Ciudadela: el temor a la reconquista
Los habitantes de Ciudadela (Menorca) no quieren ser las v¨ªctimas de experiencias tur¨ªsticas semejantes a las de Ibiza o Palma de Mallorca. De ah¨ª que, de acuerdo con los veraneantes m¨¢s antiguos, hayan urdido el plan de que hay que hablar muy mal de esa hermosa y pac¨ªfica comarca menorquina. Prefieren la leyenda negra a seguir recibiendo la visita de nuevos turistas, conquistadores para ellos, de los que luego, a lo mejor, hasta se hacen amigos entra?ables.
Las familias que veranean en Ciudadela, aquejadas de una violenta y cr¨®nica preocupaci¨®n moral, suelen negarse a hablar de la comarca isle?a donde hallaron bonanza. Nada se puede comparar con ese sigiloso fanatismo que siente el forastero por Ciudadela, a no ser el horror vehemente que conmueve al ciudadelano cuando percibe la llegada, por tierra, mar o aire, de un nuevo forastero. Un fantasma recorre Menorca: se llama Reconquista. Por eso, que no es gansada, los habitantes de siempre y los viajeros conversos de un d¨ªa venturoso eligieron este paisaje gris -salpicado de blancas casas con puertas verdes- como refugio inalterable de todos los veranos venideros difunden al un¨ªsono una misma consigna: ?Decid en el peri¨®dico que aqu¨ª la vida resulta insoportable, que hay cr¨ªmenes, barullo, suciedad y desgracias de todas las especies. Decid lo que sea, cualquier barbaridad, con tal de que no venga nadie m¨¢s?. Sueltan esto como un amable escopetazo, se dan la vuelta y te dejan con ese peso encima.El nido del narciso
Tras mucho rastrear en vano, encontramos por fin a una mujer, a media cuesta de la cuarentena, dispuesta a pronunciar unas palabras m¨¢s sobre el resbaladizo asunto. En voz muy baja, eso s¨ª, rogando, por favor, que no demos su nombre ni en broma, que no quiere disgustos, que basta y sobra con contar que ella naci¨® en Palencia, aunque no vive all¨ª, y que hace doce a?os ya que veranea en Ciudadela.
Juega, sobre la mesa de un merendero, con sus gafas de sol. Tose. Se arranca: ?Hay que entender esta reacci¨®n generalizada y no confundirla con la xenofobia. El menorqu¨ªn, y en especial el ciudadelano, es un narciso que no se cansa de contemplar su propio nido. Est¨¢ feliz de haber nacido aqu¨ª, se siente entusiasmado con su isla, goza mirando estos paisajes maravillosos... En una palabra, se le cae la baba al darse cuenta del privilegio que su pone vivir en un sitio as¨ª. Por su puesto, ese entusiasmo ser¨ªa menor si las malas condiciones econ¨®micas le obligaran a recurrir al turismo para sobrevivir. Pero no es el caso. Aqu¨ª se da la mayor renta per c¨¢pita de toda Espa?a. Entre la industria del calzado, la agricultura, la ganader¨ªa y la bisuter¨ªa, el ciudadelano medio goza de un bienestar envidiable?. Pausa. Se acercan unos conocidos. Saludos. Pasan de largo.
Las manos abandonan las gafas y acarician un vaso. Al mismo tiempo: ?Casi todo el mundo tiene su vivienda decente, su barca, su residencia secundaria y el dinero preciso para comprar las cosas esenciales. O sea, que no necesita las migajas que dejan los turistas. Por otra parte, con la llegada de la democracia y el resurgir de las nacionalidades, los catalanes empezaron a venir en plan paternalista, emprendieron una especie de reconquista sentimental de esta rama pac¨ªfica del tronco catal¨¢n. Los menorquinos reaccionaron de manera airada y en seguida surgi¨® otro nacionalismo local que se enfrent¨® y sigue enfrent¨¢ndose al catalanismo peninsular. De ah¨ª que el turista catal¨¢n sea aqu¨ª el peor acogido; porque tiene tendencia a mezclarse con los nativos utilizando un sospechoso tono familiar, entre protector e interesado. El ingl¨¦s o el alem¨¢n son se?ores que habitan en su hotel lejano y que se limitan a ir de la habitaci¨®n a la piscina. Es decir que, cuando se pasean por Ciudadela, no molestan a nadie. Son casi adornos rubios por las calles. Toman el sol y se van?.
Un hijo de nuestra informadora -?¨¦ste es el menor, tengo otros dos ya grandes?- acude, sudoroso, a decirle a su madre que acaba de quedar el segundo en una carrera de sacos. Aprovecha el instante de gloria saltarina: ?Anda, dame para una fanta?. Obtiene lo pedido. Vuelve a irse. Y ella prosigue: ?Ciudadela es un pueblo de artesanos. No hay un capitalismo local que se haya dedicado en exclusiva al turismo. Y es que la propiedad sigue en manos de las mismas familias que vinieron a la conquista con Alfonso III. Algunas tienen mil hect¨¢reas de terreno, con dos o tres playas, buena ganader¨ªa, agricultura productiva y una mentalidad chapada a la antigua. No se les ocurrir¨ªa jam¨¢s ponerse a vender una playa. Y, en el fondo, hacenn bien. Porque a cualquier millonario se le antoja comprarse una playa en el Mediterr¨¢neo cuando le van bien los negocios. Si ellos ya tienen esa playa, ?por qu¨¦ la van a vender??.
La carcajada escolar
Seg¨²n la que interroga de tal guisa, y que ahora golpea el vaso con las gafas, todos los ciudadelanos anhelan que no destrocen m¨¢s su isla, que paren el turismo como sea, que los dejen tranquilos. Tranquilidad hab¨ªa, al parecer hasta hace poco tiempo. Y era tal que las puertas de las casas no se cerraban jam¨¢s con llave. Si alguien lo hac¨ªa, las lenguas vecindonas murmuraban: ??Qu¨¦ se habr¨¢ cre¨ªdo? ?Habrase visto una persona m¨¢s desconfiada!?. Frases en ese tono, m¨¢s o menos, en libre traducci¨®n del menorqu¨ªn al castellano.
Mas llegaron los nuevos conquistadores, dispuestos a ganar otra batalla, mercantil y jipiosa, igual o parecida a la de Ibiza. Las puertas conocieron el ruido del cerrojo a tope. Sin embargo, perdura la quimera del retorno a un hogar sin barreras. Nadie parece resignarse a la inutilidad cotidiana de tener que seguir con el suplicio de eso, de si me habr¨¦ olvidado o no de cerrar bien la puerta. ?En Mah¨®n?, a?ade la veraneante, ?todo es distinto. Es una ciudad m¨¢s cosmopolita?. Por ello, los de Ciudadela apuestan en sentido contrario. Cuando iba a construirse un aeropuerto en la isla, nada de l¨ªos ni rivalidades. Se cruzaron de brazos: ?La gente razonaba -medio en broma, medio en serio- que el zumbido de los aviones cortar¨ªa la leche de las vacas?. So pretexto de buena leche, no quisieron que el cencerro del aire trastocase su forma de vivir.
La mujer que as¨ª informa hace hincapi¨¦ en el gran fervor que siente el habitante de Ciudadela por sus hermosas tradiciones, entre las que descuella la fiesta de san Juan Bautista. Al mismo tiempo se lamenta del desinter¨¦s existente por la cultura: ? El padre mete a sus hijos en la escuela, pero est¨¢ pensando en mandarlos r¨¢pidamente a la f¨¢brica. El chico que tenga la mala suerte de querer y poder estudiar ha de sufrir el oprobio de ver que, mientras ¨¦l se sacrifica ante los libros, encerrado en alguna pensi¨®n de la ciudad, sus compa?eros est¨¢n ganando bastante dinero en la f¨¢brica de calzado y divirti¨¦ndose los fines de semana sin regatear gastos. Una amiga m¨ªa de aqu¨ª, que es maestra, dijo un d¨ªa en su clase: "Cuando vay¨¢is a la universidad..." No pudo continuar. Escuch¨® una sonora carcajada general. ?A ellos con esas bromas! De todos modos, el panorama cultural no es tan negro como lo estoy describiendo. Existen varias galer¨ªas de arte, los responsables de Juventudes Musicales realizan una labor estupenda, hay cine-club y, por haber, hay hasta dos hip¨®dromos?.
Acerca del car¨¢cter y las costumbres, la forastera casi clandestina -tan aferrada al estribillo de ?ojo con poner mi nombre?- osa un resumen ejemplar: ??V¨¦is a ese chico que est¨¢ all¨ª sentado? No, el de la izquierda. Tiene una pinta terrible, con sus gafas de espejo, sus melenas, sus pantalones de cuero.... puro cuento. En cuanto habla asoma su bondad, su natural suave. As¨ª es la juventud. No tiene problemas econ¨®micos, es muy liberal en las relaciones sexuales, s¨®lo critica a base de humor... Hay muchos chicos que van de caza o de pesca. Y existe la costumbre de organizar fastuosas meriendas, a lo mejor durante quince d¨ªas seguidos. Eso lo hacen tambi¨¦n, desde muy antiguo, los mayores. Se marchan a alguna cueva, sin sus mujeres, siempre sin sus mujeres, ?qu¨¦ cruz! y se dedican a beber gin y a cantar canciones napolitanas?. Ceremonia intermedia para sacar a una mosca del vaso de cerveza caliente.
Al t¨¦rmino del salvamento, matices sobre el choteo: ? Pero es gente pacifista. Cuando oyes un grito de pelea en un bar, te aseguro que no es de un menorqu¨ªn. Los ciudadelanos no se encrespan por nada.
Han visto pasar a tanta gente con uniformes tan distintos -ingleses, franceses, espa?oles- que han perdido la capacidad de sorpresa. O sea, digo esto en buen plan. Y lo curioso es que, en contra de lo que pudiera parecer antes, al evocar ese terror profundo a la reconquista, venga de donde venga, se trata de un pueblo sumamente hospitalario?. Acaba de llegar el marido con una cesta de mariscos. Escucha las ¨²ltimas palabras de su esposa. Est¨¢ al corriente de esta confesi¨®n con fines period¨ªsticos. Y resume el resumen ajeno por la v¨ªa m¨¢s r¨¢pida: ?Vamos, que lo que no le gusta al menorqu¨ªn es que se la metan doblada. Con perd¨®n?.
Ella se calla. Pretexta que va a buscar al ni?o. El habla pronto de pol¨ªtica: ?Yo creo que, en el fondo, la gente de aqu¨ª pasa de toda la ensalada politiquera. Hombre, UCD tiene su fuerza por eso de la televisi¨®n, por lo del montaje y por lo del carisma del mando. Nosotros somos socialistas, pero tenemos que reconocer que aqu¨ª fracas¨® el PSOE. En cuanto al PCE, pr¨¢cticamente no existe. El que est¨¢ alcanzando verdadero auge es el PSM. La ese no est¨¢ nada clara, pero la eme mueve monta?as?. Esta ma?ana, al pasear junto a la catedral, vimos reci¨¦n pintadas las letras de una vieja proclama falangista: ?No hay fachas de verdad. Eso lo hace un chico al que todo el mundo conoce. Es un pobre diablo?. La mujer ha vuelto.
Se anima ella de nuevo: ? Lo que le ocurre al desgraciado es que s¨®lo puede pintar en los edificios p¨²blicos o en los transformadores de la luz. Ahora, que no se le ocurra pintarrajear la fachada de una de esas se?oras que blanquean su casa tres veces por semana. Si se le ocurriese algo semejante, esa viejecita terminar¨ªa por encontrarlo y lo matar¨ªa con una escoba?.
En remolino final, otros temas dispares y en dos zancadas: la tramontana y los suicidios (un psiquiatra se encarga luego de tachar de nuestra lista de prop¨®sitos informativos lo que ¨¦l estima necedad total), la droga (problema venial para el matrimonio entrevistado, si bien ya preocupante para el mismo psiquiatra), la humedad y las enfermedades de pecho (antibi¨®ticos al canto), la crisis del calzado (cifras titubeantes)... Pero hay que cortar por lo sano, porque tenemos cita, cerca del puerto, con
Ciudadela: el temor a la Reconquista
un personaje al que llaman T¨®ful Pistola, conocido y querido en toda Ciudadela.El hijo negro de T¨®ful Pistola
Ah¨ª est¨¢ ya T¨®ful Pistola. Se baja de la moto. Tiene un cierto aspecto de Hitler bonach¨®n, rojas mejillas, risa despreocupada y una vida detr¨¢s de s¨ª que dice que es muy larga y que no sabe s¨ª es el momento apropiado para contarla: ?Es que no es una vida normal; te lo juro?. La aclaraci¨®n solicitada acerca de su nombre y de su apellido se aferra solamente a este ¨²ltimo y rebasa con creces lo esperado: ?Me llaman as¨ª por el tama?o de ¨¦sta?. Censuramos la descripci¨®n del gesto. Despu¨¦s de esa presentaci¨®n central, T¨®ful deja transparentar otras pasiones: ?Soy de Alianza Popular porque Fraga me parece un t¨ªo muy listo. Eso no quiere decir nada m¨¢s que lo que quiere decir. Esta camisa que llevo puesta, por ejemplo, me la regal¨® una chica comunista. Todo el mundo merece respeto?. Pero la fama de T¨®ful Pistola no le viene de ning¨²n atributo de nacimiento ni de su militancia m¨¢s reciente. Su biograf¨ªa alberga, se?oras y caballeros, una encendida historia sentimental.
Cap¨ªtulo primero. Cuando ten¨ªa yo ocho a?os, mi madre se muri¨®. As¨ª que abandon¨¦ la escuela y me puse a trabajar de jornalero. Me ense?aron a orde?ar vacas y cabras. Era una vida espantosa, porque a m¨ª no me gustaba trabajar en el campo. Pero hab¨ªa que aprender a hacer de todo. Lo peor es que uno te bajaba los pantalones, otro te gastaba una broma pesada, otro se re¨ªa de ti... En fin, que al cumplir quince a?os cog¨ª una bicicleta de carreras, quinientas pesetas, m¨¢s una sobrasada que le rob¨¦ a mi padre, y me march¨¦ a Mallorca. All¨ª tuve mucha suerte. Particip¨¦ en una competici¨®n ciclista y, aunque qued¨¦ de los ¨²ltimos, un se?or se fij¨® en m¨ª y me ayud¨® a practicar el ciclismo. Fui ciclista desde los diecis¨¦is hasta los veinte a?os. Pero en aquella ¨¦poca todos los ganadores ten¨ªan que drogarse para triunfar. Y yo en seguida vi que no val¨ªa la pena cargarme la salud s¨®lo para salir fotografiado en el peri¨®dico. As¨ª que abandon¨¦ el deporte, me gast¨¦ el dinero ahorrado y me fui a hacer el servicio militar.
Cap¨ªtulo segundo. Al terminar la mili me puse a trabajar aqu¨ª, en el puerto. Al cabo de dos meses o as¨ª, me casaba en Ciudadela con una se?ora rica y que ten¨ªa 46 a?os m¨¢s que yo. Yo acababa de cumplir 23. O sea, que ella ten¨ªa 69. Como la isla es peque?a y como no era de costumbre un caso as¨ª, la cr¨ªtica fue normal. Mucha gente se crey¨® que me hab¨ªa casado por inter¨¦s. Eso era falso. Estuve cuatro a?os y medio casado. Y considero que fue la ¨¦poca m¨¢s feliz de mi vida. Hasta entonces yo no hab¨ªa tenido el cari?o de ninguna mujer. Yo iba al barrio chino, pero ese era otro cantar. A m¨ª me pasaba una cosa muy curiosa. Si yo ten¨ªa que hacer un desahogo sexual, digamos individualmente, o como quieras llamarlo, a m¨ª me da lo mismo y puedo decirlo con todas las letras, pues no me apetec¨ªa dedic¨¢rselo a la salud de una chica de mi edad. Ella ten¨ªa que tener cerca de cuarenta a?os para que yo lo pasara bien a solas. Necesitaba pensar en una edad as¨ª. As¨ª que, cuando conoc¨ª a mi se?ora, que en paz descanse, encontr¨¦ una amistad de coraz¨®n. Al mismo tiempo tuve el cari?o de una madre, el cari?o de una esposa y el cari?o de todo. Ella hac¨ªa lo que hace una madre: ?No te vayas sin haber cenado?. O: ? No te vayas sin haber comido?. O: ?Antes de irte t¨®mate un caf¨¦ calentito ... ? No s¨¦, aquellas cosas de antes, que ni yo recordaba cuando ni?o.
Cap¨ªtulo tercero. Cuando tuve la desgracia de quedarme viudo, me fui a vivir solo. La gente se dio cuenta, al final, de que yo hab¨ªa hecho de mi se?ora la mujer m¨¢s feliz del mundo. La gente reconoci¨® lo bien que yo me hab¨ªa portado. Y reconoci¨® que no me hab¨ªa casado por inter¨¦s. Porque yo no dej¨¦ de trabajar. Ven¨ªa a descargar al puerto y, al acabar la semana, entregaba en casa la paga, igual que otra persona cualquiera. Y ahora sigo trabajando en el puerto. Pero, al quedarme solo, ya hago una vida m¨¢s de bohemio, en el sentido de ir de juerga, de divertirme, de pasarlo bien con mis amigos, de apreciar a la gente de Ciudadela, que es buen¨ªsima. El d¨ªa de mi cumplea?os me traen tantos regalos que no caben en la cama donde duermo. Lo mismo viene el alcalde que el basurero, lo mismo el comunista que el socialista... All¨ª no hay m¨¢s partido que el de la amistad con T¨®ful Pistola.
Ep¨ªlogo novelesco. En los ratos libres ando imaginando una novela que se llamar¨¢ El hijo negro de T¨®ful Pistola. No, el hijo no se lo hago yo... Pero, oye, no quiero contar el argumento, porque soy todav¨ªa muy joven. Aunque, con 32 a?os, he tenido una vida muy larga. Lo que s¨ª me da miedo es casarme otra vez. Creo que nunca lo har¨¦. Porque ser¨ªa muy dif¨ªcil superar la felicidad que tuve antes. Es casi imposible encontrar a otra mujer que me quiera tanto como la otra, como mi se?ora, que en paz descanse.
Tertulia para noct¨¢mbulos
Abandonamos a T¨®ful Pistola en una chirriante discoteca. Cerca de all¨ª, ciudadelanos y veraneantes toman el fresco a la luz de la luna, conversan animadamente en las terrazas de los bares que se asoman al mar, beben sin prisa alguna las pen¨²ltimas copas, fijan sus ojos en las barquichuelas o expresan con las manos una melancol¨ªa intensa.
Y hablan con alborozo del escaso turismo que se nota este a?o. T¨®ful, muy previsor, nos lo advirti¨® hace un rato: ?Ni caso. Si hay sillas vac¨ªas en las terrazas es porque cada a?o ponen el doble?. Hablan de menudencias, amor¨ªos, pasteles, caballos o remotos hechos. Hablan fraternalmente los que ya est¨¢n aqu¨ª. Pero no quieren ver m¨¢s caras nuevas, porque a lo mejor luego tambi¨¦n se hacen amigos y, la verdad, muchachos, esto es el cuento de nunca acabar: ?Estamos hasta la coronilla de conquistadores?.
Hablan de un conde lugare?o que todas las ma?anas baja, desde el palacio a la playita privada, para tomar un ba?o hasta media pierna. Le abre paso un criado, armado de sombrilla y fusil, que primero desinfecta las aguas -flisss, flisss, flisss- y luego extiende cremas generosamente sobre la piel alada de su noble amo.
Uno de los contertulios, el pintor Mat¨ªas Quetglas, recibe alg¨²n reproche cari?oso por no exponer en su ciudad natal y hacerlo solamente en prestigiosas galer¨ªas internacionales. Suena, en el interior del bar m¨¢s pr¨®ximo, el piano febril de Mari Cruz Soriano.
Enfrente de esta terraza, en la otra orilla del puerto, se encuentra situado el restaurante Mare Nostrum. Vale la pena entrar en ¨¦l. Su propietario, Juan Antonio Moll, demuestra que no es preciso ir a Fornells para probar una excelente calderada de langosta. Al contrario, nadie prepara mejor que ¨¦l en toda la regi¨®n este plato abundante y exquisito. Para colmo de dichas, el lugar es tranquilo y te sirven con una amabilidad ya en desuso. Todos los contertulios lo reconocen.
En cambio, cuando hablamos de regresar al hotel Almirante Farragut, engalanado de color butano, ruidoso y m¨¢s feo que Picio, todos nos invitan compasivamente a prolongar, aqu¨ª o donde sea, la nocturna tertulia. Pero tenemos cita ma?anera con otro hijo ilustre de Ciudadela, Colauet, cavern¨ªcola, fil¨®sofo vitalista y escultor.
Color¨ªn colorado de langosta
En Santandr¨ªa tiene su cueva Colauet, antiguo zapatero, que, hace ya quince a?os, dej¨® hogar y familia, oficio y beneficio, para emplear la lezna en tallar piedras, ramas, huesos y lo que sea. Su guarida es un grave delirio habitado por m¨²ltiples figuras donde todo concluye: lo naif, lo hortera, lo on¨ªrico, lo realista y hasta lo que pudiera rivalizar con las mejores creaciones de la escultura contempor¨¢nea.
El creador va se?alando sus fantas¨ªas, al tiempo que las dota de aventurados parecidos: un mariscal de Napole¨®n, la cabeza de un cachalote, dragones amenazantes, alegor¨ªas (vejez, hipocres¨ªa, orgullo, ley del embudo), un centuri¨®n romano, un perro con dos narices, el representante de Neptuno, una paloma sin mensaje, salmonetes viciosos, lenguas y falos en contienda, diablos masturbadores, lechuzas, huellas de magia negra.... ?Y este?, dice el autor mientras enciende un puro, ?es el dios Baco, ya viejo, despu¨¦s de una bacanal, con ese ojo como sifil¨ªtico?.
A Colauet le interesan mucho los ojos: ?Son apasionantes. El a?o pasado estaba trabajando y, de pronto, siento que alguien entra. Levant¨¦ la cabeza y me top¨¦ con la mirada de un vicio que parec¨ªa venir directamente de Grecia. En cuanto le o¨ª hablar me dije: ??Caramba, si hasta hablando parece Di¨®genes!? Hab¨ªa tambi¨¦n una alemana guap¨ªsima. Yo la miraba de lejos y me dec¨ªa: ??Pero qu¨¦ tiene esa belleza de raro que me inspira un poco de repugnancia?? Mucho m¨¢s tarde me di cuenta de que hay ojos que van vestidos y otros que van desnudos. La vestimenta son las pesta?as. Aquella mujer, como era muy rubia, casi no ten¨ªa pesta?as. Por eso aparec¨ªan sus ojos con una frialdad de serpiente. Es fascinante, ?no? Hay que saber mirar. Porque mucha gente de hoy, d¨ªa ya. no emplea los sentidos?.
Tiene Colauet el sentido de detenerse en las expresiones y en el color de cada rostro: ?Van desapareciendo los rostros interesantes. Yo hice el servicio militar con uno que ten¨ªa la cara del color de la calabaza. El me explic¨® que todos en su pueblo ten¨ªan ese color, porque, efectivamente, com¨ªan calabazas, desde la primera hasta la ¨²ltima, durante todo el a?o. Ahora todos tenemos el mismo color. Cuando yo vi las caras de los primeros turistas. me dije: "Estos comen langostas". Tra¨ªan el color de la langosta. Daba gusto verlos?. Prefiere Colauet a la langosta el erizo de mar: ?Es un afrodis¨ªaco prodigioso. Yo ya tengo 64 a?os y todav¨ªa me animo. Ten¨¦is que comer muchos erizos de mar?. Dice eso mientras acaricia el cabezal altamente er¨®tico de su gran cama original.
Junto al amor, la guerra: ? ?Ay, la guerra! Es el mal teatro de la vida. En una noche yo me volv¨ª de golpe un hombre. Contempl¨¦ un fusilamiento de esos de cuidado. Era en Mah¨®n: setenta hombres, como monigotes cayendo, con los uniformes empapados de sangre. Al d¨ªa siguiente yo era un hombre distinto. Todo en esta vida es dram¨¢tico. Basta con mirar el rostro hermoso de una mujer; nadie puede salvarlo de las arrugas ni de la muerte?.
El, en cambio, ¨¢gil y vivaracho, parece a salvo de esos dramas. Y recuerda: ?Yo hice un viaje a Barcelona con setecientas tortugas. Porque en Barcelona est¨¢n chiflados por tener tina tortuga en el piso. Y tardamos en llegar cuatro d¨ªas. Eran setecientas tortugas y s¨®lo ten¨ªamos cuatro sacos de lechuga. Al tercer d¨ªa de navegaci¨®n tuvimos que soltar a las tortugas por el barco, al menos para que respirasen... ?Qu¨¦ foll¨®n! Pero ten¨ªa una cierta poes¨ªa aquel tiempo?.
Sigue teni¨¦ndola Ciudadela, con sus playas casi vac¨ªas, sus limpias callejuelas, su quietud y su sentido de la fiesta. Pero los ciudadelanos insisten: ?Contad cualquier burrada, pero, por favor, que la gente se desanime. No queremos que vengan m¨¢s?. Dicho queda. Pero ustedes ver¨¢n lo que hacen cuando, empiecen a hacer proyectos cara a las pr¨®ximas vacaciones en familia.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.