Ni plat¨®nicos ni aristot¨¦licos
Cierto reputado escritor ingl¨¦s de finales del siglo XVIII, cuyo nombre a¨²n no pueden pronunciar sin temblor los centristas espa?oles, sostuvo que los hombres suelen nacer plat¨®nicos, pero m¨¢s tarde o m¨¢s temprano acaban por aristotelizar. Naturalmente, esta dr¨¢stica observaci¨®n denuncia un t¨ªpico caso de comportamiento aristot¨¦lico de segundo grado seducido por la manera sutil con que el Estagirita resolvi¨® el famoso conflicto entre la forma y la materia. Y a?ad¨ªa: ?Lo aristot¨¦lico es lo que determina lo plat¨®nico, lo que convierte tanta indeterminaci¨®n en realidad, la forma graciosa hacia la cual tiende la espesa materia del maestro, su finalidad secreta?.Para corregir en la medida de lo posible tama?a groser¨ªa filos¨®fica, el poeta favorito del tambi¨¦n impronunciable Borges, Samuel Taylor Coleridge, dijo aquello de que todos los hombres nacen plat¨®nicos o aristot¨¦licos, y as¨ª morir¨¢n. Naturalmente, esta confortable explicaci¨®n de la humanidad delata la clara tendencia neoplatonizante del versificador m¨¢s odiado por Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n.
Hubo en la historia de las ideas y de las boutades m¨¢s teor¨ªas, pero, sea por flojera mental o por sencillez argumental, lo cierto es que la dualidad de Coleridge hizo fortuna en el pensamiento de Occidente, sirviendo de ¨²til discriminador. Hasta el caso de un popular comentarista deportivo de la Prensa brit¨¢nica demostr¨®, har¨¢ cosa de cinco anos, que la manera de remar del equipo de Cambridge era de claro estilo plat¨®nico, entre dial¨¦ctica y academizante, mientras que la del conjunto de Oxford resultaba inequ¨ªvocamente aristot¨¦lica, peripat¨¦tica. ?De ah¨ª?, concluye el cronista de las famosas regatas anuales, ?las ra¨ªces de la secular y absurda rivalidad entre las dos escuelas en su af¨¢n por dominar el pitag¨®rico T¨¢mesis. Y de ah¨ª tambi¨¦n, la tradicional superioridad oxoniana en la historia de la competici¨®n?. Hip¨®tesis partidista, arriesgada, ciertamente provista de erudici¨®n filos¨®fica, que si bien no resulta del todo satisfactoria desde un punto de vista deportivo, justo es reconocer que explica con precisi¨®n la imposibilidad material y espiritual de un golpe de Estado militar en el pa¨ªs que ha sido capaz de producirla y reirla.
El principal problema que plantea esta tan inesperada como estimulante actualidad editorial de los Di¨¢logos escritos por ?el de las anchas espaldas? -que es lo que Plat¨®n significa en griego, y viven los dioses que acertaron los atenienses con el apodo, que a tales espaldas seguimos encaramados despu¨¦s de tantos siglos- es si somos los espa?oles plat¨®nicos o anstot¨¦licos.
Particularmente, considero bastante m¨¢s apasionante este enigma que todo ese tedioso tr¨¢fico metaf¨ªsico -metaqu¨ªmico, para seguir siendo precisos- del ser, el qui¨¦n, el oh, el qu¨¦, el por qu¨¦ y el ?ay! de los espa?oles.
?Somos plat¨®nicos o aristot¨¦licos? ?Circulamos por la historia del lado de las mentes abstractas sint¨¦ticas, gen¨¦ricas, especulativas con paso dial¨¦ctico y la mirada puesta en el alto mundo de las ideas, o la nuestra es, por el contrario, una actitud nominalista, emp¨ªrica, anal¨ªtica, l¨®gica, cerebral, peripat¨¦tica? Ese es el problema y no el dirimir a capa y espada si esto empez¨® en Covadonga y sigui¨® hasta ahora por l¨ªnea de cristianos viejos, o si en Toledo y por v¨ªa bastarda.
Si, como todo el mundo admite, el modelo de mente aristot¨¦lica por excelencia es la anglosajona, entonces basta y sobra con leer los titulares de la Prensa para entender que no nos llam¨® el Estagirita por los senderos del Organum, a pesar de Averroes, la tropa escol¨¢stica y nuestra popular incapacidad hist¨®rica para hab¨¦rnoslas con los conceptos abstractos.
?Somos, en consecuencia, plat¨®nicos, neoplatonizantes, cusanos, agustinianos? Tampoco hay razones serias para sostenerlo, a pesar de los meritorios esfuerzos que en el antiguo r¨¦gimen hicieron Torcuato Fern¨¢ndez Miranda y Jes¨²s Fueyo para elevar las ideas del Movimiento a inm¨®viles categor¨ªas supracelestes con el fin de mantenernos encadenados y de cara a la pared en una caverna de rango plat¨®nico, seguramente para que nos aprendi¨¦ramos el ejemplo de memoria.
Pero hay m¨¢s datos. Basta leer el pr¨®logo excelente del profesor Lled¨® a esta edici¨®n espl¨¦ndida para entender que, definitivamente, lo plat¨®nico no es lo nuestro. Me refiero al car¨¢cter dialogante que tiene la inauguraci¨®n de la historia de las ideas. Lo que fascina deslizando la mirada por estas versiones rigurosas de la obra de Plat¨®n (y la del Pann¨¦nides, de Bueno y Velarde, es inmejorable) no es que all¨ª est¨¦ planteada la mayor¨ªa de las cuestiones, ni siquiera comprobar, como Whitehead dijo, que la historia de la filosof¨ªa no es m¨¢s que una serie de acotaciones a Plat¨®n, sino su car¨¢cter conversacional.
Cuando la filosof¨ªa se instala en la escritura -en la historia- surge revestida de di¨¢logo, esto es, de tolerancia, dudas, interrogaciones, finales abiertos, contradicciones. De sociabilidad, en definitiva, porque conversar es algo m¨¢s que vivir, es convivir: habitar el lenguaje de manera plural, antidogm¨¢tica, permanentemente cr¨ªtica, interminable -toda conversaci¨®n es, por naturaleza, interminable-, cort¨¦s, literaria. El di¨¢logo es el teatro de la escritura, en donde lo importante no es, como se suele repetir, el ingenio de las respuestas, sino el arte de las preguntas.
Pero aqu¨ª los banquetes no se organizan para sembrar dudas, sino para instaurar evidencias idiotas, para imponer respuestas, para decretar el soliloquio. Confundimos el charlar con el conspirar, y asi nos luce la historia.
O sea que ni plat¨®nicos ni aristot¨¦licos, sino una tercera y, curiosa manera de filosofar que prefiere el mon¨®logo al di¨¢logo y lo pat¨¦tico a lo peripat¨¦tico. Si Coleridge levantara la cabeza, se tragar¨ªa la flor de sus sue?os.
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