?La pena de muerte otra vez?
Los ¨²ltimos atentados cometidos en nuestro pa¨ªs han creado un clima emocional propicio para replantear el viejo debate sobre la pena de muerte. Un debate que el esfuerzo humanista de los constituyentes pretendi¨® cerrar con la abolici¨®n proclamada en el art¨ªculo 15 de nuestra ley fundamental y que, no obstante, abren peri¨®dicamente quienes definen como debilidad una de las m¨¢s claras exigencias de la conciencia moral del hombre civilizado.En la discusi¨®n sobre este tema hay, sin duda, voces nacidas del dolor y la desesperaci¨®n -voces de v¨ªctimas, de familiares, de amigos ¨ªntimos- ante las cuales quiz¨¢ la ¨²nica respuesta posible es el silencio respetuoso, la comprensi¨®n y el abrazo. A otras voces, empero, se ha de responder con razones y exigir que en este nivel se plantee la pol¨¦mica. As¨ª debe acontecer, por ejemplo, entre juristas y pol¨ªticos. Los juristas, por imposici¨®n directa de la ciencia que profesan, no pueden abordar un problema jur¨ªdico con ?razones del coraz¨®n?. Los pol¨ªticos, si han de ser fieles a su condici¨®n de l¨ªderes de la opini¨®n p¨²blica, no pueden dejarse arrastrar por los impulsos pasionales que se apoderan a veces de los ciudadanos. Preciso es, pues, que unos y otros contribuyan a situar el tema en un marco de equilibrada Y serena reflexi¨®n. A ello -y a intentar demostrar la improcedencia de una reforma constitucional encaminada al restablecimiento de la pena de muerte- se orientan estas consideraciones.
Las sanciones penales tienen, ante todo, su fundamento y raz¨®n de ser en el derecho de la sociedad a defenderse frente a la hostilidad del delincuente. No es la pena un mecanismo para restaurar un hipot¨¦tico orden perturbado, un mal f¨ªsico con el que se har¨ªa ?desaparecer? el mal moral en que el delito consiste. En una perspectiva m¨¢s concreta, lo ¨²nico que en rigor se pretende y en medida variable se consigue con las sanciones penales es satisfacer una necesidad colectiva: la de afrontar la antisocialidad de los delincuentes y preservar un grado aceptable de seguridad y bienestar. Naturalmente, de ello se deduce un obvio l¨ªmite para el derecho de penar: si la pena s¨®lo se justifica en la medida que es necesaria, ¨²nicamente la pena necesaria ser¨¢ justa.
Admitido esto, podemos preguntarnos: ?es necesaria, a la altura de nuestro tiempo, la pena de muerte? Pudo serlo y probablemente lo fue en ¨¦pocas pasadas, pero ?lo es igualmente en las sociedades desarrolladas de las postrimer¨ªas del siglo XX?
Para responder a la pregunta anterior es conveniente distinguir los dos momentos en que la pena cumple su funci¨®n defensiva: el de la advertencia o intimidaci¨®n y el de la represi¨®n. En el primero, la pena debe tener la virtualidad de inhibir, antes de su manifestaci¨®n, las eventuales tendencias al crimen. En el segundo, la pena debe inocuizar, por m¨¢s o menos tiempo, a los que desgraciadamente cedieron a tales tendencias.
La mayor¨ªa de los que, actualmente, defienden entre nosotros el restablecimiento de la pena de muerte, suelen insistir con especial ¨¦nfasis en que s¨®lo ella es intimidante para determinados delincuentes. A esta alegaci¨®n, sin embargo, *hay que oponer dos serias objeciones: la primera es que el establecimiento de una relaci¨®n de causalidad entre dos fen¨®menos sin aportar prueba emp¨ªrica suficiente constituye una conjetura cient¨ªficamente insostenible. Para afirmar que la conminaci¨®n de la pena capital posee una especial eficacia intimidativa, habr¨ªa que demostrar con datos estad¨ªsticos, correctamente presentados e interpretados, que en la mayor¨ªa de los pa¨ªses la abolici¨®n de dicha pena ha ido seguida de un incremento de la criminalidad, y su restablecimiento, de un descenso. Y es el caso que las estad¨ªsticas de que se dispone no son susceptibles, en absoluto, de una lectura un¨ªvoca, lo que, por otra parte, es el resultado inevitable de la complejidad etiol¨®gica del delito. De otro lado, a los que apuestan por la pena de muerte a causa de su fuerza inhibitoria, habr¨ªa que sugerir una consulta a los manuales de psicolog¨ªa criminal. Como dice Von Hentig, entre lo que el legislador, el profesor y el fil¨®sofo creen que intimida y retiene al delincuente y lo que realmente le intimida y retiene, media un abismo.
M¨¢s vulnerable a¨²n es el argumento de los que se apoyan en la necesidad de apartar definitivamente de la sociedad a los m¨¢s peligrosos de sus enemigos. M¨¢s vulnerable por cuanto, en primer t¨¦rmino, olvidan los impresionantes recursos -financieros, organizativos y t¨¦cnicos- que el Estado contempor¨¢neo tiene a su alcance para contener la peligrosidad de sus ?miembros podridos? sin necesidad de extirparlos, y, en segundo lugar, silencian los medios que las ciencias del hombre han puesto a nuestra disposici¨®n para acometer la tarea de la recuperaci¨®n y resocializaci¨®n de los delincuentes.
En consecuencia, una primera conclusi¨®n parece imponerse: si una sociedad moderna y desarrollada como la nuestra decidiese recurrir, en su defensa, a la vieja herramienta del pat¨ªbulo, no podr¨ªa alegar su necesidad. Tendr¨ªa que reconocer que no sab¨ªa o no quer¨ªa hacer otra cosa. Y ni la ignorancia ni la desidia le servir¨ªan de justificaci¨®n.
Hemos visto que la pena es, ante todo, una exigencia de la defensa social y de ello hemos deducido su primera limitaci¨®n. Ahora bien, la pena es algo m¨¢s. Es tambi¨¦n, y sobre todo, una respuesta a la necesidad social de justicia. Si no fuera as¨ª, carecer¨ªa de dignidad jur¨ªdica; ser¨ªa un mero acto de fuerza, un puro gesto de poder. Esta dimensi¨®n plantea una nueva y seguramente m¨¢s decisiva limitaci¨®n a la facultad estatal de sancionar. Porque, en cierto sentido, si el fundamento de la pena es la necesidad, la justicia -como dice Helmut Coing- es su l¨ªmite.
Este sencillo postulado ya nos puede llevar, de entrada, a considerar injusta -y por ende jur¨ªdicamente inaceptable- una pena constitutivamente ilimitada como la de muerte. Profundice mos, sin embargo, brevemente en algunas de las razones por las que "la presi¨®n de la justicia sobre la pena ha de tener, antes que ning¨²n otro, el efecto de limitarla. Para comprenderlo, acaso baste con recordar que la justicia es un valor que comporta el sentido de la igualdad, de la proporcionalidad. Luego la pena justa no es s¨®lo la pena necesaria, sino la ploporcionada. ?D¨®nde buscar el criterio de la proporci¨®n9 ?Cu¨¢l es la magnitud a la que ha de equivaler la gravedad de la pena? Hay que reconocer honradamente que estas preguntas no tienen respuesta, ni exacta ni aproximada. De ah¨ª que los hombres, vagamente conscientes de la tosquedad de su justicia penal, se hayan aplicado; a lo largo de su evoluci¨®n, a fijar meros criterios limitativos m¨¢s all¨¢ de los cuales las penas no ser¨ªan justas, sino odiosas, teniendo en cuenta a tal efecto, bien la estructura objetiva del hecho criminal, bien la culpabilidad moral de su autor. Precisamente el progreso del derecho pe nal viene marcado por el reconocimiento de la culpabilidad como criterio decisivo para la medici¨®n de la pena. Esto significa que all¨ª donde se pasa del objetivismo al subjetivismojur¨ªdico-penal, la sanci¨®n a imponer se intenta me dir, no s¨®lo o no tanto con la regla de la gravedad intr¨ªnseca del delito, sino sobre todo con la del grado en que el mismo puede ser considerado producto de una decisi¨®n consciente y libre.
Una clara consecuencia parece deducirse de lo anterior: si la voluntad libre y consciente es el presupuesto de la culpabilidad moral y ¨¦sta es el criterio justo de la pena, s¨®lo cuando nos encontremos ante un crimen nacido de una inteligencia y una libertad enteramente desprovistas de condicionamientos extra?os, ser¨¢ posible en estricta justicia un juicio de culpabilidad absolutamente condenatorio y, por consiguiente, una pena absoluta e irreparablemente grave. Y es el caso que tal hip¨®tesis es, sencillamente, irrealizable. La biolog¨ªa, la psicolog¨ªa y la sociolog¨ªa, entre otras ciencias, no nos permiten hoy hablar seriamente de seres incondicionados, de hombres que sean los ¨²nicos autores de sus propios actos. Por el contrario, no hay crimen -por repugnante y execrable que lo supongamos- que no pueda ser explicado en funci¨®n de una biograf¨ªa y de un espec¨ªfico contorno social. Esta explicaci¨®n cient¨ªfica -importa advertirlo- quiz¨¢ no tenga que traducirse jur¨ªdicamente en atenuaci¨®n alguna de la responsabilidad penal. Es m¨¢s, posiblemente determinados condicionamientos ser¨¢n, desde el punto de vista jur¨ªdico, compatibles con una significativa agravaci¨®n de la responsabilidad. Pero ello no impedir¨¢ que moralmente nos est¨¦ vedado formular un juicio de reproche tan ilimitadamente riguroso como para fundamentar la imposici¨®n de la m¨¢xima restricci¨®n que, para el hombre, es la muerte. Si el m¨¢ximo reproche resulta cient¨ªficamente inviable, si con frecuencia la misma sociedad lo ha de compartir con el delincuente, su consecuencia jur¨ªdica -la pena de muerte- ha de ser igualmente rechazada.
Dejemos, pues, la pena de muerte donde la Constituci¨®n felizmente la puso: en el museo de la Historia. Y no dejemos que un arrebato emocional destruya de nuevo para los espa?oles una conquista de la raz¨®n.
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