La fragilidad de la democracia
La consolidaci¨®n de la democracia en Espa?a pasa por el Estado de las Autonom¨ªas, y ¨¦ste exige una reforma profunda de la Administraci¨®n, que no cuenta, desde luego, con el benepl¨¢cito de los funcionarios. Una administraci¨®n racional, eficaz y que adem¨¢s encaje con la reorganizaci¨®n auton¨®mica del Estado exige cambios profundos, que naturalmente inquietan al funcionario. Comprensible que sea en el interior del aparato del Estado de donde surjan las cr¨ªticas m¨¢s aceradas contra las autonom¨ªas y, en el fondo, contra la democracia. De la capacidad de reformar convenientemente la Administraci¨®n depende el futuro de la democracia; o formulado en sentido inverso, el aparato del Estado, en su actual configuraci¨®n, constituye el factor m¨¢s claramente desestabilizador que, como espada de Damocles, pende sobre nuestras cabezas.Dos peligros nos amenazan: que se prosiga como hasta ahora el desarrollo auton¨®mico, sin reformar la Administraci¨®n, o que al intento de democratizar el aparato del Estado, haciendo gala de su absoluta independencia, responda suprimiendo la democracia. Si se sigue como hasta ahora, dada la incompatibilidad de la Administraci¨®n central con las Autonom¨ªas, continuar¨¢n saltando chispazos y contradicciones, que se atribuyen a la ?sinraz¨®n de las autonom¨ªas?, cuando no de la democracia. No hay juego m¨¢s siniestro que el de las comisiones de transferencias, en las que aparecen enfrentadas Administraci¨®n central y administraci¨®n auton¨®mica, como si se tratase de dos estados diferentes. El que las comunidades recluten nuevos funcionarios, a la vez que van quedando sin trabajo los de la Administraci¨®n central, no es la menor de las contradicciones. Al planteamiento centralista de la Administraci¨®n responde un planteamiento no menos centralista de las Comunidades, llevando en su l¨®gica, no la reestructuraci¨®n de un Estado auton¨®mico, sino una pluralidad de Estados confederados. Pero dado que esta confederaci¨®n no es posible ni, desde luego, deseable, nos conformamos con la segunda oferta de la Administraci¨®n, un desarrollo ficticio de las Autonom¨ªas, que las convierte en superestructuras in¨²tiles, sobre las que acumular el descr¨¦dito y la impopularidad, que luego revierte sobre, las dem¨¢s instituciones democr¨¢ticas. La actual Administraci¨®n resulta incompatible con un verdadero Estado de las Autonom¨ªas, canalizando su gesti¨®n hacia una imposible confederaci¨®n de Estados o una ficticia superestructura auton¨®mica, o lo que es m¨¢s grave, a una tensi¨®n entre ambas soluciones, que terminar¨¢ por hacer saltar el edificio auton¨®mico y con ¨¦l probablemente las instituciones democr¨¢ticas.
Un nuevo Estado
Consciente de los riesgos que conlleva, en la actual situaci¨®n de fragilidad, una reforma a fondo de la Administraci¨®n, no cabe otra salida, si queremos a largo plazo consolidar la democracia y encontrar soluciones adecuadas para los problemas m¨¢s acuciantes planteados hoy: crisis econ¨®mica, desarrollo del Estado de las Autonom¨ªas, pacificaci¨®n del Pa¨ªs Vasco. Lo mismo que lo hemos hecho para las Autonom¨ªas, podr¨ªa mostrarse lo inadecuado de la actual Administraci¨®n para poner en marcha un plan ambicioso, generador de empleo, as¨ª como la urgente remodelaci¨®n de las Fuerzas de Orden P¨²blico. Espa?a no s¨®lo necesitaba una nueva constituci¨®n, sino algo mucho m¨¢s dif¨ªcil, un nuevo Estado. Si fracasamos en lo segundo, de poco nos va a servir la primera.
La primera etapa de la transici¨®n culmin¨® en el consenso constitucional. Se trazaron las l¨ªneas maestras que han de regir la convivencia en libertad, as¨ª como un nuevo modelo de Estado, el Estado de las Autonom¨ªas. Cierto que en este segundo punto, el consenso oblig¨® a una ambig¨¹edad que estamos pagando a un alto precio. Con todo, una cosa est¨¢ clara: con la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n acab¨® el Estado centralista, por lo menos en el plano jur¨ªdico-constitucional. Hacerlo tambi¨¦n en la realidad, es el desaf¨ªo planteado en esta segunda etapa.
A partir de marzo de 1979 hemos asistido a la incapacidad del Gobierno para gobernar, aproximando, paso a paso, la realidad espa?ola a los preceptos constitucionales. Los socialistas nos esforzamos por cumplir con nuestra tarea de oposici¨®n, criticando al Gobierno hasta el punto de emplear el instrumento m¨¢s contundente que ofrece la Constituci¨®n, la moci¨®n de censura, y ofreciendo un programa alternativo para salir del atolladero. Abierta la crisis pol¨ªtica por la dimisi¨®n del presidente, ofrecimos asumir las responsabilidades que nos correspondieran en un Gobierno de amplia mayor¨ªa parlamentaria y encendidas todas las luces rojas la noche del 23 de febrero, incluso un Gobierno de coalici¨®n. Rechazado ¨¦ste -y valdr¨ªa la pena que los que no lo han aceptado, lo explicasen de manera convincente- nos hemos visto obligados a retornar a la pol¨ªtica de consenso, horriblemente llamada ahora de ?concertaci¨®n?. ?C¨®mo se explica tama?o retroceso?
En una democracia estabilizada, y no como la nuestra, todav¨ªa por hacer, los papeles del Gobierno -gobernar- y el de la oposici¨®n -controlar la acci¨®n del Gobierno, ofreciendo alternativas- est¨¢n claramente delimitados. Confundirlos tiene consecuencias negativas para el libre juego democr¨¢tico. Empero, en momentos de grav¨ªsima crisis desaparecen las diferencias entre los partidos, interesados todos en salvar la naci¨®n frente a un enemigo externo -caso de guerra- o, como el nuestro, salvar el ordenamiento constitucional. Evidentemente, todas las fuerzas pol¨ªticas democr¨¢ticas no pueden tener hoy m¨¢s que un solo objetivo prioritario, fortalecer las instituciones democr¨¢ticas. En la actual coyuntura, todo lo dem¨¢s parece accesorio. El proyecto de transformaci¨®n social, que nos es propio como partido de izquierda, resulta ilusorio si quebrasen las instituciones democr¨¢ticas. Si la situaci¨®n excepcional que vivimos centra la prioridad de todos los partidos en un mismo objetivo, no queda otra pol¨ªtica realista que la de unir los esfuerzos, en el Gobierno, si se puede; con el consenso, si no queda otro remedio, m¨¢xime si hay acuerdo en el problema b¨¢sico que hay que resolver para consolidar la democracia: la reconversi¨®n democr¨¢tica del actual Estado en el Estado de las Autonom¨ªas.
Los costes del consenso
Qu¨¦ duda cabe que un Gobierno de coalici¨®n tendr¨ªa costes altos para los socialistas, obligados a hacer lo obvio desde una perspectiva democr¨¢tica, pero bien poco desde una socialista. Su ventaja radica en que, junto a la corresponsabilidad en la pol¨ªtica global, contar¨ªamos desde el ejecutivo con los medios para hacerla efectiva. Conocemos la triste experiencia de consensuar en la Moncloa, para que despu¨¦s el Gobierno haga lo que le parezca, asumiendo nada m¨¢s que lo impopular y dejando sine die los elementos complementarios m¨¢s progresistas. El consenso tiene, como se ve, costes mucho m¨¢s altos. En lo que le conviene, recurre el Gobierno al consenso, incluido el apoyo parlamentario de la oposici¨®n en las cuestiones vidriosas, manteniendo las manos libres a la hora de la ejecuci¨®n y con el monopolio intacto de la Administraci¨®n y la informaci¨®n a su servicio. Al final, si la operaci¨®n sale bien, el ¨¦xito es del Gobierno, que supo gobernar, y el fracaso, de la oposici¨®n, que no supo ejercerla. Ahora bien, en la situaci¨®n que vivimos, m¨¢s vale que tengamos elecciones en,1983 que la posibilidad de ganarlas. Si cumpli¨¦ramos con rigor la tarea de oposici¨®n, pudiera ocurrir que acorral¨¢semos al Gobierno -es tan fr¨¢gil como la democracia-, pero tambi¨¦n que ¨¦ste fuera el ¨²ltimo constitucional. Tan estrecho es el margen y tan grande la responsabilidad.
L¨ªmites de consenso
?Existen, sin embargo, l¨ªmites a la pol¨ªtica de consenso? Indudablemente. Si el objetivo es la consolidaci¨®n de la democracia, nada se podr¨¢ consensuar que en el fondo cuestione este objetivo. Los socialistas, qui¨¦ranlo o no, constituyen hoy por hoy el puntal b¨¢sico de la democracia, en Espa?a y de ning¨²n modo pueden poner en tela de juicio su credibilidad en este sentido. Adem¨¢s, la democracia no se fortalece recort¨¢ndola o impidiendo la movilizaci¨®n social en su defensa. Fortalecer la democracia significa avanzar en la soluci¨®n de los problemas, empezando por el m¨¢s grave y arriesgado, la transformaci¨®n democr¨¢tica del Estado. Nada fragiliza m¨¢s que la prolongaci¨®n de lo caduco o el mantenimiento indefinido de lo provisional. No se avanza si no se est¨¢ dispuesto a asumir riesgos, y una democracia pazguata muy pronto se puede convertir en una muerta. Si bien es cierto que los m¨¢rgenes actuales a una pol¨ªtica de cambio son bastante estrechos, no es menos cierto que el inmov¨ªlismo conduce directamente a la cat¨¢strofe. El hilo es fino, y aunque sea preciso pasar el camello por el ojo de una aguja, no queda otro remedio que intentarlo.
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