El dulce sue?o de Dolores Ib¨¢rruri
Nuestra generaci¨®n oy¨® contar muchas veces una historia de miedo alrededor del brasero, en aquellas noches de la posguerra, bajo una bombilla de cuarenta vatios, mientras ululaba el viento en los cristales, el excitante caso del demonio en persona que hab¨ªa tomado la forma de una mujer vestida de negro, p¨¢lida y feroz como una loba. Se hac¨ªa llamar Dolores Ib¨¢rruri y se alimentaba de nacionales guapos, devor¨¢ndolos crudos al pie de la trinchera. Aquel demonio est¨¢ ahora sentado aqu¨ª, detr¨¢s de una mesa de ejecutivo, en un despacho con moqueta, todo forrado de nogal. Lleva alivio de luto y sonr¨ªe como una noble anciana completamente cansada.-?Por qu¨¦ he vestido siempre de negro? Una mujer de clase modesta como yo no puede vestir de colorines; el negro es m¨¢s asequible; con un vestido negro, aunque sea de tela barata, puedes ir a cualquier sitio, pero con un traje de colorines no puedes. No es que el negro me sentara mejor, no se trata de eso, es que con el negro vas vestida m¨¢s decentemente. Por ejemplo, un vestido granate, ?c¨®mo me voy a poner yo un vestido granate, mujer de un minero? No puedo salir a la calle como si fuera una bandera. El negro es m¨¢s serio y puedes ir a cualquier parte, lo mismo a la iglesia, que al ayuntamiento, que al front¨®n. Era yo muy jovencita y se muri¨® mi abuela. Me puse de negro, comenc¨¦ a empalmar lutos y todav¨ªa no me lo he quitado.
En aquellos a?os de amor y gas¨®geno, de imperio hacia Dios y fiscal¨ªa de tasas, otros ni?os de nuestra generaci¨®n oyeron la misma historia contada al rev¨¦s, en el silencio sepulcral de la Espa?a vencida, con la voz de Radio Pirenaica ahogada bajo tres almohadas, el caso de una hero¨ªna del pueblo que ten¨ªa la lengua de fuego, una madre ib¨¦rica vestida de luto que resisti¨® hasta el final. Aquella hero¨ªna est¨¢ ahora encerrada en este camar¨ªn insonorizado, con cristal antibala, del ¨²ltimo piso de la sede del Partido Comunista, un edificio funcional que tiene algo de sanatorio de ancianos y oficina central de una empresa de maquinaria agr¨ªcola. En una estanter¨ªa del despacho est¨¢n depositadas algunas ofrendas sencillas que los fieles mandan a su patrona, una cer¨¢mica, un retrato de la santa hecho al carb¨®n, una l¨¢mpara votiva de paja china. Si se abrieran al p¨²blico las puertas del camar¨ªn, llegar¨ªan peregrinos rojos y fetichistas internacionales desde muy lejos, pero Dolores Ib¨¢rruri no est¨¢ expuesta al culto, sino guardada como un valor amortizado en la caja fuerte, a solas ya con sus recuerdos.
?Llevaba yo un escapulario del Coraz¨®n de Jes¨²s ... ?
-Me gustaba mucho bailar pasodobles, Espa?a ca?¨ª o lo que fuera. En la plaza de mi pueblo hab¨ªa un quiosco de m¨²sica y a su alrededor se montaba el baile los domingos por la tarde. All¨ª danzaba yo con todos los muchachos. Tuve un primer novio que se llamaba Miguel Echevarr¨ªa, lo recuerdo perfectamente, un chico de Matamoros, ajustador metal¨²rgico, muy t¨ªmido, que ven¨ªa atravesando los montes desde su pueblo, los domingos, a sacarme de paseo. Dur¨® poco, porque no hablaba nada. Si yo me callaba, ¨¦l no hablaba. Un d¨ªa le dije: ?Y a no vuelvas m¨¢s?. Yo entonces pertenec¨ªa al Apostolado de la Oraci¨®n, llevaba un escapulario con un Coraz¨®n de Jes¨²s, aqu¨ª, en el pecho, y una cruz en la espalda, no, todos los d¨ªas no; s¨®lo en las fiestas, en las novenas, en las procesiones. Cada semana iba con la maestra a arreglar el altar del Coraz¨®n de Jes¨²s en la iglesia y me confesaba todos los s¨¢bados; era lo bueno que eso ten¨ªa, pod¨ªas hacer lo que quisieras, luego te confesabas y comulgabas, y quedabas limpia de delito. Enseguida tuve otro novio, Juli¨¢n Ruiz, con el que me cas¨¦ a los veinte a?os. Y como ¨¦l no sab¨ªa bailar, me qued¨¦ sin bailar. El viaje de boda lo hice a Santander, a casa de unos parientes de mi marido. ?Cu¨¢ntos a?os tengo? Ochenta y cuatro, no, no, ochenta y cino. Ya son a?os, ya son a?os, pero pienso llegar a los cien. Yo era muy feliz cuando, en las vacaciones de la escuela, los chicos y chicas ¨ªbamos a pie a la playa de Portugalete; mi madre me preparaba una tortilla as¨ª de grande en un plato envuelto con una servilleta, yo me ba?aba en el mar con un ba?ador de pantal¨®n que me llegaba hasta all¨¢ abajo y despu¨¦s volv¨ªamos a casa cantando, ya de noche. Entonces, lo que yo m¨¢s deseaba en el mundo era ser maestra; llegu¨¦ incluso a hacer un curso de preparaci¨®n y sent¨ª mucho que mis padres no me quisieran pagar la carrera; lo sent¨ª mucho porque pod¨ªan hacerlo. Mi padre era carlista y analfabeto, un vasco cerrado que hablaba un castellano terrible, muy macarr¨®nico. De ni?a, yo le¨ªa el peri¨®dico todos los d¨ªas y le contaba lo que o¨ªa en los m¨ªtines.
Cuando regres¨® del exilio era un sofisticado placer, un toque de distinci¨®n para progresistas, besar, abrazar, manosear a este mito. Conoc¨ª a Dolores Ib¨¢rruri debajo de un pino, en un chal¨¦ de Cercedilla, un d¨ªa de primavera de 1977. Estaba sentada en un siIl¨®n de mimbre, vestida de negro con algunas puntillas blancas, ten¨ªa la barbilla pellizcada y el ¨ªndice en el p¨®mulo con las, arracadas paralizadas en el aire, tan bella, herm¨¦tica e inm¨®vil, componiendo all¨ª, en el jard¨ªn, la imagen de su propio cartel o un dise?o de solapa. Parec¨ªa tener el pensamiento muy lejos, tal vez en el frente de Teruel o en las estepas rusas, aunque la rodeaba un grupo de devotos intelectuales que esperaban con ansiedad el momento feliz en que la esfinge despegara los labios para impartir la ense?anza a los ne¨®fitos. Herv¨ªa cerca el caldo de una paella roja y un guardaespaldas catal¨¢n jugaba a la petanca sin dejar de cubrir con el rabillo del ojo cualquier movimiento de su due?a. Hubo un instante en que Dolores dio se?ales de que iba a hablar. Y cuando todo el mundo se arremolin¨® con unci¨®n, esperando una consigna calentita, reci¨¦n salida del horno, de pronto, la esfinge comenz¨® a cantar, con voz potente, un trozo de Los gavilanes. Han pasado cinco a?os. Hoy, los periodistas ya no duermen en el portal de su casa, el p¨²blico ha digerido el mito. Dolores tiene un cansancio infinito encima. En este despacho forrado de nogal, sentada en un sill¨®n de ejecutivo, no es probable que esta mujer rompa a cantar fragmentos de zarzuela. Despu¨¦s de cinco a?os, s¨®lo repite, obsesivamente, lo mismo que dijo, entre canci¨®n y canci¨®n, en aquel jard¨ªn de Cercedilla.
?Escorriendo a los esquiroles a pedradas?
-Mi abuelo fue minero, mi padre fue minero, mi marido fue minero. Tambi¨¦n mi madre trabaj¨® recogiendo mineral y llevando cestos a los vagones hasta que se cas¨®, con diecisiete a?os. Yo me he criado en un barrio donde ve¨ªa a mi familia trabajar en la mina con s¨®lo asomarme a la puerta de casa. No conoc¨ªa nada de teor¨ªa marxista; yo s¨®lo sab¨ªa que all¨ª en Gallarta llov¨ªa 160 d¨ªas al a?o y que en todo ese tiempo m¨¢s los domingos y flestas de guardar mi marido se quedaba sin jornal. Las condiciones dur¨ªsimas en que viv¨ªamos me hicieron revolucionaria. Quise conocer las causas por las que nosotros ten¨ªamos que soportar aquella miseria trabajando para que se enriquecieran otros, los que viv¨ªan en la parte llana del valle con sus villas lujosas, los propietarios de las minas, los contratistas y los capataces. Mi familia era carlista; mi padre hizo la ¨²ltima guerra carlista y al terminar se qued¨® en la zona minera, se cas¨® con mi madre, que era castellana, una mujer muy guapa y muy alta; mi padre era carlista, mis hermanos eran carlistas, soy nieta, hija y mujer de minero, me cas¨¦ con un socialista y l¨®gicamente yo tambi¨¦n me hice socialista. Mis padres eran muy religiosos y cuando me hice socialista y despu¨¦s comunista no me dijeron nada, porque estaba casada; aunque eran mineros, viv¨ªan en otras condiciones que mi marido; mi padre era artillero y mi hermano mayor hab¨ªa sido panadero; mi madre pari¨® once hijos, y bastante trabajo ten¨ªa como para preocuparse de teor¨ªas; as¨ª comenc¨¦ a luchar participando en las manifestaciones, en las huelgas, corriendo a los esquiroles a pedradas. Era muy f¨¢cil. El pueblo est¨¢ en una pendiente del valle, te pon¨ªas arriba y los agobiabas a cantazos. Eran terribles las huelgas en la zona minera y hac¨ªan temblar a la burgues¨ªa, porque los mineros ten¨ªan dinamita y pod¨ªan hacer ciertas cosas. No, no, yo nunca he tenido un arma en la mano, jam¨¢s he disparado un rev¨®lver, ni una escopeta, ni un fusil, con todo lo que han dicho por ah¨ª, no han sido esas mis maneras, a lo sumo un tiragomas cuando era chica y romp¨ªa un cristal y mi madre me daba unas zurras ¨¦picas. Yo de peque?a quer¨ªa ser maestra, pero mi padre no me lo quiso pagar, pero tuve el privilegio de asistir a la escuela hasta los quince a?os, con dos de regalo. Tambi¨¦n pertenec¨ªa al apostolado de la oraci¨®n. En verano ¨ªbamos a pie cantando a la playa de Portugalete.
Del Coraz¨®n de Jes¨²s directamente al coraz¨®n de Carlos Marx, sin tocar banda; del apostolado de la oraci¨®n a la lucha obrera. No hab¨ªa m¨¢s que cambiar de clavija. Dolores Ib¨¢rruri comenz¨® a vivir su rebeld¨ªa con la misma piedad con que cada semana renovaba los b¨²caros de flores en el altar de la iglesia de Gallarta.
-Cuando en 1936 sal¨ª diputada y llegu¨¦ al Congreso, a m¨ª, que era mujer de un minero, entrar en aquel edificio no me impresion¨® nada. Me pareci¨® como la iglesia de mi pueblo, pero con m¨¢s lujo. Ya estaba acostumbrada a las maderas, a los candelabros, a las alfombras, a los altares y otras maravillas. Tampoco hubo ning¨²n personaje que me causara demasiada impresi¨®n. Aza?a era un hombre un poco herm¨¦tico, muy adentrado en s¨ª mismo, inteligente, pero cerrado. Prieto era otra cosa, ten¨ªa mucha simpat¨ªa, yo le quer¨ªa mucho, no s¨®lo porque le hab¨ªa conocido en el Pa¨ªs Vasco, sino porque era un buen amigo. El me estimaba mucho y a veces me llamaba y me preguntaba cosas. Besteiro era un tipo muy estirado, no tuve relaci¨®n con ¨¦l. ?C¨®mo iba yo, mujer de un minero, a tener trato con un hombre tan fino? Gil Robles era inteligente, un enemigo de cuidado. Calvo Sotelo era el gran adversario que yo me ve¨ªa enfrente, ten¨ªa talento pol¨ªtico, pero simp¨¢tico no era. Pude haberle dicho muchas cosas, es usted un vividor, un sinverg¨¹enza, pero nunca le dije que morir¨ªa con los zapatos puestos; yo no pod¨ªa hacer una amenaza de esa naturaleza. Ah¨ª est¨¢ el Diario de Sesiones. Lo que pasa es que yo era una mujer de pueblo, vestida de negro, que ha
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blaba clarito y eso impresionaba mucho a aquella gente. Cuarenta a?os despu¨¦s, Dolores Ib¨¢rruri volvi¨® al Congreso con toda la carga mitol¨®gica encima. Para una generaci¨®n que en las noches de la posguerra hab¨ªa o¨ªdo alrededor del brasero aquella historia de terror acerca: de este demonio, o hab¨ªa seguido las haza?as de la hero¨ªna a trav¨¦s de Radio Pirenaica con la cabeza metida debajo de la almohada, fue de mucha emoci¨®n literaria verla pisar de nuevo alfombras de la Real F¨¢brica, avanzar por el pasillo de m¨¢rmoles entre craquelados lienzos de gente bigotuda, atravesar la explanada del hemiciclo, subir hacia el tendido de sol y sentarse en su localidad en el momento en que comenzaba otra vez la fiesta. Durante todo el guirigay de las Cortes Constituyentes ella no abri¨® la boca. Se la ve¨ªa en el bar, harta ya desde el principio, seria, distante y rodeada de los suyos, como un mito que tomaba caf¨¦ con leche esperando que los timbres del ujier llamaran al sacrificio. Luego, all¨ª, encaramada en su esca?o, parec¨ªa dormitar con la paciencia de una mujer enlutada que espera en una estaci¨®n perdida un tren fantasma cargado de cosacos que no llegar¨¢, mientras a sus pies se agitaba una lucha pol¨ªtica entre funcionarios de colmillo retorcido y penenes desmelenados, tiburones administrativos y moralistas criados con sonetos de Antonio Machado. Dolores Ib¨¢rruri dorm¨ªa.
"En el Parlamento se siente una fuera de casa"
-No, no me gustaba el Parlamento, pero nunca me dorm¨ª. S¨®lo pensaba. Y no le dir¨¦ lo que pensaba. En fin, que en el Parlamento se siente uno fuera de casa. Despu¨¦s la llevaron durante alg¨²n tiempo como n¨²mero bomba a los m¨ªtines y fiestas del partido en los descampados. Los viejos militantes de provincias, obreros de pelo blanco bajo un gorro de feria con la hoz y el martillo, soplando un matasuegras la esperaban hasta el anochecer, y todav¨ªa lloraban un ano -m¨¢s al o¨ªr su voz fiera cuando lanzaba-verdades elementales como pu?os. Pero una anciana con tanto temperamento nunca se sabe por d¨®nde va a salir, de modo que ha sido necesario subirla cuanto antes al altar y dejarla aparcada en esa zona honor¨ªfica y muerta, atendida por una sacristana devot¨ªsima de la santa. Dolores Ib¨¢rruri se levanta, como siempre, a las seis de la ma?ana, y todos los d¨ªas acude a este despacho en la sede del partido comunista. Un joven de biceps descomunales, que vigila un circuito cerrado de televisi¨®n, te abre la puerta con mando a distancia. Atraviesas un gran sal¨®n que podr¨ªa servir para exposici¨®n de tractores, el ascensor atraviesa pisos con oficinas tecnocr¨¢ticas hasta la sexta planta, todo funcional, con baldosas y paredes blancas, donde no te sorprender¨ªa cruzarte con una enfermera llevando una bandeja de n¨ªquel llena de jeringuillas, pero llega un momento, a medida que se avanza por un pasillo, en que te acoge un silencio de madera noble, moqueta, puertas robustas y conversaciones en voz baja y enseguida sabes que ya has llegado a la cumbre. Das con los nudillos y te dejan entrar en el camar¨ªn donde se venera la sagrada reliquia, que est¨¢ precisamente sentada detr¨¢s de una mesa desierta, sin un papel, sin una carpeta, reluciente como la tapa de un piano. Sonr¨ªe como una gran maternidad elegante, cansada, iluminada por un ventanal. Tiene una humedad muy triste en los ojos, aunque rompa a re¨ªr siempre en sonoras carcajadas de mujer de pueblo que est¨¢ de vuelta.
-Nunca he conocido a ning¨²n personaje que me haya impresionado, nunca he encontrado a un l¨ªder que me haya podido servir de modelo o que me haya impulsado a seguirlo. Tampoco Stalin. Yo conoc¨ªa Stalin en las reuniones de la Internacional Comunista y a veces en entrevistas a solas con ¨¦l. Era de regular estatura, ni muy alto ni muy bajo, es muy dif¨ªcil describir su personalidad. Conmigo era un hombre muy afectuoso, me trataba como a una camarada, pero con cari?o, nunca estuve en su casa ni ¨¦l en la m¨ªa, no hab¨ªa nada de eso de tomar el t¨¦ juntos o de invitarme a comer. Cuando, en 1948, ingres¨¦ en un hospital para operarme de la ves¨ªcula, vino a verme, pero, en general, nuestros contactos eran oficiales. Se interesaba por las cosas m¨¢s nimias, te hac¨ªa muchas preguntas de tipo personal, aunque sin intimidad. Cuando sali¨® lo del XX Congreso fue corno si me dieran un mazazo en la cabeza, no sab¨ªamos nada, bueno, no dir¨¦ que no se cargara a alg¨²n enemigo pol¨ªtico, en la lucha ya se sabe, pero todo aquello fue una gran sorpresa. S¨ª, s¨ª, recuerdo mucho Mosc¨², sobre todo por mi hija y mis nietos, que viven all¨ª, en el piso que yo dej¨¦ en la calle de Stalinaski, un departamento majo, con tres habitaciones, sala, despacho y cocina.
Dolores Ib¨¢rruri s¨®lo tiene muy vivo en la cabeza el recuerdo de Gallarta, aquel pueblo en cuesta donde naci¨® hace 85 a?os, cerca de Bilbao. Arriba estaban las minas y el barrio obrero, con barro hasta las cejas, abajo, en el Rano, se levantaban los chal¨¦s de los grandes mineros, Agust¨ªn Iza, Valent¨ªn Iza, Alberto Agusquizaga, que ella ve¨ªa con odio porque eran los explotadores. Condiciones objetivas, reales como la vida misma. Dolores no quiere meter la pata hablando de pol¨ªtica. Las cosas est¨¢n demasiado complicadas para que una abuela tan rebelde suelte la lengua, de modo que ella se limita a repetir estribillos de memoria aprendidos en la ¨²ltima edici¨®n de la cartilla del partido. Por lo dem¨¢s, ya no se acuerda de nada. S¨®lo cuando su imaginaci¨®n vuelve al pueblo se le calienta un poco la boca.
"Ya no soy interesante"
-En Gallarta hab¨ªa una gran banda de m¨²sica y yo ten¨ªa muchos amigos, en fin, eso de decir que yo tengo un novio hoy y otro ma?ana, eso no, de ninguna manera. A m¨ª, de chavalita me gustaba ir a los mitines y al cine que nos echaban en la calle durante las fiestas, y a la playa de Portugalete, a ba?ar me, con unos pantalones que me llegaban de aqu¨ª hasta aqu¨ª; de peque?a, me colaba de rond¨®n en la Casa del Pueblo y escuchaba a los obreros. All¨ª aprend¨ª la primera canci¨®n, El mundo est¨¢ lleno de l¨¢grimas,- no, no, tangos yo no cantaba, en un pueblo minero se cantaban poco esas cosas. Mis padres eran carlistas, yo era del Apostolado de la Oraci¨®n. Despu¨¦s sal¨ª la rebelde de la casa. Desde que me cas¨¦, a los veinte a?os, no he vuelto a la iglesia. La vida no ha sido f¨¢cil. Pero le voy a decir la alegr¨ªa m¨¢s grande que he tenido nunca. Ha sido la de parir tres hijos de una vez, en un solo parto. Uno naci¨® muerto, otro muri¨® despu¨¦s y, al final, el tercero sobrevivi¨®.
Aquella mujer tan racial, con los pechos repletos de leche roja, que en su juventud fue conducida a la c¨¢rcel desde Madrid a Bilbao, en un vag¨®n de tercera, entre dos guardias civiles, con el halda llena de monedas, frutas y embutidos que le regalaban los pasajeros al enterarse de que era comunista, es esta misma anciana que, detr¨¢s de su mesa oficial, vac¨ªa, tiene ahora la mirada perdida, un sue?o muy triste en los ojos. Se queda ensimismada en un punto fijo del ventanal y luego murmura algo.
-No..., ya no soy interesante. Cuando se tienen ochenta y tantos a?os, ?qu¨¦ papel puede jugar una ya? Son a?os, ?eh?, ya son a?os. En fin, pienso llegar a los cien.
Le cuento a Dolores Ib¨¢rruri que, hace un par de meses, el presidente del Banco de Nevada, un norteamericano de ochenta a?os, me dijo, en Nueva York, que lo dar¨ªa todo por conocerla, que coger¨ªa el avi¨®n ma?ana mismo si se dignara darle audiencia. De pronto all¨ª, en camar¨ªn, la sagrada reliquia se despierta, lanza una carcajada pueblerina y grita:
-D¨ªgale que venga ya.
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