La palabra amarilla
APARENTEMENTE, LA palabra es el m¨¢s barato de los bienes que el hombre posee, est¨¢ al alcance de cualquier fortuna y su valor de uso es una especie de grado cero de lo social. Y aunque prefiera creerse por los predicadores que toda palabra convencer¨¢ mejor seg¨²n la cantidad de verdad que comunique, de hecho la palabra puede ser, al mismo tiempo, el argumento y su sofisma, la comunicaci¨®n y su m¨¢scara. Todo depender¨¢ del talento, la cultura y la habilidad -y la buena fe- de quien la maneje. De hecho, los grandes Estados modernos han basado su poder, sin excepciones, en el manejo de las palabras, esto es, en el control de la comunicaci¨®n humana. La palabra es mensaje, comunicaci¨®n, informaci¨®n: en una palabra, poder, no se olvide. Y aunque fue Goebbels su primer empresario m¨ªnimamente cientifico en los tiempos contempor¨¢neos, no hac¨ªa sino recoger proyectos perfectamente establecidos desde Augusto hasta Napole¨®n, pasando por Catalina la Grande y Saint Just: la diferencia de destinos no afecta a la sustancia de los m¨¦todos empleados.Hoy ya nada se vende sin palabras, en plena era del audiovisual. En el reino del mismo verbo que fue al principio, la explosi¨®n de las palabras constituye un mundo cada vez m¨¢s complejo y misterioso, en el que aquel inicial grado cero de su valor de simple uso se ha convertido en la espiral vertiginosa de un valor de cambio cada vez m¨¢s inflacionario y, por tanto, m¨¢s devaluado.
Ya no se trata de, la mentira, que, al fin y al cabo, desemboca donde suele: en el desencanto. Desde Ner¨®n, cantando sus propios poemas durante el incendio de Roma, hasta las matanzas nazis o estalinistas en nombre de las grandes verdades, la palabra ha sido una v¨ªctima permanente en manos de los hombres, falseando su mismo poder de comunicaci¨®n. Con las mismas palabras escrib¨ªan Goethe y Hitler, Dostoievski y Stalin, y hasta en la mayor¨ªa de las ocasiones con esas mismas palabras se anunciaban grandes, solemnes y magn¨ªficos principios, en cuyo nombre algunos de los que las enunciaban mataban y torturaban.
Pero, al fin y al cabo, la palabra sirve tanto a la mentira como a la verdad, y siempre se puede luchar con la palabra contra aquellos que la falsean. Pero en estos tiempos, donde se estrenan libertades, los hombres utilizamos los hechos y las palabras para comprobar la solidez y fiabilidad de los nuevos m¨¢rgenes de comportamiento. Todo ello, junto con la utilizaci¨®n, cada vez m¨¢s sutil y habilidosa, de las palabras en manos de la propaganda y la publicidad, obliga a una vigilancia mucho m¨¢s complicada y dif¨ªcil. Ahora las palabras sirven para vender m¨¢s que para convencer, y se las tortura, manipula y simplifica hasta extremos incre¨ªbles, y en ello no somos los menos culpables los medios de comunicaci¨®n.
El empleo de las grandes palabras, del improperio indiscriminado, de los ep¨ªtetos m¨¢s sonoros o groseros del diccionario, se est¨¢ haciendo moda general. Una moda que recuerda peligrosamente el empleo de las palabras de las mejores ¨¦pocas propagand¨ªsticas nazis, estalinistas o franquistas, y que deval¨²a las palabras hasta el punto de que dentro de poco nada querr¨¢ decir nada. El efectismo prevalece sobre la precisi¨®n, la publicidad contra la exactitud, la propaganda frente a la informaci¨®n. Las palabras son un bien delicado, que puede dejar de serlo en cualquier momento, tal vez en el transcurso de una misma frase. Al manejarlas abusivamente, multiplicando los insultos, las ambig¨¹edades deliberadas, para cargarlas de m¨¢s y m¨¢s sospechosos sentidos, no llegar¨¢n a estallar, desde luego. Ser¨¢ mucho peor: se nos escapar¨¢n de entre las manos cuando dejen de decir lo que en principio, antes de tanto abuso, pens¨¢bamos que quer¨ªan decir. Ya no lo querr¨¢n.
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