Cambio de vestidos, cambio de se?ores
El esp¨ªritu ilustrado faIla profundamente con la guerra. Esta empieza a ser objeto de reflexi¨®n ilustrada, de racionalizaci¨®n, por lo menos desde que el cristianismo (habiendo proscrito definitivarnente todo vicio irenismo y dispersado hasta la sombra de la sombra el polvo de los huesos de Donato y Tertullano tras las vergonzosas capitulaciones de Nicea) la adimite y la somete a consideraci¨®n moral. Pero una moral pac¨ªfica a pesar de todo y, siquiera de nombre, como la cristiana, si quiere justificar la guerra, no tiene m¨¢s remedio que poner esa justificaci¨®n fuera de la guerra misma, o sea, ampararla bajo la idea de la utilidad; convertir la guerra en medio para un fin aut¨®nomo, otorgando a este fin la capacidad de criterio exclusivo para determinar la bondad o frialdad de la guerra, que de rechazo viene as¨ª a quedar como algo en si mismo moralmente mudo, en blanco, indiferente, neutro. Tal vez en santo Tom¨¢s est¨¢ ya pr¨¢cticamente completo lo poco que ha llegado a dar de s¨ª la racionalizaci¨®n cristiana de la guerra; Una racionalizaci¨®n marcadamente d¨¦bil y penosa, indigna de otros claros y felices hallazgos del iluminismo cristiano, y que se arrastra sin mejoras por las lamentables casu¨ªsticas de Vitoria y, de Su¨¢rez.Pero no importa mucho; tal racionalizaci¨®n apenas pasa de ser una flor ideol¨®gica de invernadero, sin capacidad de influencia sobre las acciones, y rotundamente contradicha y contrarrestada por sucesivas, exhuberantes y esplendorosas floraciones de uniformes militares que se alzan y se derraman cada vez m¨¢s ricamente engalonados y empenachados hasta el ¨²ltimo tercio del siglo XIX. Solo entonces, de pronto, la racionalizaci¨®n cristiana de la guerra se secuIariza en moral laica y civil, en coincidencia y tal vez en concomitancia con extraordinarios avances t¨¦cnicos en el ramo del acero y revolucionarios adelantos y condiciones en el sisterna y la capacidad industrial de la producci¨®n de armamentos, y el fetiche ideol¨®gico de la racionalidad ultilitaria -ahora exclaustrado y vestido (o disfrazado) de seglar- empieza a modelar m¨¢s seria y hondamente la concepci¨®n de la guerra y a comprometer de modo m¨¢s exigente su representaci¨®n moral. El uniforme es el que acusa lo que de verdad sucede, aun que no precisamente la verdad de lo que sucede, dando una vuelta completa de campana, en una de las inversiones m¨¢s espectaculares de la historia: de lo que era m¨¢xima gala, m¨¢ximo ornato, m¨¢xima apariencia, vistosidad y ostentaci¨®n, el ropero militar pasa bruscamente a la total inapariencia, a la m¨ªnima visibilidad, a la m¨¢s asc¨¦tica y excluvente de las funcionalidades. Quiz¨¢ un mismo nombre y n¨²mero de regimiento, una misma bandera, han cubierto un ataque de casacas rojas, a todo tambor, en Waterloo y un sigiloso despliegue de sombras mimetizadas con el color anticolor del caqui o del camuflaje en las arenas nocturnas de la plage d'Omaha o en el entreverado de manchas V hojas entre las arboledas de Normand¨ªa.
La puritana sensibilidad moderna se siente profundamente escandalizada y, ofendida ante el ostentoso fasto de los ej¨¦rcitos antiguos, sobre todo de los si los XVII, XIVIII y primera mitad del XIX; ante el lujoso y colorido esplendor de los fajines de seda, los arrogantes chapeos emplumados, doradas guarniciones, hombreras, morriones, casacas con vueltas, cuello y, pu?os de astrac¨¢n, y, hasta ca?ones de bronce rameado, todo m¨¢s propio de un juego elegante o una Fiesta cortesana que del lugar y, el trance en que se derrama la sangre y se arrebata la vida. La moral utilitaria encuentra absolutamente perverso y blasfemo que de la necesidad de matarse unos a otros puedan hacer los hombres una especie de fascinante y, archilujosa ceremonia, que se complace en la gratuidad de multitud de aditamentos puramente ornamentales, no dictados por la necesidad. Hondamente escandalizados y heridos en sus sentimientos por esa irresponsable apariencia l¨²dica y, festiva de la guerra, los modernos se imponen a s¨ª mismos la m¨¢s grave, compungida y, austera de las actitudes, prohibi¨¦ndose cualquier cosa que pueda m¨ªnimamente exceder de lo estrictamente indispensable y depurado a la guerra de la irracional pervivencia de componentes rituales, de toda hojarasca ornarnental, de toda huera ostentaci¨®n caballeresca, mertes y derrotas adhrencias o rutinas de un pasado b¨¢rbaro. Excluyen del uniforme y de los usos v actitudes de la guerra todo elemento in¨²ti, ostentatorio, ceremonial, gratuito, el uniforme va en tela de color camuflaje, sin adorno alguno, con todos los detalles rigurosamente justificados por la m¨¢s exigente funcionalidad, corno si ya en la simple confecci¨®n del uniforme se esmerasen en garantizar la m¨¢s escrupulosa observancia utilitaria.
Es sorprendente qu¨¦ apretada pi?a ¨¦tica forman las nociones de necesidad, utilidad, racionalidad y moralidad. Hasta tal punto la moderna mentalidad tecnocr¨¢tica est¨¢ embebida en la convicci¨®n de que el funcionalismo es una garant¨ªa de racionalidad Utilitaria, que en su atm¨®sfera sugestiva se acepta con la compacta densidad de lo evidente, de lo obvio, de lo que ya no es preciso volver a pensar, la idea de que un soldado vestido de la guisa preceptuada -sin una soIa plumita in¨²til- se encuentra ya funcionalmente imposibilitado para derramar ni una sola m¨¢s de sangre que la estrictamente necesaria. Cuando m¨¢s bien parece que lo que habr¨ªa q1,12 pensar es que precisamente tan total ausencia de estorbos ornamentales y tan ajustad¨ªsima funcionalidad deben de haber potenciado su rendimiento v eficacia en el combate que se halle, por el contrario, inevitablemente abocado a ser, al menor descuido, extraordinarlamente m¨¢s mort¨ªfero que ese "m¨ªnimo suficiente para la victoria" puesto como desideratum por doctrinas semejantes.
"Llevaba un traje negro y ajustado, provisto de cintur¨®n y de toda clase de pliegues, bolsillos, hebillas y botones que prestaban a tal indumentaria una apariencia extremamente pr¨¢ctica, sin que pudiese, no obstante, adivinarse cu¨¢l podr¨ªa ser la naturaleza y aplicaci¨®n de tanta utilidad". Esta es la impresi¨®n que, en la primera p¨¢gina de El proceso, de Kafka, le produce al protagonista un uniforme militar. Un uniforme que hablaba de utilidad a boca llena, de mucha utilidad, de una utilidad pero grand¨ªsima, sin que nadie pudiese, sin embargo, asegurar si la ten¨ªa. Algo que nos presenta con exceso y demasiado exclusivamente una determinada cualidad parece que, m¨¢s que tenerla, la dice; in¨¢s que cumplirla, la afirma, la predica, la promete, la pregona, la jura y, la perjura, porque el dernaslado ¨¦nfasis en llevar una cierta cualidad sugiere inmediatamente voluntad de mostrarla, de anunciarla y proclamarla y hacer tomar a la cosa un aire de palabra. Y tanto empe?o en tratar de convencernos no delata sino la convicci¨®n de que la cosa se halla lejos de ser evidente. Ese uniforme no es m¨¢s que un mensaje; la mentalidad tecnocr¨¢tica trata de inculcarnos, o incluso de inculcarse a s¨ª misma, el semantema capital de su propia ideolog¨ªa. Al apartar del uniforme todo aspecto l¨²dico y extremar su Fisonom¨ªa utilitaria, de lo primero que tratan tal vez de convencernos es de la serisima y responsable necesi-
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dad de la guerra. La garant¨ªa de la necesidad por la utilidad es, sin duda, un perfecto lapsus ideol¨®gico, una incongruencia total; por eso la utilidad aparece aqu¨ª mucho m¨¢s como una enf¨¢tica, irritada y hasta descompuesta gesticulaci¨®n que como un convencimiento seguro y confiado. Pero a¨²n esa apariencia tan poco convincente y tan zarrapastrosa es eficaz para tranquilizar a la conciencia, que, cobarde y mezquina por naturaleza, cuanto m¨¢s grave y medroso es el asunto, con menos se contenta y se da por convencida.
El principio de la guerra moralmente justificada por fines ¨²tiles ha pasado a la propia fisonom¨ªa exterior de los ej¨¦rcitos; los propios rasgos visibles de los uniformes son aspavientos empe?ados en convencer al p¨²blico de que tan s¨®lo se har¨¢n guerras ¨²tiles, necesarias, si es que no se presentan ya directamente como una garant¨ªa que asegura: "Cualquier guerra que haga este uniforme ser¨¢ por definici¨®n, o sea por restricci¨®n o criba previa por el uniforme mismo, ¨²til, necesaria". El uniforme se ofrece como un aval seguro, evidente por s¨ª mismo: "?Tengo yo acaso pinta de ir a alguna, fiesta?"
Dwigt Eisenhower representa de manera ejemplar la m¨¢scara ideol¨®gica exigida por la conciencia moderna, donde la justificaci¨®n prefigurada, aunque nunca madurada, por la Ilustraci¨®n cristiana confesional llega a cumplirse bajo las formas laicas de racionalizaci¨®n y moralizaci¨®n indistintamente liberales o marxistas. (Por cuenta del marxismo, es nada menos que un texto can¨®nico de sus Escrituras, el Antid¨¹rhing, el que fija y declara de una vez por todas el dogma de la racionalidad instrumental de la guerra, frente a opiniones que trataban de sospecharle y descubrirle or¨ªgenes y motivaciones m¨¢s gratuitos y oscuros. El pobre D¨¹rhing, con toda su torpeza de expresi¨®n, era mucho m¨¢s honesto, m¨¢s valiente, m¨¢s agudo y m¨¢s certero en sus suspicacias que ese necio, arrogante y ol¨ªmpico de Engels en el profundo y miserableconf¨®rmismo de su r¨¦plica.) Cuando a Elseilhower se le sugiri¨® que, siguiendo un uso tradicional de cortes¨ªa militar, aceptase la visita del general alem¨¢n Von Arnim, que pasaba, prisionero, por Argel, rechaz¨® horrorizado semejante idea, como una pervivencia de barbarie. Aceptar una visita as¨ª, aun como un simple protocolo caballeresco, significaba poner, siquiera formalmente, entre par¨¦ntesis la enemistad, y por tanto reconocer impl¨ªcitamente un plano de relaci¨®n humana que quedaba fuera, por encima y a salvo del alcance de la guerra misma, un plano que, dejando en suspenso las razones de ¨¦sta, se hac¨ªa virtualmente superior a ellas y consiguientemente las relativizaba. Y ¨¦sta era justamente la representaci¨®n que el puritano sentimiento moral de Eisenhower no pod¨ªa ni por un solo instante soportar; la posibilidad, ni aun como piadosa funci¨®n ceremonial,de alg¨²n orden de valores o alg¨²n estrato humano, de la ¨ªndole que fuere, que estuviese por encima de la causa por la que combat¨ªa.
La simple suposici¨®n de un plano superior en que la hostilidad quede en suspenso y los antagonistas se puedan dar la mano proyecta sobre el plano dejado por debajo, el de la guerra, la indeseable imagen de la competici¨®n l¨²dica, del deporte, del juego, y cuando la guerra aspira a racionalizarse y moralizarse sancion¨¢ndose como ¨²til, instrumental y.necesaria no puede tolerar que le recuerden su verdadero origen (y dejo para otro d¨ªa el encarecer hasta qu¨¦ punto, contra cualquier posible empe?o de ocultarlo, la victoria ser¨¢ la que delate, en su semblante mismo, ese origen de modo incontenible e incontestable). El acto caballeresco es un acto libre, gracioso,espont¨¢neo; la caballerosidad conlleva siempre alg¨²n aire de gesto y es sentida como la gala de la acci¨®n y equiparada a aquella gala del atuendo en que el antiguo uniforme gustaba de complacerse y que el moderno suprime con una rabia no poco sospechosa.
As¨ª que, el mismo sentido moral que se siente ofendido ante la ociosa ornamentalidad de los uniformes antiguos se sentir¨¢ ofendido ante la caballerosidad, toda vez que como gala u ornamento de la acci¨®n arroja sobre la necesidad la misma sombra de incertidumbre y desconfianza que la gala del atuendo. El acto caballeresco tiene la desenvoltura, la generosidad y hasta la alegr¨ªa de lo facultativo, y cuando la exigencia moral cifra toda su preocupaci¨®n en adoptar la grave fisonom¨ªa de lo n ecesario, de lo inevitable, todo lo facultativo tiene que estar mal visto, porque, como m¨ªnimo, ofende a la propia idea de necesidad (ofensa que hoy, por pintoresco que parezca, es ya un pecado en s¨ª),si es que no incoa sobre ella el entredicho y la sospecha. Incoar sospechas sobre lo necesario es menoscabar o minar el pilar ideol¨®gico que constituye la coartada moral decisiva de la guerra nueva.
Para tener un sentimiento pleno dejusticia res ecto de su guerra, la moral¨ªdad moderna le exig¨ªa a Eisenhower que.nada humano quedase por encima de su Causa, ning¨²n espacio ni atm¨®sfera m¨¢s alta bajo cuyo criterio o a cuya luz tal Causa se redujese a relativa, que la Causa, como contenido moral de la guerra, ocupase el techo, el estrato m¨¢ximo, supremo, el ¨¦ter exterior de todos los ¨®rdenes de relaci¨®n posibles, repugnando hasta la idea de que cupiese alguna instancia humana que, rebasando y subsumiendo todo antagonismo, permitiese a dos generales enemigos guardarse cortes¨ªas. Si ni aun la humanidad m¨¢s indeterminada y m¨¢s gen¨¦rica, la humanidad en su sentido m¨¢s universal, sobresal¨ªa por encima de la Causa y de su antagonismo, ello no pod¨ªa querer decir sino que la Causa misma concern¨ªa a los hombres en ese grado m¨¢ximo de universalidad, o,en una palabra, que la partida que se estaba jugando pertenec¨ªa nada menos que a ese altisonante y sanguinolento testaferro de suprema dignidad moral que ha dado en llamarse La Causa de la Humanidad.
Los generales tienen muy acusado el sentido de lo grandioso; viven sus vidas y guerrean sus guerras en ¨¢mbitos y resonancias de gran ¨®pera alemana: desde que Hegel vio en la figura de Napole¨®n "el esp¨ªritu universal a caballo", cada vez parece que son en mayor n¨²mero los generales que llevar¨ªan muy mal tener que conformarse con algo m¨¢s modesto.
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