El fracaso de las reformas administrativas
Si algo en este pa¨ªs necesita una gran reforma en profundidad es la Administraci¨®n p¨²blica. Es sorprendente al respecto la unanimidad de las esferas gubernamentales, los partidos pol¨ªticos, las centrales sindicales, las organizaciones empresariales y, no digamos, el hombre de la calle. Todos coinciden en el diagn¨®stico de que el aparato administrativo y burocr¨¢tico no marcha, que hay que transformar las estructuras del sector p¨²blico, que hay que modernizar nuestra burocracia, que hay que poner a punto los servicios p¨²blicos. Y, sin embargo, nada o casi nada realmente serio se ha hecho y se hace para responder a esta urgencia nacional, que es sacar adelante una aut¨¦ntica reforma administrativa.Realmente, en este pa¨ªs, desde hace ya muchos a?os no ha habido lo que Jacques Menier ha denominado ?una pol¨ªtica administrativa?. Ha habido, eso s¨ª, conatos aislados y moment¨¢neos de revisar el esquema de la Administraci¨®n p¨²blica, a fin de acallar en un momento dado los clamores cr¨ªticos de la sociedad; o para complacer los prop¨®sitos innovadores del Gobierno de turno; o para aplacar, como ahora sucede, las protestas de la oposici¨®n. En este sentido, no es ocioso preguntarse si el Gobierno habr¨ªa llegado a publicar los recientes decretos sobre cambios estructurales en los ministerios, de no ser porque, tanto en los debates de la moci¨®n de censura como del voto de confianza, la oposici¨®n, jugando sus leg¨ªtimas bazas, le apret¨® las clavijas en un tema tan crucial para todos como es la situaci¨®n del sector p¨²blico.
Con lo anterior, quiere decirse que, hoy como ayer, no tenemos una pol¨ªtica racionalmente concebida y puntualmente cumplida de reforma administrativa, que est¨¦ programada con amplitud de miras y con audaz visi¨®n de futuro. Como en los mejores tiempos del franquismo, se sigue actuando fragmentariamente y bajo el impulso de presiones s¨²bitas y coyunturales. Y se sigue creyendo que el problema se va a resolver con s¨®lo suprimir direcciones generales, amputar desigual y an¨¢rquicamente los organigramas ministeriales o sacrificar a unas decenas de funcionarios.
Una reforma administrativa, por supuesto, no es una tarea alegre ni f¨¢cil que quede consumada con s¨®lo publicar decretos-leyes, decretos y ¨®rdenes ministeriales en el Bolet¨ªn Oficial del Estado. Se trata de un empe?o que requiere claridad de ideas, tenacidad de esfuerzos, estrategia continuada y perseverancia en las metas. Y es evidente que, hoy por hoy, no se aprecian entre nosotros estas condiciones, ya que hay la impresi¨®n generalizada de que ni el Gobierno sabe muy bien lo que quiere, y, si lo sabe, no ha descubierto todav¨ªa los caminos para conseguirlo. De ah¨ª que flote en el ambiente la sensaci¨®n de que nadie quiere gastarse en el compromiso de renovar de arriba a abajo nuestra Administraci¨®n p¨²blica; y de que todos se conforman con rectificar deficiencias secundarias y apuntalar las necesidades m¨¢s inmediatas.
Una reforma administrativa, por cuarto afecta a ¨¢reas muy dispares e incide sobre n¨²cleos muy reacios a cualquier tipo de control (ministerios, cuerpos de funcionarios, organismos aut¨®nomos, empresas p¨²blicas, etc¨¦tera), precisa de una instancia suprema desde la que pueda ser transmitida, irradiada y dirigida; y que, para vencer resistencias, sea capaz de imponerse a dichos n¨²cleos dobleg¨¢ndoles en aras de la armonizaci¨®n de objetivos y finalidades. Por eso, Charles Debbach dice que la reforma administrativa ha de establecerse desde ?una autoridad interministerial?, que ?debe disponer de un sost¨¦n pol¨ªtico poderoso que pueda vencer los particularismos ministeriales?.
?Sucede as¨ª entre nosotros? Rotundamente, no, porque ni la Presidencia del Gobierno, ni el ministro adjunto para la Administraci¨®n P¨²blica, ni la Comisi¨®n Delegada para la Administraci¨®n P¨²blica gozan, en el espectro pol¨ªtico espa?ol, de la hegemon¨ªa suficiente como para actuar imperativamente en todos los frentes del sector p¨²blico y sentar las bases de una ambiciosa reforma administrativa. Aqu¨ª siguen mandando m¨¢s los ministerios, las castas funcionariales privilegiadas, los grupos olig¨¢rquicos, que se sienten con fuerzas casi intactas para frenar, o torpedear si llega el caso, los intentos racionalizadores, vengan de donde vengan. Por eso, como ya ha acontecido en ocasiones precedentes, las ¨²ltimas reformas ministeriales se han quedado a mitad de camino, o han resultado impresentables para la opini¨®n p¨²blica, o han servido tan s¨®lo para colmar las ansias exparisionistas de determinados cuerpos de funcionarios.
Una reforma administrativa, si aspira a ser verdaderamente tal, no tiene inexcusablemente que ir atada a la reforma de las estructuras econ¨®micas. Sin embargo, en este pa¨ªs, desde hace ya muchos a?os, venimos padeciendo la fatalidad de que s¨®lo se pretende cambiar la Administraci¨®n cuando, paralela y simult¨¢neamente, se pretende cambiar la econom¨ªa nacional. Y esta coincidencia es muy grave, porque entonces el enfoque que se da, con car¨¢cter casi exclusivo, a la reforma administrativa es de signo cuantitativo, y parece como si nuestros pol¨ªticos s¨®lo vivieran obsesionados por la idea de ?suprimir? organismos, ?reducir? gastos, ?aligerar? organizaciones, ?eliminar? funcionarios, etc¨¦tera.
Todos estos prop¨®sitos son buenos, pero no bastan para transformar a nuestra Administraci¨®n. Ante los ojos del ciudadano aparecen como parches superficiales y como actitudes para la galer¨ªa y nada m¨¢s. Y es que la Administraci¨®n se cambia no tanto con una pol¨ªtica de austeridad del gasto p¨²blico (que, por lo dem¨¢s, luego nunca se cumple) cuanto con una pol¨ªtica globalizada y coherente que se proyecte diversificadamente. Y as¨ª hay que flexibilizar la burocracia, incrementar el control sobre la eficacia de los servicios p¨²blicos, programar a largo plazo el nuevo modelo de Estado hacia el que nos dirigimos, coordinar la acci¨®n de los organismos p¨²blicos, actualizar los procedimientos de gesti¨®n moderniz¨¢ndolos con t¨¦cnicas renovadoras, revisar los comportamientos y concepciones de la justicia administrativa. Todo esto y mucho m¨¢s es lo que supone embarcarse en el empe?o de verificar una reforma administrativa, y que, como es obvio, se encuentra muy distante de lo que est¨¢n acostumbrados a hacer nuestros pol¨ªticos, a los que, como se dice m¨¢s arriba, s¨®lo preocupa rebajar la cuant¨ªa de unas partidas presupuestarias.
La reforma administrativa es un muy dif¨ªcil reto para la sociedad espa?ola y que, por tanto, habr¨¢ de ser, afrontado desde posiciones de firmeza y consistencia pol¨ªticas. S¨®lo un Gobierno fuerte est¨¢ legitimado para emprenderla y, sobre todo, para continuarla y culminarla. De lo contrario, las propias debilidades y dubitaciones gubernamentales se transmitir¨¢n a los ¨®rganos encargados de plasmar en resultados f¨¢cticos los objetivos y finalidades propuestos, y el pa¨ªs, una vez m¨¢s, seguir¨¢ asistiendo al espect¨¢culo, no por reiterado menos desalentador, de los cambios y contracambios, celerones y retrocesos, impulsos y detenciones, en lo que al tema de la remodelaci¨®n de la Administraci¨®n p¨²blica se refiere.
Voluntad pol¨ªtica al fondo
La voluntad pol¨ªtica de atacar la reforma administrativa es, pues, el presupuesto b¨¢sico y capital. Tal voluntad ha de estar arropada por dos apoyos indispensables. El primero ha de venir del Parlamento, en el que la reforma ha de ser debatida y discutida en orden a buscar el respaldo de las diversas fuerzas pol¨ªticas, rompiendo de esta manera la tradicional apelaci¨®n a los decretos-leyes y arrinconando para siempre la conducta solitaria o por sorpresa por parte del Gobierno en esta clase de cuestiones. Y el segundo tiene que proceder de los funcionarios, ya que, como se ha dicho hasta la saciedad por los administrativistas, una reforma que no cuente con la colaboraci¨®n e implicaci¨®n participativa de aqu¨¦llos est¨¢ desde sus inicios abocada a la m¨¢s clara inoperancia.
En definitiva, tenemos derecho a pensar y a creer que s¨®lo si hay voluntad pol¨ªtica verdadera habr¨¢ reforma administrativa verdadera. No se puede alegar a estas alturas que faltan estudios, que faltan iniciativas, que faltan proyectos. Los hay, y de sobra, por lo que no vale este tipo de justificaciones. Lo que importa es que el Gobierno asuma la tarea con decisi¨®n y con sentido de continuidad, y que no se deje atrapar en las mallas de los intereses creados, de las hostilidades burocr¨¢ticas y de las presiones vergonzantes, vengan de donde vengan.
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