superdotaci¨®n humana de quien seis a?os m¨¢s tarde morir¨ªa acribillado por balazos conscientemente dedicados a ¨¦l... Esto ocurri¨®, repito, en la Granja del Henar, contiguao al esdificio de Bellas Artes, y no en el Ly¨®n como dice Rivas Cherif, sin duda confundido, salvo que la referencia de ¨¦ste corresponda a otra escena similar, pues las manifestaciones callejeras con final parecido tuvieron lugar en varias ocasiones. Y Federico no hizo esa escena ?disimulando con graciosa exageraci¨®n la evidencia de su sobresalto?, como algo a ligera dice Rivas Cherif, sino en un espont¨¢neo estallido de angustioso furor, tan impregnado de terror que acogotaba a los oyentes.
No s¨¦ si Rafael Mart¨ªnez Nadal vivi¨® la escena que acabo de relatar, pues sus libros son testimonlo de la amistad que se profesaron. Tampoco s¨¦ si vive alguno de los que pudieron comentarla. Pero en lo hondo de mi ser qued¨® tan grabada como en la neuronas de Miart¨ªnez Nadal quedaron las palabras de Federico el 16 de julio de 1936: ?Rafael, estos camposos se van a llenar de muertos... ?.
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