Una noche esperando a Godot
Cuando la ensalada de tiros retumb¨® como un batall¨®n de fantasmas negros en el interior del autom¨®vil y los fr¨¢giles altavoces distorsionaron el sonido antes de enmudecer, el ni?o pregunt¨® al conductor: ?Pap¨¢, ?es la guerra??. El padre ech¨® un vistazo por la ventanilla y vio que un hombre corr¨ªa por el borde del Retiro vestido con un chandal azul y que dos chiquillas persegu¨ªan a un perro lanudo por la acera. M¨¢s abajo, en la puerta de un cuartel, el soldado de guardia charlaba tranquilo con una mujer joven y rolliza que llevaba en la mano una bolsa de pl¨¢stico con alimentos. ?Creo que se me ha estropeado la radio?, dijo el padre.Aument¨® un poco la velocidad y estuvo a punto ele rozar un taxi cuyo conductor parec¨ªa ensimismado. Al cruzar el centro vio a dos hombres, uno muy joven y el otro de mediana edad, saludando con el brazo en alto desde un sem¨¢foro. Se encogi¨® un poco y pidi¨® a su hijo que se estuviera quieto.
El hombre de la pistola ya estaba all¨ª.
Pegado a los tres aparatos de radio que hab¨ªa ido recopilando por la casa y con el televisor encendido mientras su mujer temblaba como un jilguero en medio del hurac¨¢n y sonre¨ªa est¨²pidamente, supo pronto que el hombre de la pistola hab¨ªa anunciado la llegada de Godot y que todos deb¨ªan esperar la llegada de Godot para salvarlos. En silencio, el ni?o se hab¨ªa puesto a dibujar en su cuaderno escolar un hombre con pistola y les pregunt¨® luego que c¨®mo le hab¨ªa quedado.
?Est¨¢ muy bien, hijo?. Luego, el chiquillo se oIvid¨® del asunto y se march¨® a la cama.
El Godot beckettiano paseaba en alguna parte con un hermoso cesto de frutas en la mano. El hombre de la pistola a quien ¨¦l hab¨ªa comprado la pistola con su dinero para que le defendiese; el hombre a quien pagaba un buen salario para que ¨¦l pudiera sentirse pac¨ªfico y dichoso, llamaba a gritos al Godot que explicar¨ªa c¨®mo acabar con la libertad, con la paz, con el hombre del chandal y el peque?o sosiego del final del d¨ªa. Sus frutas estaban envenenadas y su ofrenda ol¨ªa a sangre. Pod¨ªa entender que un forajido le pidiera la cartera a punta de pistola para matar el hambre, e incluso para comprar hero¨ªna; pero el mensajero de Godot hab¨ªa jurado por su honor que lo defender¨ªa siempre de todos los forajidos, y cobraba por ello un dinero que ¨¦l no pod¨ªa regalar a su hijo.
Cuando oy¨® lo de los tanques, pens¨® que tambi¨¦n hab¨ªa contribuido ¨¦l a pagar los tanques y a sus altos servidores, y pens¨® si no ser¨ªa mejor que un pa¨ªs pobre y peque?o como el suyo desistiera para siempre de gastar dinero en armas y trabajo en servirlas, dado que solamente eran ¨²tiles para esto. Ante la boca de un tanque se sent¨ªa como una mariposa: un hombre, una ciudad, un pueblo es m¨¢s fr¨¢gil que una mariposa ante las bocas del tanque. Pero el tanque era suyo, lo estaba alimentando ¨¦l.
Y estaba all¨ª el hombre de la pistola. El pistolero.
Se dej¨® hundir en el desencanto, porque esto s¨ª que era desencanto. Una depresi¨®n como un oc¨¦ano. Aplicaba los escasos conocimientos adquiridos en su obligado servicio de armas y cada vez entend¨ªa menos. No sab¨ªa qui¨¦n cercaba a qui¨¦n y qui¨¦nes eran los enemigos (Quis custodiat custodes?), y c¨®mo los mandos enviaban tropa para apoyar a los rebeldes, y c¨®mo el hombre de la pistola, al salir, estrechaba la mano de su sitiador, y, c¨®mo los de las metralletas no sal¨ªan con los brazos en alto como en, las pel¨ªculas de guerra, sino que tiraban por una ventana en brazos de los cercadores y bromeaban con ellos y se iban con las armas en la mano como si salieran de una verbena despu¨¦s de haberse emborrachado y de haber asustado un poco al personal. Aquella espantosa barbarie. Aquella desolaci¨®n.
Le dol¨ªa terriblemente la cabeza: media botella de whisky barato, dos paquetes de cigarrillos, cuatro voces habl¨¢ndole al un¨ªsono por otros tantos altavoces. Y el hombre de la pistola que hab¨ªa entrado all¨ª sin oposici¨®n alguna, a pesar de las modernas garitas y tantos guardias bien pagados. Y la agudeza mental de aquel diputado que alardeaba de amistad con el general de los tanques y de que jam¨¢s podr¨ªa rebelarse. Y la desconsoladora sagacidad del hombre de las ojeras, que era secretario de la mayor¨ªa de les votados, que afirmaba lo innecesario de depuraciones y castigos porque jam¨¢s hab¨ªa le¨ªdo las historias de Sanjurjo, de Prim, de Franco, del mismo Torres Rojas, de tantos otros hombres armados de pistola. Y la sagrada y secular prudencia de los representantes de Dios en la tierra, que probablemente ten¨ªan ya preparados dos comunicados contrapuestos para entregar a los fieles uno de ellos en el momento de conocer a los vencedores. Y la voz del se?or catal¨¢n, tan interesado siempre, que ahora le parec¨ªa un gran tipo y que estaba creciendo medio metro en tres minutos. Y la ternura dulce por aquel se?or de la cultura, el gordito, que s¨®lo pod¨ªa hacer lo que la cultura hac¨ªa en aquel momento Y siempre hab¨ªa hecho: abrirse la camisa para hacer m¨¢s f¨¢cil el camino a las balas.
Pero luego dec¨ªan casi todos que aquellos hombres eran inocentes, que no sab¨ªan a d¨®nde iban. Llevaban comida de campa?a, metralletas, pon¨ªan de rodillas a los periodistas para que sufrieran m¨¢s, hab¨ªan dado un voluntario paso al frente sin preguntar a d¨®nde iban, ten¨ªan olvidado el art¨ªculo 34 de las Reales Ordenanzas; ellos, que jam¨¢s olv¨ªdaban nada, dec¨ªan que hab¨ªan escrito a sus novias, pero siempre terminaban con aquella disyuntiva: ?... o te mato?. Y daban sus nombres por lo bajinis por si fracasaban y luego necesitaban apoyo y ten¨ªan mirando a la pared o tumbados en el suelo a 35 millones de espa?oles. Pero no sab¨ªan nada. De hecho, no estaba pasando nada. Dec¨ªan continuamente que tranquilos, que no pasaba nada, mientras montaban sus armas y se llevaban las propinas de los camareros y abusaban de un anciano valeroso y daban espantosos gritos. Todo parec¨ªa un partido de f¨²tbol algo agitado y confuso.
Y Godot rondaba por entre las palabras con la muerte en los ojos, tendiendo las alambradas del campo de concentraci¨®n. Ya no significaba nada ser libre, ni amar a los hijos y a la propia tierra, a la verdadera patria, ni la esperanza, ni la luz. All¨ª estaba el hombre de la pistola esperando que apareciese Godot con sus dientes afilados para salvarnos a todos de nosotros mismos, para vaciarnos la cabeza y secarnos el coraz¨®n, para encerrarnos de nuevo en las pac¨ªficas sombras de la muerte, porque vivir con aquellas metralletas en la nuca ni siquiera val¨ªa la pena. ?Qu¨¦ les hemos hecho a ellos, en qu¨¦ les hemos ofendido, por qu¨¦ nos humillan as¨ª, para qu¨¦ pertenecemos a la raza humana, qui¨¦n nos orden¨® nacer en este pa¨ªs absurdo y macabro? ?C¨®mo podremos ahora recuperar la alegr¨ªa, la esperanza, el amor, la vida?
Porque el hombre de la pistola todav¨ªa sigue aqu¨ª, a nuestro lado, esperando al Godot de los infiernos.
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