Lo que no fue
?C'est pour vous, mon g¨¦n¨¦ral!?, musit¨® con un quebrado hilo de voz y algunas l¨¢grimas en los ojos Bernard Tricot, el fiel jefe de Gabinete del general De Gaulle.Desde el balc¨®n de su. despacho, el hier¨¢tico presidente de Francia contemplaba la imponente multitud que desfilaba por la avenida de los Campos El¨ªseos, 800.000 bourgeoises, compactos, serios y asustados. Era la hora se?alada, la apoteosis del triunfo, la culminaci¨®n esperada tras la misteriosa volatilizaci¨®n de De Gaulle, camino hacia Baden-Baden para parlamentar con el torturador de argelinos, el general ultra Jacques Massu. Faltaban todav¨ªa treinta d¨ªas para que los franceses trotaran hacia las elecciones legislativas anunciadas en una escueta fil¨ªpica presidencial, pero los aterrorizados burgueses no esperaron a meter las papeletas en las urnas, y en los El¨ªseos daban ya su anticipado veredicto. Un mes m¨¢s tarde, Francia corroboraba la institucionalizaci¨®n de la m¨¢s abrumadora victoria electoral gaullista; fue la postrer muestra de la altiva grandeur, la exhibici¨®n m¨¢s impresionante de todas, excepto la que en su d¨ªa represent¨®, entre aislados disparos, cuando los nazis abandonaban Par¨ªs, gritando a sus acompa?antes: ??Detr¨¢s de mi detr¨¢s de m¨ª!?. S¨ª; fue un gran espect¨¢culo, y acaso por eso mismo el ¨²ltimo. Semanas m¨¢s tarde, las paredes de la facultad de Medicina se interrogaban: ??Tienen los gaullistas un cromosoma de m¨¢s??, pero en el tibio abril, el astuto septuagenario hab¨ªa hecho tragar a los franceses un elixir que les har¨ªa olvidar que al reloj se le acababa la cuerda y que el tel¨®n estaba descendiendo para dar por finalizado el primer cuadro del ¨²ltimo acto. La crisis monetaria de noviembre y el refer¨¦ndum del 27 de abril anunciaban que la comedia hab¨ªa terminado, y ahora los espectadores tendr¨ªan ocasi¨®n de asistir a una nueva obra, cuya g¨¦nesis ten¨ªa que rastrearse al otro lado del Atl¨¢ntico. L¨¢stima para el general que Andr¨¦ Tricot y, sobre todo, el revolucionario full-time Andr¨¦ Malraux no hubieran ordenado levantar un buen censo de esos extra?os j¨®venes que dorm¨ªan en los parques usando una guitarra como almohada.
Ellos, los hippies, no fueron inventores, pero s¨ª transmisores, de cultura. Vagaron por el mundo con sus ramilletes de flores y, como abejas, llevaron el polen del inconformismo y de la libertad de Nepal a Sidney, de Nueva York a Berl¨ªn. Nadie, fuera de ellos, recogi¨® el eco de los gritos de Berkeley; rasgueando unas cuerdas en las escaleras de la Trinit¨¢ del Monti o templ¨¢ndolas en el Quartier Latin, comunicaron a la juventud europea que hab¨ªa nacido una nueva vida, un valor que se alimenta y agota con otras f¨®rmulas de coacci¨®n: droga, sexo, ocio...
Recuerdo como si fuese hoy el abordaje de algunos hippies en el aeropuerto de Ginebra; tambi¨¦n el simult¨¢neo y digno descenso de otros cabreados pasajeros. Yo pensaba en la complicaci¨®n que eso representaba para. las compa?¨ªas a¨¦reas; viejas reum¨¢ticas escandaliz¨¢ndose por tener que viajar al lado de pelambrosas y despreocupadas minifalderas; ejecutivos bien perfumados, fastidiados ante barbas y bucles, aros, cadenitas, calcoman¨ªas en la frente y en los brazos y los tatuajes y el desprecio en ?os labios, y tambi¨¦n la carencia de desodorante Arden for Men. Los daneses sugirieron que en estos casos se invitase a los pasajeros a usar, antes de subir al avi¨®n las duchas del aeropuerto, pero los hippies rechazaron la idea y, a la vez, encontraron cientos de formas m¨¢s efectivas y sutiles de hacer subir la presi¨®n a los bien pensantes.
Ese inconformismo a rajatabla s¨®lo pod¨ªa aparecer en una naci¨®n de ra¨ªz puritana donde el trepar por la pir¨¢mide se ha convertido en un fen¨®meno socialmente patol¨®gico. Puede ser, tal como opinar, los soci¨®logos, que se trate de una actitud infantil, pero tambi¨¦n era pueril el Babbitt, de Sinclair Lewis, y mientras algunos de sus imitadores tiraron por la calle de la rebeli¨®n, otros prefirieron seguir, responsables y conformes, transitando por la calle Mayor sin atreverse a arrojar el peri¨®dico ya le¨ªdo fuera de las papeleras p¨²blicas o a hacer uso de su libertad. Los bien pensantes dos casas, tres coches y la barbacoa junto a la piscina rodeada de c¨¦sped sintetico- estaban condenados sin remedio a convivir entre hippies; quisieron disimular la presencia de los apestados y no pudieron, hasta que al final no les qued¨® m¨¢s alternativa que reconocer los hechos: ellos, los babbits, tambi¨¦n hed¨ªan. Fue entonces cuando miraron hacia atr¨¢s.
Efervescencia incontrolable
Pocos dudan hoy que el gran rechazo -Par¨ªs, Berl¨ªn, Madrid, M¨¦xico DF, R¨ªo de Janeiro- o la efervescencia incontrolable de 1968 se remonta cronol¨®gicamente a The Berkeley events, acontecimientos cuya exuberante vitalidad marca una radical separaci¨®n con la vieja izquierda norteamericana. Sin la nueva izquierda (New left), que en 1968 rode¨® a Eugene MeCarthy apoy¨¢ndolo en la convenci¨®n dem¨®crata -nominaci¨®n que ¨¦l mismo rechaz¨®, prefiriendo ir al dentista en vez de acudir a un estadio donde le esperaban 25.000 fans-, el rudo tejano L. B. Johnson no habr¨ªa renunciado con -tanta rapidez a la postulaci¨®n para un nuevo mandato.
Al lado de San Francisco, Berkeley cobija las m¨¢s importantes dependencias de la Universidad de California -nueve campus dispersos por todo el Estados, desde finales de la segunda guerra mundial absorbe y expende m¨¢s dinero que ninguna otra del pa¨ªs, pero tambi¨¦n es la universidad m¨¢s avanzada; entre sus casi 2.000 profesores, las celebridades son cosa corriente, y de sus 30.000 estudiantes, una tercera. parte son graduados, atletas dial¨¦cticos a los cuales es muy dif¨ªcil batir.
El liberalismo es tradici¨®n en Berkeley. Comunas espont¨¢neas celebran reuniones por cualquier motivo -hasta los sherpas tibetanos quedaron asombrados al comprobar en California el inter¨¦s de los estudiantes por el alpinismo- e invitan a cient¨ªficos y personajes pol¨ªticos a dar conferencias seguidas de la discusi¨®n abierta, con coloquios consumiendo la mayor parte del tiempo. En las cafeter¨ªas y en las mesas situadas alrededor del campus se venden peri¨®dicos y panfletos editados por el estudiantado; tambi¨¦n se hacen colectas para financiar campa?as ideol¨®gicas.
Cuando el debate de la escalada de Vietnam comenzaba a calentar a todo el pa¨ªs, Berkeley pretendi¨® limitar las nianifestaciones consentidas por la tradici¨®n de la. universidad, pero no por sus f¨¦rreos reglamentos. En un principio, cada loco iba con su tema denunciando la matanza; el rectorado, ben¨¦volo, dejaba hacer. Poco despu¨¦s, veinte agrupaciones estudiantiles se unieron, formando el FSM (Free Speech Movement), y la cuesti¨®n empez¨® a ponerse seria: 5.000 estudiantes comenzaron a practicar la democracia directa -teach in, la desobediencia ciudadana, ?sin in?- e incluso alcunas formas originales para irritar a la buena gente, be in, love in. Los muchachos y las chicas del FSM, al margen de negociar con los decanos, ocuparon los claustros y formaron un comit¨¦ para atender las relaciones p¨²blicas con los profesores, los estudiantes y los periodistas, pero tambi¨¦n hicieron algo m¨¢s, en mi opini¨®n lo m¨¢s importante, fundaron una universidad libre, con seminarios no incluidos en los estudios de Berkeley: historia de la guerra fr¨ªa, imperialismo, fascismo, psicoan¨¢lisis, Tercer Mundo. Dicho de otra manera, el Free Speech Movement no era una acci¨®n gremial que batallaba por el espesor de una hamburguesa o la reducci¨®n de la jornada acad¨¦mica, fue una pelea a muerte por sostener y profundizar la libre discusi¨®n en la universidad, y a partir de esa raya, una feroz impugnaci¨®n de todos los falsos valores que se vend¨ªan al mundo entero con el rutilante sello del american way of life.
El presidente de la Universidad de Berkeley, Archibal Clark Kerr, y el gobernador de California, Pat Brown, dialogaron, pactaron y, al final, muchas veces bajo ultim¨¢tum, cedieron a las demandas de los universitarios. La destreza mental, la velocidad en los planteamientos y la inventiva -m¨¢s la impresionante capacidad organizativa- hicieron pap¨ªlla al establishment, integrado por seniles, decanos y bur¨®cratas.
La onda de Berkeley se expandi¨® con la rapidez del rayo a las universidades del Este. Entroncada en la tradici¨®n liberal, florec¨ªa una nueva izquierda apuntalada en los derechos civiles, que se puso al rojo vivo al prohijar las nov¨ªsimas t¨¦cnicas de agitaci¨®n y propaganda ideadas en el Sur por un pu?ado de ap¨®stoles y cientos de miles de ac¨®litos de la integraci¨®n racial. Suavemente escorados al marxismo, los integrantes del FSM no rezaban en el mismo templo de Marx o Engels; aquello fue un parlamento sin fronteras en donde los militantes o simpatizantes partidarios, si es que exist¨ªan algunos, ten¨ªan gamas m¨¢s atractivas en donde elegir, sin necesidad de ir a buscarlas en los ya antiguos y periclitados programas. Ingenuos hasta el infantilismo, multiplicaron su virulencia hacia todos los dogmas y doctrinas, ya que todos, seg¨²n ellos, hab¨ªan decepcionado, traicionado y triturado a la vieja iz
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quierda; ellos, la nueva izquierda, seguir¨ªan otro camino. Lo que ignoraban es que a Pat Brown le suceder¨ªa en la gobernaci¨®n de California el actual presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, el cual, entre otros orgullos, tiene el de ?haber domesticado a toda esa manada de la Universidad de Berkeley?.
Mientras en California se incubaba el cambiar de vida que quer¨ªa Rimbaud, en Par¨ªs se perfilaban las conversaciones oficiales entre norvietnamitas y norteamericanos. Fue una casualidad, pero coincidencia, al fin y al cabo. De todas maneras, pienso que hay coincidencias muy significativas, y ¨¦sta, con muy limitado margen de error, es una de ellas. Las rebeliones de Berkeley y Par¨ªs se incubaron en la matriz de la burgues¨ªa -no en toda ella, s¨®lo en un sector sensible o enloquecido, si se prefiere-, perojustamente por ello, por su irresponsabilidad, capaz todav¨ªa de provocar alg¨²n acto de idealismo, como freno a los h¨¢bitos que se contraen al ingresar en ella, y la guerra en Asia, tras Los papeles del Pent¨¢gono y La guerra del presidente, desnud¨® los convencionalismos y engros¨® la cuota de desertores americanos dentro de los pa¨ªses n¨®rdicos. Dicho de otra manera; Berkeley dej¨® en cueros un farise¨ªsmo que ya se volv¨ªa intolerable hasta para est¨®magos de hierro como los de Walter Lippinan y James Reston, que, bajo los velos legales de la sociedad opulenta, ocultaban una explosi¨®n de falsedad, de odio y de violencia.
La consecuencia de esta revuelta sin plataforma ni programas no pod¨ªa ser sino otra rebeli¨®n informe; el azar, la casualidad o la coincidencia hizo que el destino buscara otro privilegiado escenario, Par¨ªs.
Todo comenz¨® el 22 de marzo, cuando con ese mismo nombre -Movimiento 22 de Marzo-, los estudiantes de la facultad de Letras de Nanterre -edificio funcional, grandes ventanales y, al fondo, un panorama suburbial y mugriento- decidieron fundar su organigrama revolucionario. De all¨ª surgieron los ases de la revuelta Daniel Cohn-Bendit, Mark Rudd y Rudi Dutschke; ¨¦ste, el 19 de abril, logr¨® que 2.000 estudiantes parisienses se reunieran en el Barrio Latino y protestaran, unidos con sus pares alemanes, por el atentado que hab¨ªa sufrido en Alemania. Ese d¨ªa, 22 de marzo, tambi¨¦n emeroieron otros l¨ªderes del siudent power galo, pero a veces la historia suele ser injusta y no registra sus nombres. De Nanterre, la revuelta, como en Berkeley respecto al Este, se desplaz¨® hasta los vetustos y h¨²medos claustros dela Sorbona, y desde all¨ª, desde Par¨ªs, al resto de Francia. Las primeras inscripciones de negros grafittis hicieron su aparici¨®n: ?No queremos un mundo donde la garant¨ªa de no morir de hambre se compersa por la garant¨ªa de morir de aburrimiento?, pod¨ªa leerse en el Ode¨®n; ?Los que hablan de revoluci¨®n y de lucha de clases sin referirse a la realidad cotidiana, hablan con un cad¨¢ver en la boca?, apuntaba una pared de la Sorbona. En la facultad de Ciencias Pol¨ªticas advert¨ªan: ? ?El fascismo, al inodoro de la Historia!?. El lenguaje de las paredes anunci¨® el nacimiento del mes; ahora a ?les ¨¦v¨¦nements de mai? ya no los frenaba ninguna liturgia o amenaza.
La lucha se puso a danzar, pero, sin embargo, antes de volar hacia Ruman¨ªa para dictar unnuevo cap¨ªtulo de su apertura hac¨ªa el Este, De Gaulle alcanz¨® a chillar: ?La violencia en las calles es intolerable?. El explosivo qued¨® en rianos de Alain Peyrefitte, ministro de Educaci¨®n, y el viernes 10 de mayo el di¨¢logo y las negociaciones se convirtieron en un fracaso total. El 11, las centrales obreras, ignorantes de la filosof¨ªa berkeleiana, intentaron acoplarse al carro de los revolucionarios, ¨²resumiendo de que ellos, los obreros, podr¨ªan transformarse en el eje de la victoria: ?El lunes, huelga general?, pontificaron. En apresurado regreso de Afganist¨¢n y sin abandonar Orly, Georges Pompidou hizo concesiones, pero ya era demasiado tarde.
En ese instante, la crisis conmovi¨® al mundo; la sorpresa se prolongar¨ªa por a?os, era la II Revoluci¨®n Francesa. La izquierda tradicional -como la vieja izquierda norteamericana-, con el burocratizado Partido Comunista franc¨¦s al frente, hab¨ªa quedado marginada. Tanto unos como otros no eran nada m¨¢s que brazos del establishment, y los revolucionarios pasaban por encima de ellos, pisote¨¢ndoles sin piedad. Comenzaron entonces las noches absurdas, de fiesta y de miedo.
Al igual que Le¨®nidas en el famoso lienzo de Louis David, los gendarmes sosten¨ªan en una mano un garan escudo circular; pero en la otra, en la mano libre, llevaban granadas lacr¨ªrn¨®genas y cartuchos de humo. Pero, claro, no se mata, no es pol¨ªtico matar, por lo menos impunemente, a estudiantes; la tradici¨®n avala que lo que hay que liquidar en las luchas sociales son obreros: los estudiantes, como hijos de pap¨¢, siempre est¨¢n al otro lado de la barrera. Pero este no es un siglo c¨®modo, normal, este es un siglo rar¨ªsimo y extra?o; los estudiantes casi piden por favor que los maten, y los obreros, entre hacer la revoluci¨®n o hincharse los bolsillos, deciden optar por ascender al estado de la burgues¨ªa. En otros siglos, la sangre proletaria -o la de los estudiantes, pero s¨®lo por accidente- era canjeada por los arribistas en los despachos de la burgues¨ªa; ahora, m¨¢s zafios, los arribistas explotan a su propia clase, le hacen el rackett, les meten en el cuerpo el miedo al burgu¨¦s. Los estudiantes han aprendido a hacer la revoluci¨®n, y en cuanto a los obreros, han aprendido pol¨ªtica.
Los cinturones industriales vomitaron miles de desarrapados, vagabundos y desocupados; ellos no comenzaron a gritar, por cierto, como adhesi¨®n a las reivindicaciones de los fr¨ªvolos lechuguinos de Saint-Germain-des-Pr¨¦s o a los petimetres que en la plaza Denfert-Rochereau escuchaban a un viejete estr¨¢bico llamado Jean-Paul Sartre; no, el lumpen ten¨ªa una cuenta que saldar con los flics, y este.era el momento de cobrarla, otra imitaci¨®n de la espresa basura humana de la sociedad de consumo americana: primero, partirle la cabeza a los polic¨ªas; luego, s¨®lo luego, destrozar y quemar lo que sea.
Los estudiantes van al ataque, codo a codo; llevan palos y adoquines, portan ramas de casta?os cantados por generaciones de poetas, marchan con trozos de venerables verjas que hab¨ªan puesto una barrera entre la sociedad y la universidad. La vieja historia -?c¨®mo eludirla?- resucita y se adormece en el inconsciente colectivo; es el segundo asalto a la Bastilla, pero ahora la Bastilla es la Sorbona, templo, museo y ata¨²d de la conciencia burguesa. La orden es cargar, pero, a la hora de hacerlo, los gardes mobiles se encuentran que frente a ellos tienen una docena de premios Nobel; los guardias saben que est¨¢n obedeciendo a un sistema en donde los mandarines intelectuales y universitarios reciben m¨¢s honores que los militares o los capitanes de la industria, pero los guardias saben tambi¨¦n que esos tipos de aspecto tan pac¨ªfico no son la canalla sindicalista de la Renault, sino unos popes sabios llamados Lefevre, Blanchot, Gorz, Claude Roy, Lacan.... gente que no quiere otra cosa que buscar una emancipaci¨®n a sus conocimientos, dar libertad a la ciencia y al arte y evadirse de una Administraci¨®n en donde ellos son una mercanc¨ªa del mont¨®n, algo que se compra y se vende. Los CRS creen estar viendo visiones; los profesores asisten a las clases de sus alumnos con humildad y candor, sin perderse una sola asamblea. El para¨ªso perdido, aquel en donde se extravi¨® el ¨¢rbol de la ciencia, vaya broma, result¨® que estaba en Par¨ªs. Cuando De Gaulle regres¨® de Ruman¨ªa, el pa¨ªs no estaba en sus manos, sino en las de una coalici¨®n de estudiantes y obreros bendecidos por Mao Zedong, el profesor Marcuse y el Che Guevara, y en esa uni¨®n radic¨® la derrota, la l¨ªnea divorcista entre unos estudiantes que quer¨ªan acabar con la sociedad y unos obreros que s¨®lo deseaban ascender en ella.
En la tarde del 27 de mayo, Georges Pompidou -el de la traici¨®n- y Couve de Mourville, el fiel, no hab¨ªan advertido la diferencia entre ser v¨ªctimas de la sociedad industrial y ?queremos menos horas de trabajo?. De Gaulle, reci¨¦n llegado de Alemania, se aconsej¨®, una vez m¨¢s, en sus paseos entre los pinos de La Boisserie, y mientras sus pensamientos se aclaraban en el quieto atardecer campestre, supo que otra vez la victoria le acompanaba. Ya pod¨ªa regresar a Par¨ªs y a los franceses.
A mediod¨ªa del d¨ªa 30 lleg¨® al El¨ªseo, a las tres de la tarde inform¨® a su Gabinete, a las 16.31 horas, exactamente, apareci¨® ante las c¨¢maras de televisi¨®n y apuntill¨®: ?? Franceses! Como portador de la legitimidad nacional y republicana... he tomado mis decisiones. Bajo- las presentes circunstancias no renunciar¨¦. Poseo el mandato del pueblo y lo cumplir¨¦. No relevar¨¦ al primer ministro, cuyos m¨¦ritos, lealtad y capacidad merecen el reconocimiento de todos. En el d¨ªa de la fecha he disuelto la Asamblea Nacional. La Rep¨²blica no renunciar¨¢. El pueblo se reencontrar¨¢. El progreso, la independencia,y la paz nos conducir¨¢n a la victoria por la senda de la libertad. i Viva la Rep¨²blica! i Viva Francia! ?.
Mucho tiempo despu¨¦s de aquel mayo, todav¨ªa pod¨ªa leerse en las paredes de Bellas Artes: ?De Gaulle, no Mitterrand, no. Poder obrero, s¨ª?. A tenor de los resultados de las ¨²ltimas elecciones francesas, los ex l¨ªderes de la revoluci¨®n parisiense se preguntan ad¨®nde conduc¨ªa aquella explosi¨®n. Unos opinan que a la es tratosfera; otros, que a las termiteras. Que nadie se asombre, pues, de que los guitarristas de Berkeley sean hoy ejecutivos de la General Motors.
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