Sobre la sexualidad, la infalibilidad y la indispensabilidad
Londres. Jesucristo en el cap¨ªtulo cinco de san Mateo -correspondiente al serm¨®n de la monta?a-, vers¨ªculo veintiocho, dijo: ?Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulter¨® con ella en su coraz¨®n? (texto de la antigua versi¨®n de Casiodoro de Reina). Recientemente el sumo pont¨ªfice, Juan Pablo II, en una audiencia general que coincidi¨® con la celebraci¨®n del s¨ªnodo de obispos dedicada a discutir sobre asuntos referentes a la moralidad sexual, ha extendido esta condenaci¨®n a todos aquellos que miren con codicia -con lujuria, se entiende-, a su propia mujer. Tales declaraciones resultan alarmantes para los millones y millones de cat¨®licos que alguna vez han cometido adulterio -as¨ª sea en su coraz¨®n-, con sus propias esposas, ya que se supone que el Papa es infalible, o al menos lo suponen los varios Papas que en el mundo han sido, desde que P¨ªo IX proclam¨®, en 1160, el dogma de la infalibilidad pontificia. Para probable alivio de esos cat¨®licos, que son los m¨¢s, la infalibilidad papal no se refiere, como nos lo dice la enciclopedia, ?a la conducta o a las opiniones personales del Papa, que puede pecar y equivocarse cuando no habla ex c¨¢thedra?. Por lo mismo, habr¨¢ que averiguar si se trat¨® tan solo de una opini¨®n personal de Juan Pablo II, o si su intenci¨®n fue -en cuyo caso la infalibilidad entra en vigencia- en su calidad de suprema autoridad apost¨®lica, y contando con la asistencia divina prometida al Pont¨ªfice en la persona de san Pedro, la de expresar una verdad definitiva. Antes de analizar, as¨ª sea someramente, las implicaciones, deducciones, objecciones y ecuaciones de lo que parece ser un exabrupto de proporciones catedralicias, vale la pena se?alar que cuando me refer¨ª a ?los cat¨®licos que alguna vez han cometido esta clase de adulterio?, en realidad me qued¨¦ corto. Estoy seguro que una inmensa mayor¨ªa de hombres cat¨®licos, han cometido cientos, y hasta miles de veces esta clase de adulterio a lo largo de su vida matrimonial, si bien la frecuencia del pecado disminuye tambi¨¦n en la mayor parte de los casos a medida que pasa el tiempo: desde varias veces al d¨ªa en la plena luna de miel, hasta s¨®lo unas cuantas veces al a?o en los a?os menguantes. Ahora bien, aparte de lo que puedan escandalizarse con la declaraci¨®n papal los sex¨®logos modernos, y con ellos los matrimonios felices que saben hacer el amor como Dios manda, vale la pena se?alar que el Pont¨ªfice olvid¨® mencionar a la mujer como sujeto sujeto -o sujeta- a cometer la misma clase de adulterio en su coraz¨®n. Pero, como la mujer puede tambi¨¦n codiciar sexualmente al hombre, as¨ª sea su esposo, se plantea una fascinante serie de posibilidades adulterinas o al menos adulteroides. Al marido que hace el amor con su esposa sin deseo o lujuria, pong¨¢mosle ?A?. Al que lo hace con lujuria, pong¨¢mosle ?A? prima -sin ninguna connotaci¨®n incestuosa, por favor- De la misma manera, a la mujer respectiva, y respectivamente, llam¨¦mosla ?B? y ?B? prima. As¨ª, se plantean cuatro posibilidades: cuando A y B hacen el amor, no cometen adulterio. Cuando A' hace el amor con B, s¨®lo el hombre lo comete. Cuando A hace el amor con B' s¨®lo lo comete la mujer. Cuando lo hacen B' y A', lo cometen los dos. En el primero de los casos, ninguno de los dos c¨®nyuges se enga?a. En el segundo, el marido enga?a a la mujer con ella misma. En el tercero, la mujer enga?a al marido con ¨¦l mismo. En el cuarto, los dos se enga?an con ellos mismos, lo que inevitablemente me recuerda el chiste aquel del matrimonio dormido: de pronto ella grita ensue?os: ? ?Mi marido, es mi marido! ?, y el marido se levanta y, medio dormido, se esconde en el ropero. Las complicaciones no terminan aqu¨ª. De hecho, podemos afirmar que los casos primero y tercero no pueden darse, por razones m¨¢s que obvias: para hacer el amor, la mujer puede prescindir del deseo, y limitarse a recibir la acometida de su c¨®nyuge. En el caso del hombre, en cambio, ¨¦ste no puede cumplir su funci¨®n cabal y cat¨®lica sin que se presente una condici¨®n fisicofisiol¨®gica que todos conocemos, y sine qua non, de ninguna manera. Esto coloca al hombre en una situaci¨®n de desventaja, ya que siempre cometer¨¢ adulterio en su coraz¨®n. No as¨ª la mujer. De la indispensabilidad, pues, de este adulterio cordial pasemos a la dispensabilidad del mismo. Es necesario conocer la gravedad -mortal, venial o ven¨¦rea- de este pecado, y si requiere cada vez una absoluci¨®n sacerdotal -varias veces al d¨ªa o algunas veces al a?o-, o bien una penitencia -un per¨ªodo posterior de castidad ser¨ªa el castigo l¨®gico, as¨ª sea en unos casos por unas horas y en otros por unos meses-, o si bastar¨¢ que los factores de esa ecuaci¨®n, o mejor dicho los actores del acto, se purifiquen mediante el arrepentimiento, haciendo, tras el acto sexual, un acto de contricci¨®n. Si nos atenemos a las escrituras, otras penas podr¨ªan ser demasiado violentas. Por fortuna Juan Pablo II se abstuvo de mencionar el vers¨ªculo veintinueve del mismo cap¨ªtulo cinco de san Mateo, que dice: ? Por tanto, si tu Ojo derecho te es ocasi¨®n de caer, s¨¢calo, y echalo de ti, pues mejor es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno?. Imposible negar que la palabra ?miembro? se asocia no tanto con ?ojo? -y menos con aquel al que se refer¨ªa Quevedo-, como con cierta parte del cuerpo masculino. Pero no todo est¨¢ perdido. Mientras los obispos y los te¨®logos y los sacerdotes de parroquia y los legos tratan de entender o de explicar, de infalibilizar o desinfalibilizar la declaraci¨®n del Papa, uno puede salvar el alma sin perder el placer, ateni¨¦ndose en forma literal a las sagradas escrituras. Como el vers¨ªculo se refiere al que ?mira? a la mujer, y no habla de los otros sentidos: el tacto, el olfato, el gusto y el o¨ªdo, bastar¨¢ que, antes de que se presente el deseo sexual, los c¨®nyuges se venden los ojos. En este caso, no se podr¨¢ decir que ?ojos que no ven, coraz¨®n que nosiente?. N¨ªhil ¨®bstat. Imprim¨¢tur.
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