Ah, pero cuando ocurre...
Tampoco Manuel Torre cantaba bien todos los d¨ªas. Ni Dostoiewsky escrib¨ªa ¨²nicamente novelas inmortales. ?Por qu¨¦ habr¨ªamos de ver torear cada vez que subimos al tendido? Ah, pero cuando ocurre, cuando eso ocurre, Manuel Torre entra s¨²bitamente en el futuro desgarrado por seguidilla y pisando entusiastas pedazos de camisa, mientras Fiodor Mijailovich redacta alg¨²n cap¨ªtulo de Los Karamazov. Nada grande sucede porque esa sea su obligaci¨®n, y ni siquiera porque sea su capricho, sino porque es su hora, porque le complace al destino. Yo creo que fue el destino lo que junt¨® en Las Ventas los materiales necesarios para que all¨ª, por unos cuantos dilatados instantes, se levantara la arquitectura del toreo. El p¨²blico, tan ce?udo otras tardes, estuvo generoso y alegre, contagiando a los diestros su confianza y su serenidad. Los cuatro toros de Garz¨®n, esa ganader¨ªa centenaria, se vinieron con los ri?ones llenos de siglo y de poder, tres de ellos con cabeza de miel y el otro como tit¨¢n de fuego. Cuando hay toros desmesurados y el p¨²blico conserva la mesura, el coraz¨®n de los toreros puede ponerse a punto, como un reloj, y dar la hora.La tarde fue de Curro -y un poco de Garz¨®n Dur¨¢n-, pero no s¨®lo Curro dio la hora. Anto?ete (que hizo el pase¨ªllo, nadie sabe por qu¨¦, con la cara comida por la preocupaci¨®n; una preocupaci¨®n que se quit¨® de encima, nadie sabe por qu¨¦, como quien se quita un anillo, apenas vomit¨® el callej¨®n) dej¨® cierta rec¨®ndita ense?anza de un toreo a?ejo, resonante y profundo, y consigui¨® que su encuentro a distancia con el toro borrase la distancia entre el ruedo y los grader¨ªos: doblando, o citando en profundidad, nos convirti¨® a nosotros en un acuerdo de deslumbramiento, y convirti¨® a la fiesta en ceremonia, y al coso en catedral de ritmo. A esto le llam¨¢bamos antes sabidur¨ªa y pundonor.
Rafael de Paula (que, descompuesto con la colaboraci¨®n de un negro bragado de Juan Pedro Domecq que tiraba derrotes como si fuera un mal co?ac, se alej¨® melanc¨®lico en medio de una bronca no del todo ret¨®rica, puesto que el jerezano pinch¨® sin tino y degoll¨® sin disimulo), Rafael de Paula, digo, nos lidi¨® a su primero con algunas briznas de genio, como quien pone especias. Mat¨® mal y lloviendo (chuzos), pero hab¨ªa lidiado con un poco del propio sol, ese sol que nos hace paulinos a pesar de los nervios de Paula. Es curioso: Rafael de Paula tarda tantas plazas en pintar una faena inolvidable que estamos condenados a verle de memoria. Pero, de pronto, nos pide la esperanza, la unta por su muleta con jubilosa parsimonia, compone no ya la figura, sino la estampa, cita, recibe, gira, y ya estamos en paz, ya no nos debe nada. Tampoco Manuel Torre cantaba bien todos los d¨ªas.
La esquizofrenla del adicto
Hubo un tiempo, ya lo sab¨¦is, en que el espectador taurino era de Joselito o de Belmonte. Ahora, a los drogadictos de Curro les sucede otra esquizofrenia: o Curro est¨¢ fat¨¢, y entonces se le venda con broncas, hasta dejarlo hecho una momia de humillaci¨®n y desconcierto, o Curro conduce a su toro como quien conduce a una novia, con una cortes¨ªa llena de besos y de virilidad tranquila (otra no hay), y entonces el reloj del toreo no s¨®lo da la hora: se para y mira a Curro, absorto. En su primero, tuvo voluntad y finura. Con su tercero (hubo de lidiar tres, a causa de un percance en el tobillo que envi¨® a la enfermer¨ªa a Chenel), un astifino bravo de Juan Pedro Dornecq, Curro estuvo valiente y porfiado de muleta, valent¨ªsimo de capote. Con su segundo estuvo artista. Impetuoso y al mismo tiempo equilibra do. Estuvo inolvidable. Enroscando rodilla en tierra, como un junco con la derecha -el codo cauterizado en la cintura-, suntuoso en el de pecho, canoso de oro lento en el pase ayudado, y memorable en todo, Curro abras¨® la tarde reci¨¦n llovida, tore¨® por sole¨¢ majestuosa, y escribi¨® en su enemigo y compa?ero, con met¨¢foras despaciosas, ese poema torero que se escucha desde las gradas con ojos como platos y con la gratitud de la espera colmada.
Vimos, en fin, algo a los tres. Lo suficiente a Paula. Mucho a Anto?ete. Much¨ªsimo -hasta temeridad- a Curro. Fue una de esas enigm¨¢ticas tardes sin trofeos, pero con plenitud, en que el p¨²blico sale conmovido y como por la puerta grande, con la alegr¨ªa de sospechar c¨®mo cantaba Manuel Torre, con el convencimiento de que otra tarde as¨ª s¨®lo nos la dar¨¢n la paciencia, la suerte y el destino.
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