Precisi¨®n brit¨¢nica en la solemne ceremonia de San Pablo
Ladi Diana entr¨® en la catedral de San Pablo del brazo de su padre, el conde Spencer. La grandiosa ceremonia se desarroll¨® con una exactitud asombrosa -salvo ocasionales errores de los novios-, pero el momento supremo, que estremeci¨® a las 3.000 personas que est¨¢bamos en la iglesia, lleg¨® cuando los presentes entonaron el himno nacional.
En una catedral sobriamente decorada para la ocasi¨®n, los primeros invitados comenzaron a ocupar sus asientos dos horas antes de la llegada, a las once de la ma?ana (hora de Madrid), de la novia. El p¨²blico se convirti¨® pronto en una masa multicolor en la que era dif¨ªcil identificar a nadie. Pero se distingu¨ªa al rey de Tonga, cuya voluminosidad le hab¨ªa obligado a utilizar una silla especial que se trajo con ¨¦l; al ex primer ministro Harold McMillan, que entr¨® renqueando; a los Thatcher, ambos de azul oscuro, y a lord Carrington, cuya baja estatura contrastaba con la de su adjunto en el Foreign Office, sir Ian Gilmour. Por supuesto, todo el mundo buscaba a Nancy Reagan (vestida de color fucsia), mientras el presidente franc¨¦s, Fran?ois Mitterrand, parec¨ªa ocultarse, dada la falta de atenci¨®n que se le ha prestado.Con dos minutos de retraso sobre el horario previsto apareci¨® el novio, con su uniforme de gala de la Marina acompa?ado por sus hermanos Andr¨¦s y Eduardo, que hac¨ªan las veces de padrinos. Carlos se par¨® a saludar a su madre, inclinando la cabeza, colorado y mirando hacia los lados, con aire de haber dormido poco. Espera en un lateral; en esos momentos se oyeron unos tremendos v¨ªtores y aplausos que llegaron de la calle y, antes de que resonaran las trompetas, ladi Diana hab¨ªa llegado. En la catedral hab¨ªa expectaci¨®n. Unos se levantaron confundidos, y se volvieron a sentar disimuladamente. El pr¨ªncipe Carlos, con aire m¨¢s nervioso, sali¨® al pasillo a esperar a su novia, que entr¨® con su larga cola, seguida por sus preciosas damas de honor y dos pajes. No se miraron, pero al situarse delante del coro Carlos la contempl¨®, primero mir¨¢ndole a la cara y luego al traje.
La boda en s¨ª fue corta. A la primera menci¨®n del arzobispo de Canterbury a los hijos, ambos cruzaron sus miradas y sonrieron, y en seguida lleg¨® el s¨ª quiero (I will), pronunci¨¢ndolo ¨¦l como si se encogiera de hombros, y ella en un tono muy bajito, temerosa, como si estuviera pidiendo perd¨®n o no supiera muy bien lo que iba a ser de su vida. A continuaci¨®n, repitieron los votos que va se?alando el arzobispo, olvid¨¢ndose ¨¦l de parte de la f¨®rmula, y llam¨¢ndole ella invirtiendo sus nombres, Felipe Carlos. El pr¨ªncipe de Gales tom¨® de su suegro la mano de ladi Di procedi¨¦ndose a la bendici¨®n y colocaci¨®n del ya famoso anillo.
La gente cotilleaba. Los novios que tambi¨¦n intercambiaban algunas palabras, se sentaron, con un peque?o problema para colocar la cola. El speaker de la C¨¢mara, George Thomas, con su caracter¨ªstica voz, ley¨® la ep¨ªstola, ante un p¨²blico m¨¢s silencioso que el habitual del Parlamento. El arzobispo de Canterbury pronunci¨® su homil¨ªa hablando de los cuentos de hadas que suelen terminar as¨ª mientras ¨¦ste empieza ahora.
La m¨²sica sigui¨® y llega lo m¨¢s grandioso del d¨ªa: el Dios salve a la reina entonado por miles de personas, con un escalofr¨ªo general que sali¨® de una iglesia calurosa donde abundaban los abanicos. Pero estas son las ventajas de tener un himno nacional que se puede cantar y que dej¨® a la propia Isabel II muy pensativa.
Ladi Diana, ya princesa de Gales, desde que as¨ª la llamara momentos antes el arzobispo de Canterbury, se retir¨® con su marido, los padrinos y los testigos a firmar las actas matrimoniales, mientras la soprano Maori Kiri te Kanawa cant¨® un aria del Samson, de Haendel, para el deleite de todos los asistentes a esta boda, en la que ha predominado la buena m¨²sica, con una gran orquesta y un nutrido coro.
De vuelta a la nave principal, Diana llevaba por primera vez el velo alzado. ?Hubo beso? Dif¨ªcil saberlo. En todo caso, nunca en p¨²blico. Por fin le ve¨ªamos la cara. Siempre se ha dicho que las novias la tienen de cart¨®n piedra en el d¨ªa de su boda. Esta vez parec¨ªa lo contrario, con un novia que de cuando en cuando se pasaba la mano por la frente para quitarse el sudor.
Los reci¨¦n casados se cogieron del brazo y comenz¨® el cortejo de salida, no sin que antes Diana le hiciera una reverencia a su suegra. Tras ellos, el conde Spencer, algo aletargado debido a un reciente derrame cerebral, acompa?¨® a la reina Isabel II. Ordenadamente, los invitados se retiraron. La due?a de la gran celebraci¨®n volvi¨® a ser la calle.
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