Carta a Henry Miller
Ya est¨¢s en el otro lado, amigo. Ya eres pura ausencia. Tu bulto humano, inquieto, ¨¢gil, vivaz y reposado a un tiempo, no volver¨¢ a hacernos compa?¨ªa itinerante en las callejas de Par¨ªs, en las madrugadas de Les Halles, hoy desaparecidas, en el bullicio de los caf¨¦s imprevisibles que t¨² amabas tanto. Lejos queda todo esto. Repito: ya eres no m¨¢s que hueco, vaciado de ti mismo, imagen en negativo.S¨ª, ya s¨¦. Ah¨ª est¨¢n tus obras; ah¨ª est¨¢n. Pero mucho me temo que no acaben de ser entendidas. Para escribir esta carta, que nunca recibir¨¢s, he esperado a que pasara el aluvi¨®n de la primera literatura funeraria. ?Sabes que se han dicho sobre ti cosas incre¨ªbles? ?Sabes que, salvo contadas excepciones, todos te han confundido? Desde luego, y por descontado, casi todos coincidieron en que no fuiste un escritor pornogr¨¢fico. Menos mal. Pero de ah¨ª no pasaron. Claro que t¨² no eras un escritor para facilitar orgasmos solitarios. Claro est¨¢. T¨² eras otra cosa. Pretendiste ser otra cosa. Escribiste, escribiste y escribiste. Lo tuyo fue un chorreo continuo de confidencias, reales o inventadas -que eso poco importa-, a trav¨¦s de las que t¨² mismo pretend¨ªas, a fuerza de mostrarte con toda crudeza, tropezar contigo mismo. As¨ª le diste vueltas y m¨¢s vueltas a tu biograf¨ªa. La exprimiste, la discurriste, la sufriste, o la so?aste. En ti, en tu burlona mirada y en aquel tu gesto simb¨®lico de apartar obst¨¢culos inexistentes, o de apartarte t¨² de ellos, hab¨ªa un decidido prop¨®sito: alcanzar la ¨²ltima esencia de la criatura humana. ?C¨®mo diste con ella?
Por de pronto, aceptando la vida. Para ti, la vida era eso: una d¨¢diva, algo que se daba y que era menester aceptar. Para ti la vida era, por tanto, la experiencia. Eso que olfateabas en cualquier cosa. En la belleza provocadora de una mujer; en un perro que cruza ante nosotros, solitario y desamparado; en una copa de vino; en el aire de la noche. En todo. Tu adem¨¢n constante era el de abrir los brazos para abrazar, para acoger, para fundir. Mas la experiencia as¨ª captada dejaba en ti un sedimento, algo que contigo mismo se confund¨ªa, y entonces comenzaba para ti la primera inquietud. ?En qu¨¦ consist¨ªa ese raro poso de la vida vivida? Sencillamente, en dos nuevas realidades: el milagro y el misterio. La vida es tan maravillosa -sol¨ªas decir- que todo cuanto acontece, bueno o malo, es milagro, absoluto y radical milagro. Todo pasa seg¨²n un orden incomprensible; y, justo porque eso est¨¢ ordenado m¨¢s all¨¢ de nuestras entendederas, es por lo que resulta misterioso. Nuestra incapacidad para medir la vida es lo que da la medida de su misterio. Y a ¨¦l cumple entregarse. Sin reservas, sin intelectualismos. ?La inteligencia por s¨ª sola -confiaste a un com¨²n amigo, Georges Belmont- no lleva a ninguna parte?.
Lo que en nosotros se va formando merced a la experiencia de la vida, a ese recibirla con los brazos abiertos como t¨² hac¨ªas, es el amor. Ah¨ª est¨¢ el amor en figura de mujer. No preguntemos por ¨¦l. Acept¨¦moslo sin hacer preguntas (unquestioningly, repet¨ªas una y otra vez). El amor es un proceso de unificiaci¨®n con el otro. El sexo -afirmabas- viene despu¨¦s. ?Por qu¨¦? Porque el sexo es lo impersonal. Es lo biol¨®gico. Lo que, sin duda, puede fortalecer o destruir el amor. Porque t¨² as¨ª pensabas; as¨ª, con esa radical diferenciaci¨®n que tus ardientes p¨¢rrafos ocultan; por eso dijiste que el sexo s¨®lo puede ser entendido a trav¨¦s de las vivencias paganas, de las vivencias primitivas, o de las vivencias religlosas. O lo que es lo mismo: desde el plano est¨¦tico, desde el plano m¨¢gico, o desde el plano espiritual. El amor como erotismo admite estas tres visiones. Pero en nuestro tiempo, estos tres planos valorativos fracasan, fallan, no tienen vigencia. Y ahora que te oigan tus futuros lectores: ?En nuestro mundo, en el que s¨®lo priva el nivel bestial, el sexo funciona en el vac¨ªo?.
La experiencia de la vida es sexo y es m¨¢s-que-sexo. Bien lo advertiste. Pero t¨² eras un novelista; un hombre de palabras escritas, de narraciones, de vivencias trasladas al papel. Y, como tal, te limitaste a levantar acta notarial, cruel y desvergonzada de ese vacuo girar del erotismo moderno. Casi todos tus libros -los Tr¨®picos, Sexus, Plexus, Nexus, etc¨¦tera- son el certificado minucioso, mani¨¢tico, reiterativo, de esa obsesi¨®n. Fuiste un testigo. Fuiste el testimonio de tu propio engarce ciego con la genitalidad. Como ten¨ªas una imaginaci¨®n exaltada y casi delirante, osaste decir lo decible, y lo indecible, sobre los recovecos ¨²ltimos del sexo. ?La imaginaci¨®n es la voz del atrevimiento?, sentenciaste en alguna ocasi¨®n. Por esa v¨ªa llegaste a amalgamar tu existencia con la de tus obras. ? Vara m¨ª ?, escribiste, ?el libro es el hombre, y mi libro?, te refer¨ªas a Primavera negra, ?es el hombre que yo soy, el hombre confuso, el hombre negligente, el hombre arrojado, recio, obsceno, turbulento, reflexivo, escrupuloso, mentiroso y endiabladamente,sincero que yo soy?. Esta contradicci¨®n, esta enorme contradicci¨®n, no te preocupaba lo m¨¢s m¨ªnimo. Pues, para ti, el crimen mayor, el gran pecado, consist¨ªa en no vivir la vida con la plenitud contradictoria que ella pide.
Pensaste como Joyce, a quien admirabas rendidamente, pero con una punta de rara iron¨ªa que nunca pude entender; pensaste, (digo, que la vida sin reservas mentales, sin doctrinas y sin hacerle preguntas -otra vez unquestioningly- es el presente, el presente inscrito en el ahora fugitivo que se nos escapa de las manos minuto a minuto. Eras el m¨¢ximo gozador; pero nadie, o casi nadie (?vive todav¨ªa en tu recuerdo, si es que tienes recuerdos, Ana?s Nin?) pod¨ªa adivinar (que tras tu sentimiento dionisiaco de la existencia se ocultaba un deseo de trascendencia que ning¨²n otro deseo pod¨ªa apagar. Por eso, por esa ignorancia, te elevaron a la categor¨ªa de conductor de la revoluci¨®n sexual. Eso te divert¨ªa, aunque, en definitiva, no te consolara. Demostraste hasta la saciedad, hasta la terquedad casi neur¨®tica, que el erotismo no equival¨ªa a transgresi¨®n moral, ni representabi el pecado por antonomasia. Y conseguiste ver lo que jam¨¢s ning¨²n revolucionario vio: la revoluci¨®n realizada.
Mas para la criatura humana ya situada en la vida plenaria, sexo incluido, cuando la rebeli¨®n concluye, su oficio provocador ya no tiene sentido. Extramuros de esa plenitud, no hay otra cosa. ?O la hay? Sin duda que la hay. ?Cu¨¢l? La de siempre: el milagro y el misterio que contin¨²an rode¨¢ndonos como al principio. En esa situaci¨®n estamos. Frente a ella s¨®lo cabe una actitud: la del respeto. No indaguemos por fuera de esos l¨ªmites. Pues, si agudizamos nuestra sexualidad -y, y,o no s¨¦ hasta qu¨¦ punto es ello factible-, la reacci¨®n opuesta no tardar¨¢ en producirse. Un nuevo puritanismo, resucitado o con faz dist¨ªnta, vendr¨¢ a imponernos su f¨¦rula y su dogal. No lo provoquemos. T¨², amigo Henry, ya no est¨¢s en condiciones de destruirlo, de ahogarlo. T¨² ya eres -te lo dec¨ªa al comienzo de esta cartapura ausencia. Una ausencia que mediante exageracione,,; y distorsiones de tu espec¨ªfica intimidad, de tu desenfadada intirriidad, has logrado convertir en un in¨¦dito puritanismo: el de la m¨¢s grande -pureza humana en la relaci¨®n amoroso-er¨®tica entre eI hombre y la mujer.
Lo dem¨¢s, lo dem¨¢s, buen amigo, es muerte. Esa terrible palabra que con frecuencia surge en tus escritos y que a ti tanto te sorprend¨ªa. ?La muerte s¨®lo triunfa sirviendo a la vida?. Cierto. Pero la muerte y la vida, las dos, con ayuda o sin ayuda, nos envuelven y no las comprendemos. T¨² diste lugar a lo que yo he llamado ?la suelta del sexo?. Ah¨ª queda. El ocupa la oquedad de tu ausencia. La oquedad que tus libros, tan extraordinarios, jam¨¢s compensar¨¢. Porque en esa oquedad tiene su guarida lo inentendible. Pero no te preocupes. No has perdido el tiempo. Las gentes seguir¨¢n ley¨¦ndote. Y alg¨²n d¨ªa, alg¨²n clarividente d¨ªa, todos se convencer¨¢n de que tu catarata verbal ha servido para algo m¨¢s que para exacerbar pasiones inconfesadas o para renovar modos narrativos. Habr¨¢n servido para ver en la vida totalizada el trasunto de la dignidad del hombre.
?Todo es bueno cuando es excesivo?. escribi¨® Sade. ?El camino del exceso conduce al palacio de la sabidur¨ªa?, afirm¨® Blake. Entre uno y otro, entre el libertino y el visionario, est¨¢s t¨². Con tus contradicciones. Con tus descaros. Con tus desdenes y tus furias. All¨¢, en una trascendencia que supera ambos extremos sin negarlos. Y as¨ª tu bulto humano quiz¨¢ no acabe de desvanecerse.
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