Querido Alvaro
Por lo menos, querido Alvaro, a estas horas y alturas habr¨¢s comprobado ya si en el cielo hay almejas. T¨² asegurabas que no, en uno de tus flamantes t¨ªtulos, que en el cielo no hab¨ªa fruto alguno de tan oval seducci¨®n y curioso pelaje, y que, por tanto, s¨®lo se mueren los tontos: otro de tus famosos frontispicios (en este caso, maldita sea, demasiado optimista). Pon¨ªas unos t¨ªtulos a tus libros que casi exim¨ªan de leerlos, esc¨¦pticos tus amigos y disc¨ªpulos de que la prosa interna del volumen pudiese superar la insuperable expresividad de la sobrecubierta. Si s¨®lo hubieses escrito t¨ªtulos (como aquel personaje de Saroyan que escrib¨ªa libros maravillosos de una sola palabra: Arbol, por ejemplo), ya con ellos tendr¨ªas un lugar dilatado en el cronic¨®n de la literatura patria: cuarenta l¨ªneas de sorpresa y risa infiltradas en tan severo cat¨¢logo. Pero te obstinaste en talar varios bosques con tu pluma (si me disculpas la met¨¢fora), y en transformar su madera en resmas y las resmas en risa, cap¨ªtulo tras cap¨ªtulo. Cre¨ªas en la risa m¨¢s all¨¢ de Bergson y Freud al margen, referencias a posteriori del delito que t¨² orillabas a golpe de olivetti y con salud de caballo. Te gustaba considerarte un purasangre, puesto que lo eras, y repet¨ªas en entrevistas y coloquios eso de que el creador (o sea, t¨² mismo) es un caballo de carreras aguijoneado en su gran derby por las picaduras de los t¨¢banos (o s¨¦ase, los cr¨ªticos). Me da la sensaci¨®n de que los cr¨ªticos, eruditos en todo tipo de proverbios, no le¨ªan exhaustivamente a Alvaro de Laiglesia, pero quiz¨¢ haya que indultar en parte a los mentados cr¨ªticos, Alvaro bondadoso, y culparte en parte a ti del presunto desv¨ªo. Porque t¨², Alvaro incontinente, escribiste m¨¢s tomos de los que caben en un curr¨ªculo y no hay cr¨ªtico, por cient¨ªfico que sea, que se haya le¨ªdo todo Gald¨®s, todo Azor¨ªn, todo Umbral o todo Alvaro, por citar varios pol¨ªgrafos poco relacionados entre s¨ª.?Te segu¨ªamos puntualmente los colegas y amigos, o nos limit¨¢bamos a quererte y admirarte con la pereza hisp¨¢nica y pertinaz a seguir a nadie en sus obras completas, tan listos como somos y tan acostumbrados como estamos a colocar a cada uno en su clich¨¦, a ser posible en reducci¨®n a escala? De m¨ª dir¨¦, con la m¨ªnima decencia, que tienes derecho a exigirme dbsde tu inmortal postura de cuerpo presente que estuvieron a punto de expulsarme de aquella biblioteca cuando profan¨¦ su acad¨¦mico silencio y compostura con varias carcajadas prorrumpidas al echarme furtivamente a los ojos tu N¨¢ufrago en la sopa, uno de tus primeros libros, si no el primero. Eran los tiernos a?os provincianos en que cualquier soplo de vida o vuelo de mosca (tu libro tronchante o las muecas locas de una adolescente que tampoco estudia al otro extremo de la mesa) pueden a uno alejarle para siempre de las matem¨¢ticas castas y la vida formal. Te seguir¨ªa luego por libros y ateneos, hasta dar con mis huesos en tu hospitalaria (y, a partir de ahora, legendaria) Codorniz, en la que era cierto que hab¨ªa que hacer angosta espera tras entreabierta ventanilla hasta que t¨² examinabas la carpeta, pero en la que no menos cierto era que, una vez aprobados los dibujDs por tu arriesgado ojo cr¨ªtico, uno pod¨ªa contar con la colaboraci¨®n pagada y tu amistad impagable para los restos. T¨² eras maestro de optimismo y propagador de la fe en cosas de suyo tan abstractas como las revistas de humor y la inmortalidad del cuerpo. Cre¨ªas que La Codorniz era eterna y falleci¨® en tres tiempos. Cre¨ªas que no te morir¨ªas nunca, y aqu¨ª me tienes escribiendo una necrol¨®gica que t¨² considerar¨ªas confusa y demasiado larga. Por lo menos pon algo gracioso al final, me sugerir¨ªas con esa exquisitez tuya para ense?ar deleitando. Pondr¨¦ que te adelantaste varios siglos a Marcelino Oreja declar¨¢ndole la guerra al Reino Unido y reconquistando la Roca, conio consta en los fondos de la Hemeroteca Nacional. Pondr¨¦ que lo de Manchester no prueba que hayas muerto, como atestiguar¨¢n tus libros. Pondr¨¦ sobre el halda de la bell¨ªsima Anne alegres flores blancas para que te las d¨¦ en mi nombre me negar¨¦ a ponerme triste mientras te abrazo y lloro.
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