Caribe m¨¢gico
Surinam -como no todo el mundo lo sabe- es un pa¨ªs independiente sobre el mar Caribe, que fue hasta hace pocos a?os una colonia holandesa. Tiene 163.820 kil¨®metros cuadrados y un poco m¨¢s de 384.000 habitantes de origen m¨²ltiple: indios de la India, indios locales, indonesios, africanos, chinos y europeos. Su capital, Paramaribo -que en castellano pronunciamos como palabra grave y que los nativos pronuncian como esdr¨²jula-, es una ciudad fragorosa y triste, con un esp¨ªritu m¨¢s asi¨¢tico que americano, en la cual se hablan cuatro idiomas y numerosos dialectos abor¨ªgenes, adem¨¢s de la lengua oficial -el holand¨¦s-, y se profesan seis religiones: hinduismo, cat¨®lica, musulmana, morava, holandesa reformada y luterana. En la actualidad, el pa¨ªs est¨¢ gobernado por un r¨¦gimen de militares j¨®venes, de los cuales se sabe muy poco, inclusive en los pa¨ªses vecinos, y nadie se acordar¨ªa de ¨¦l si no fuera porque una vez a la semana es la escala de rutina de un avi¨®n holand¨¦s que vuela de Amsterdam a Caracas.Hab¨ªa o¨ªdo hablar de Surinam desde muy ni?o, no por Surinam mismo -que entonces se llamaba Guayana Holandesa-, sino porque estaba en los l¨ªmites de la Guayana Francesa, en cuya capital, Cayena, estuvo hasta hace poco la tremenda colonia penal conocida, en la vida y en la muerte, como la Isla del Diablo. Los pocos que lograron fugarse de aquel infierno, que lo mismo pod¨ªan ser criminales b¨¢rbaros que idealistas pol¨ªticos, se dispersaban por las islas numerosas de las Antillas hasta que consegu¨ªan volver a Europa o se establec¨ªan con la identidad cambiada en Venezuela y la costa caribe de Colombia. El m¨¢s c¨¦lebre de todos fue Henri Charrier, autor de Papill¨®n, que prosper¨® en Caracas como promotor de restaurantes y otros oficios menos di¨¢fanos, y que muri¨® hace pocos a?os en la cresta de una gloria literaria ef¨ªmera, pero tan meritoria como inmerecida. Esa gloria, en realidad, le correspond¨ªa, con mejores t¨ªtulos, a otro fugitivo franc¨¦s que describi¨® mucho antes que Papill¨®n los horrores de la Isla del Diablo, y sin embargo no figura hoy en la literatura de ninguna parte, ni su nombre se encuentra en las enciclopedias. Se llamaba Ren¨¦ Belbenoit, hab¨ªa sido periodista en Francia antes de ser condenado a cadena perpetua por una causa que ning¨²n periodista de hoy ha podido recordar, y sigui¨® si¨¦ndolo en Estados Unidos, donde consigui¨® asilo y donde muri¨® de una vejez honrada.
Algunos de estos pr¨®fugos se refugiaron en el pueblo del Caribe colombiano donde yo nac¨ª, en los tiempos de la fiebre del banano, cuando los cigarros no se encend¨ªan con f¨®sforos, sino con billetes de cinco pesos. Varios se asimilaron a la poblaci¨®n y llegaron a ser ciudadanos muy respetables, que se distinguieron siempre por su habla dif¨ªcil y el hermetismo de su pasado. Uno de ellos, Roger Chantal, que hab¨ªa llegado sin m¨¢s oficio que el de arrancador de muelas sin anestesia, se volvi¨® millonario de la noche a la ma?ana sin explicaci¨®n alguna. Hac¨ªa unas fiestas babil¨®nicas -en un pueblo inveros¨ªmil que ten¨ªa muy poco que envidiarle a Babilonia-, se emborrachaba a muerte y gritaba en su feliz agon¨ªa: Je suis l'homme le plus riche du monde. En medio del delirio le aparecieron unas ¨ªnfulas de benefactor que nadie le conoc¨ªa hasta entonces, y le regal¨® a la iglesia un santo de yeso de tama?o natural, que fue entronizado con una parranda de tres d¨ªas. Un martes cualquiera llegaron en el tren de las once tres agentes secretos que fueron de inmediato a su casa. Chantal no estaba ah¨ª, pero los agentes hicieron una requisa minuciosa en presencia de su esposa nativa, que no opuso ninguna resistencia, salvo cuando quisieron abrir el enorme escaparate del dormitorio. Entonces los agentes rompieron los espejos y encontraron m¨¢s de un mill¨®n de d¨®lares en billetes falsos escondidos entre el cristal y la madera. Nunca m¨¢s se supo de Roger Chantal. M¨¢s tarde circul¨® la leyenda de que el mill¨®n de d¨®lares falsos hab¨ªa entrado al pa¨ªs dentro del santo de yeso, que ning¨²n agente de aduana hab¨ªa tenido la curiosidad de registrar.
Todo esto me volvi¨® de golpe a la memoria poco antes de la Navidad de 1957, cuando tuve que hacer una escala de una hora en Paramaribo. El aeropuerto era una pista de tierra aplanada con una caseta de palma, en cuyo horc¨®n central hab¨ªa un tel¨¦fono de aquellos de las pel¨ªculas de vaqueros, con una manivela que se hac¨ªa girar con fuerza y muchas veces hasta obtener la respuesta. El calor era abrasaante, y el aire, polvoriento e inm¨®vil, ten¨ªa el olor de caim¨¢n dormido con que se identifica el Caribe cuando uno llega de otro mundo. En un taburete apoyado en el horc¨®n del tel¨¦fono estaba una negra muy bella, jov¨¦n y maciza, con un turbante de muchos colores como 'los que usan las mujeres en algunos pa¨ªses del Africa. Estaba encinta, a punto de dar a luz, y fumaba un tabaco en silencio y como s¨®lo he visto hacerlo en el Caribe: con el fuego dentro de la boca y echando humo por el cabo, como una chimenea de buque. Era el ¨²nico ser humano en el aeropuerto.
Al cabo de un cuarto de hora lleg¨® un jeep decr¨¦pito envuelto en una nube de polvo ardiente, del cual descendi¨® un negro de pantalones cortos y casco, de corcho con los papeles para despachar el avi¨®n. Mientras atend¨ªa los tr¨¢mites, hablaba por tel¨¦fono, dando gritos en holand¨¦s. Doce horas antes yo estaba en una terraza mar¨ªtima de Lisboa, frente al inmenso oc¨¦ano portugu¨¦s, viendo las bandadas de gaviotas que se met¨ªan en las cantinas del puerto huyendo, del viento glacial. Europa era entonces una tierra decr¨¦pita cubierta de nieve, los d¨ªas de luz no ten¨ªan m¨¢s de cinco horas, y era imposible imaginar que de veras existiera un mundo de sol canicular y guayabas podridas, como aqi4¨¦l donde acab¨¢bamos de descender. Sin embargo, la ¨²nica imagen que persisti¨® de aquella experiencia, y que a¨²n conservo intacta, fue la de la hermosa negra impasible, que ten¨ªa en las piernas una canasta con rizomas de jengibre para vend¨¦rselas a los pasajeros.
Ahora, viajando, otra vez de Lisboa a Caracas, volv¨ª a aterrizar en Paramaribo, y mi primera impresi¨®n fue que nos hab¨ªamos equivocado de ciudad. La terminal del aeropuerto es ahora un edificio luminoso; con grandes ventanales de vidrio, con un aire acondicionado muy tenue, oloroso a medicinas para ni?os, y esa m¨²sica enlatada que s¨¦ repite sin misericordia en todos los lugares p¨²blicos del mundo. Hay tiendas de art¨ªculos de lujo sin impuestos, tan abundantes y bien surtidas como en el Jap¨®n, y una cafeter¨ªa multitudinaria donde se encuentran revueltas y en ebullici¨®n las siete razas del pa¨ªs, sus seis religiones y sus lenguas incontables. Aquel cambio no parec¨ªa de veinte a?os, sino de varios siglos . Mi profesor, Juan Bosch, autor, entre otras muchas cosas, de una historia monumental del Caribe, dijo alguna vez en privado que nuestro mundo m¨¢gico es como esas plantas invencibles que renacen debajo del cemento, hasta que lo cuartean y lo desbaratan, y vuelven a florecer en su mismo sitio. Esto lo comprend¨ª mejor que nunca cuando sal¨ª por una puerta imprevista del aero-. puerto de Paramaribo, y encontr¨¦ una fila de viejas mujeres sentadas imp¨¢vidas, todas negras, todas con turbantes de colores y todas fumando con la brasa dentro de la boca. Vend¨ªan frutas y ?artesan¨ªa del lugar, pero ninguna hac¨ªa el menor esfuerzo por convencer a nadie. S¨®lo una de ellas, que no era la mayor, vend¨ªa ra¨ªces de jengibre. La reconoc¨ª al instante. Sin saber por d¨®nde empezar ni qu¨¦ hacer en realidad con aquel hallazgo, le compr¨¦ un pu?ado de ra¨ªces. Mientras lo hac¨ªa, recordando su estado de la primera vez, le pregunt¨¦ sin pre¨¢mbulos c¨®mo estaba su hijo. Ni siquiera me mir¨®. ?No es hijo, sino hija?, dijo, ?y acaba de darme mi primer nieto a los veintid¨®s a?os?.
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