Juan Gil-Albert navegando en un mar de dulzura
Juan Gil-Albert es un valenciano de zapato blanco y caf¨¦, que uno imagina sentado en un sill¨®n de mimbre bajo un magnolio de balneario frente a un refresco de granadina vestido con una pa?er¨ªa fina y celeste, un ¨¢crata con guayabera de hilo o un esteta levemente malvado con la cabeza reclinada en el hombro de un adolescente griego esculpido por Fidias. Esta es la estampa sepia al final de un viaje que comenz¨® en Alcoy hace 75 a?os en medio de una nube de polvo gris. Gil-Albert iba vestido de marinerito, el conductor usaba guardapolvo y anteojos de buzo y, a su lado, las se?oras envolv¨ªan las pamelas de frutas con gasas anudadas en la barbilla.-En casa utiliz¨¢bamos el hispano-suiza de color gris verdoso, enorme y descapotable para la carretera. En la ciudad nos hac¨ªa servicio un Ford cerrado, tapizado como una salita, de pa?ete gris perla y que estaba provisto de un peque?o tel¨¦fono con el receptor de carey para comunicarnos con el ch¨®fer sin necesidad de levantar el cristal delantero, haciendo sonar previamente una bocinita para que acercara la cabeza al auricular colocado convenientemente a su altura. El techo pod¨ªa abrirse y, quedaba doblado a los lados en forma de land¨®. La matr¨ªcula de aquel coche era A-92, no s¨¦ si la inicial se refer¨ªa a Alcoy o a Alicante. Pero yo recuerdo mi primer viaje de ni?o a bordo del hispano-suiza dejando atr¨¢s una ristra de polvo, desde Alcoy camino de Alicante a tomar los ba?os. Nos hospedamos en el hotel Victoria que daba a la Explanada. En Alicante descubr¨ª el mundo. Hasta entonces cualquier persona que me rodeaba era de Alcoy o de Valencia, o de J¨¢tiva, estaban tambi¨¦n los puntos de procedencia de las sirvientas, Benillova, Agres, Benimarfull, nada m¨¢s. Alicante fue la presencia de lo lejano, de lo distinto. Recuerdo la terraza del hotel instalada en la acera con los toldos y, las sillas de mimbre, est¨¢bamos en la calle, pero protegidos, acotados por las mamparas laterales de cristal. El due?o del hotel era muy amigo de mi padre, se llamaba Ernesto Albi y todo el mundo ponderaba su elegante manera de comer. Acab¨® tr¨¢gicamente arroj¨¢ndose por el balc¨®n. La primera imagen de mi infancia es una conversaci¨®n de mis padres all¨ª en la terraza del hotel con un matrimonio suramericano, el hombre llevaba un jipi que le sombreaba los rasgos mestizos de nariz corta y labios gruesos, y la se?ora iba llena de abalorios de colores y monedas de oro sobre la piel cence?a y ten¨ªa el hablar mimoso. Una secretaria inglesa, llamada Violeta, con el pelo abombado sobre las orejas y recogido en un mo?o, se sum¨® a la tertulia mientras esperaba una llamada por tel¨¦fono desde Inglaterra. ?Una conferencia con Londres a principios de siglo! Ese recuerdo lo llevo unido a unos juegos florales que se celebraron all¨ª mismo aquellos d¨ªas. El mantenedor era Gregorio Mart¨ªnez Sierra. No pude asistir al acontecimiento m¨¢s que entre bastidores, o sea, desde el cuarto de plancha del hotel. donde arrastraba un cochecito con un cordel mientras o¨ªa recitar los primeros versos de mi vida. Vi, en cambio, en su habitaci¨®n a mi madre en disposici¨®n de bajar al comedor d¨¢ndose el ¨²ltimo vistazo en la luna del armario. Es sorprendente que pueda recordar al detalle lo que llevaba puesto: un vestido de gasa de tonalidad verde manzana, recubierto de encajes tostados y una gran rosa en el busto. El vestido no pas¨® desapercibido durante la cena. Mart¨ªnez Sierra, hombre fino que ven¨ªa de Madrid, dijo a alguien: ?Qu¨¦ se?ora tan bien vestida?.
Juan Gil-Albert es tambi¨¦n un poeta gongorino sentado en la esquina del canap¨¦ tapizado de fresa en este sal¨®n que el sol de septiembre enciende con un dorado de uva moscatel. Dentro de este espacio vibr¨¢til, todo est¨¢ dispuesto en un orden elegante y meticuloso, los muebles enfundados en telas de lino blancas v azules, en la consola los retratos de dos hermanas bell¨ªsimas y muertas, castillos de Valois delicadamente en la pared, la propia imagen del poeta juvenil con una fl¨¢ccida camisa de seda sin cuello y las bocamangas de espadach¨ªn, los rostros desvanecidos de Oscar Wilde y de Marcel Proust, los libros con las cubiertas de oro, el gui?o de las recamadas vitrinas, de los bibelots, de las porcelanas frutales, una elegancia decadente por donde se mueve la peque?a figura de Gil-Albert con pantal¨®n coIor barquillo y polo azul claro, la sonrisita de rat¨®n bajo la escobilla de un bigote blanco, la piel un poco encendida. Ahora, frente a la mesa camilla, Gil-Albert se sienta en el mismo sill¨®n celeste donde ha esperado durante tantos a?os la gloria literaria.
-Ando un poco abatido estos d¨ªas. Mi madre todav¨ªa vive y est¨¢ conmigo. Tiene 96 a?os y llevo con ella unas relaciones tormentosas que me sumen en una postraci¨®n terrible. Es una mujer de extraordinaria vitalidad que me sobrepasa. Ultimamente he ca¨ªdo en unas depresiones tremendas, tengo extra?os mareos, me he hecho analizar por mi m¨¦dico Gabriel Duyos, el hermano de Rafael Duyos, ya sabes, y parece que despu¨¦s de todo me ha tra¨ªdo una buena noticia. Me ha dicho que no pase cuidado, que la m¨ªa es una enfermedad elegant¨ªsima. Se trata de una alergia, tal vez de una aIergia al polen de las rosas amarillas.
Dos d¨¦cadas de soledad
Hace cinco a?os, s¨®lo los amigos y alg¨²n especialista sab¨ªan que en Valencia viv¨ªa un gran poeta olvidado, un raro y exquisito producto de la generaci¨®n del veintisiete que hab¨ªa regresado del exilio en 1947, de puntillas, por la puerta falsa y se hab¨ªa instalado en silencio a hilar versos, uno detras de otro en casa, sin molestar a nadie. Sentado en este mismo sill¨®n han pasado sobre su cabeza dos d¨¦cadas de soledad como un novel que espera que un d¨ªa se abra el techo caiga la gloria en forma de tarta celestial sobre los folios en blanco.
-Apenas llegu¨¦ a Espa?a, despu¨¦s de ocho a?os refusilado en M¨¦xico, al bajar del tren mi cu?ado, con una cara muy seria, me dijo: ?T¨² vienes y yo me voy?. El sab¨ªa perfectamente que ten¨ªa un c¨¢ncer y dur¨® seis meses. De pronto me vi como el ¨²nico var¨®n vivo de toda la familia y tuve que asumir la responsabilidad de dirigir el negocio de casa. Yo no ten¨ªa la menor idea de aquello, me hab¨ªa pasado la vida haciendo versos, sin preocuparme de nada. Los amigos se echaron las manos a la cabeza al verme en lo alto de una sociedad an¨®nima, pero yo no tuve nada que ver con el hundimiento de nuestra econom¨ªa familiar, aunque aleunos socios me culparan del desastre. La empresa estaba tocada de muerte, y los errores hab¨ªan comenzado mucho antes.
Un poeta herm¨¦tico, un canario flauta de alma quebradiza como Gil-Albert cortando el bacalao en el consejo de administraci¨®n de un gran negocio de ferreter¨ªa, era cosa de ver. Un esteta que iba por la vida de anarquista grecolatino firmaba letras de cambio como endecas¨ªlabos, confund¨ªa a un director de banco con G¨®ngora y decid¨ªa una ampliaci¨®n de capital como el que compone un soneto. Y as¨ª todo seguido hasta llegar a la quiebra en un rapto de inspiraci¨®n. El poeta contempl¨® la llegada de la ruina con impasibilidad est¨¦tica. Atr¨¢s qued¨® un esplendor esfumado de donde Gil-Albert comenz¨® extraer sensaciones como un Proust a la valenciana.
-Mi padre era un gran industrial de Alcoy, era un liberal de Canalejas y cuando la chistera de este pol¨ªtico v¨®l¨® por los aires frente al escaparate de la librer¨ªa San Marcos en la puerta del Sol, en mi casa se enmarc¨® un gran retrato suyo y se colg¨® en el comedor. Mi padre era un liberal que con el tiempo, ponerse la cosa dura, se hizo de Primo de Rivera y, despu¨¦s, franquista, pero nunca se molest¨® con mis ideas. Cuando yo ten¨ªa diez a?os,mi familia vino a vivir a Valencia y all¨ª, en Alcoy, qued¨® la casa solariega dentro de un estuche de yedra con jard¨ªn de fuentes y chopos, rodeado por un r¨²stico muro de piedra adonde volv¨ªamos para pasar los veranos en aquel peque?o valle entre f¨¢bricas de tejidos, de borra, de papel. De ni?o, all¨ª vi, por primera vez, a unos se?ores extra?os que se llamaban obreros, gente que se mov¨ªa en una atm¨®sfera de holl¨ªn, canturreando entre turbinas aceitosas y correajes giratorios. En Valencia comenc¨¦ a estudiar el bachillerato con los escolapios. Iba al colegio en un carruaje tirado por una yegua que se llamaba Clavellina, y en aquel caser¨®n se produjo un hecho que marc¨® mi sino. Fue cuando, acabado mi turno de lectura en voz alta de un fragmento del Quijote, el padre Olucha puso su mano en mi frente, a modo de bendici¨®n, y me llam¨® artista. Desde entonces me convert¨ª en el recitador oficial del colegio. A la m¨ªnima ya me ve¨ªa yo encima de una tarima, de uniforme, revestido con la beca, quitado el guante de la mano derecha, soltando versos. Lo hice en dos ocasiones sonadas: en el Teatro Principal, cuando festejamos el tercer centenario de la fundaci¨®n del colegio, y a?os despu¨¦s, en el Conservatorio, al ser designado para entregar el anillo al cardenal Benlloch, una joya que hab¨ªamos sufragado entre todos los colegiales con los duros de plata de nuestros padres. Primero recit¨¦ un poema que ensalzaba a aquella eminencia, valenciana y luego coloqu¨¦ en su dedo inflado el anillo pastoral. El cardenal Benlloch era un huertano orondo, barroco, enjoyado de pectorales, que causaba gran admiraci¨®n en las mujeres. En el colegio tom¨¦ la primera comuni¨®n y recuerdo que no fue un d¨ªa feliz porque iba de uniforme, y eso significaba vestir como todos, ser uno de tantos. Mi pareja era un ni?o pobre y desconocido, de unas escuelas de la plaza que los escolapios manten¨ªan para menesterosos. Aquel d¨ªa descubr¨ª un. bulto raro en el vientre de mi madre que molest¨® mi vanidad. Era algo difuso y deformador que se hab¨ªa apoderado de su figura gentil de veintisiete a?os, y eso me inquiet¨® profundamente. Apenas tres meses despu¨¦s, el 4 de agosto, fecha del estallido de la guerra europea, a altas horas de la noche hubo en casa un ir y venir y voces en sordina; supe, ya de d¨ªa, que hab¨ªa nacido mi hermana Elena.
Fantasmas delicados
Es esa dulce muchacha ya muerta que aparece con bucles de miel en la fotografia enmarcada en plata. El sal¨®n del poeta est¨¢ poblado de fantasmas,delicados, cada mueble lleva dentro un recuerdo morboso, el eco apagado de una fiesta de sociedad, el perfume extasiado de una dicha de entreguerras que el viento a¨²n no se ha llevado. Una criada tambi¨¦n solariega ha quedado en esta casa como un resto de naufragio y la madre del artista, a los 96 a?os, alienta en el fondo del pasillo como un s¨ªmbolo del viejo esplendor que se resiste ferozmente a doblar, pero en la sala principal hay una morbidez decantada de narciso. Gil-Albert tiene una refinad¨ªsima sensibilidad para las superficies, armarlos, vestidos, zaguanes, joyas, luces reflejadas en espejos esmerilados y sombras de seres vivientes. Gil-Albert es un esteta que remonta el rastro de su vida guiado por los aromas.
-Aquella residencia de Alcoy la vendimos hace unos a?os a unos curas que han instalado all¨ª un colegio. Recuerdo cada casa en que he vivido, la primera en la calle de la Abad¨ªa de San Mart¨ªn. Enfrente de nuestros balcones, mirando hacia la izquierda, como undecorado impresionante, ten¨ªamos el palacio de Dos Aguas. Desde all¨ª, el a?o 1915, mis padres me trasladaron a la calle del Grabador Esteve, a una casa hemos¨ªsima, blanca, bien estructurada, en forma de cofre hondo. El zagu¨¢n era amplio, largo, de alta techumbre con pavimento negro en el que nos reflej¨¢bamos al andar. El espejo grande del zagu¨¢n hab¨ªa reflejado tambi¨¦n otra silueta, lade Lucrecia Bori, que viv¨ªa en el piso superior al nuestro. La veo ahora de visita en el sal¨®n de mi casa vestida de luto, con sombrero, con un manguito de nutria negro en el que llevaba prendido un bouquet de violetas. Aquella famosa cantante de ¨®pera fue muy amiga de mi familia, me ha marcado la juventud, yo la o¨ªa hacer gorgoritos por el patio de luces y de repente un d¨ªa callaba, no se o¨ªa ya, hab¨ªa desaparecido, estaba actuando en Nueva York, en Londres, en Par¨ªs, pero de pronto otro d¨ªa sonaban los gorgoritos por el patio de luces. Lucrecia Bori hab¨ªa vuelto. Cuarenta a?os sin saber de ella, no hace mucho, poco, antes de morir, la encontr¨¦ por la calle frente al palacio de Dos Aguas. No me atrev¨ª a saludarla, pero supe que estaba en el hotel Ingl¨¦s y le mand¨¦ una tarjeta. Al d¨ªa siguiente me llam¨® por tel¨¦fono. Me pregunt¨® qu¨¦ hac¨ªa. Le dije que era escritor. Me contest¨®: pero, adem¨¢s, ?a qu¨¦ se dedica? No s¨¦ qu¨¦ le pude responder, tal vez le dije que acud¨ªa a dos consejos de administraci¨®n, pero en este terreno me siento tan desplazado como un cristiano en una pagoda. En los ¨²ltimos a?os la vimos con frecuencia. Viv¨ªa en el Royal y nosotros ya est¨¢bamos en la casa de Col¨®n, 35. Lucrecia Bori deambulaba por la noche para hacer ejercicio y nos dijo una vez que,hab¨ªa contado nuestros balcones, ?doce balcones! Ten¨ªa ochenta a?os pasados y con mi madre hablaba ya de un mundo de fantasmas. Tambi¨¦n recuerdo con mucha nostalgia nuestra ¨²ltima casa de la calle de Col¨®n; ten¨ªa varios salones el doble que este abiertos en suite, all¨ª se cas¨® mi herman¨¢, hicimos traer el altar, las im¨¢genes y los ornamentos de la capilla de nuestra residencia en Alcoy y se celebr¨® solemnemente la ceremonia. All¨ª daba yo veladas para m¨¢s de cien personas medio mundanas, medio literarias, donde los amigos conocieron mis ¨²ltimos poemas.
Juan Gil-Albert se matricul¨® en Filosofia y Letras cua ndo era un pollo pera de abrigo entallado, aprendiz de poeta y se?orito de familia conocida. Por aquel tiempo sufri¨® un leve vah¨ªdo de amor y se hizo novio de la hija del rector de la Universidad, aunque la alucinaci¨®n femenina dur¨® muy poco. Su oficio entonces consist¨ªa en ser cliente habitual del Ideal-Room, bar restaurante de ¨²ltima moda abierto en Valencia, doinde tomaba refrescos de est¨¦tica floral. Pero muy pronto fue inoculado literariamente por Gabriel Mir¨®. El futuro escritor se propuso conocerlo y para ello se traslad¨® a.Madrid.
-Yo ten¨ªa apenas veinte a?os. Me instal¨¦ en el Savoy, un hotel ¨ªntimo y elegante. Llam¨¦ a Gabriel Mir¨® por tel¨¦fono, o¨ª su voz timbrada, ligeramente pastosa, de las que resuenan en la b¨®veda del paladar. Me dijo: ?Le separa a usted de mi casa, paseo del Prado, 20, un convento de monjas y el palacio del duque del lnfantado. La cita fue para la tarde. Yo llevaba sombrero duro, traje negro, abrigo ingl¨¦s semientallado, de color canela, botas de charol con suela de ant¨ªlope, bast¨®n claro y, colgado de una cintilla, de moir¨¦, un mon¨®culo inservible montado en una circunferencia de oro. En casa de Mir¨® hab¨ªa muebles robustos, nogales y caobas, nada espectacular ni atildado. Ol¨ªa a sahumerio. Mir¨® ten¨ªa el f¨ªsico, el rostro natural de su prosa, los rasgos cincelados y la mirada azul, vestido de negro, la mano blanca, los dedos alargados pero no esquel¨¦ticos. Me acogi¨® dici¨¦ndome: ??Qu¨¦ hace usted aqu¨ª? V¨¢yase de Madrid, aqu¨ª se pierde el tiempo, v¨¢yase al campo, a su Alcoy y escriba?. Parec¨ªa un desplazado. En aquel viaje conoc¨ª a Valle-Incl¨¢n cuando iba y ven¨ªa a La Granja de El Henar con su fragilidad de marfil y el brazo cercenado dentro de la capa. Don Ram¨®n a los valencianos, nos daba solfa. Cuando muri¨® Blasco Ib¨¢?ez un periodista fue a pedirle opini¨®n sobre el desaparecido. Valle-Incl¨¢n, con su ceceo c¨¦ltico, le ataj¨®:
??La muerte de Blasco Ib¨¢?ez? ?Pura publicidad!?.
Primer libro
Gil-Albert rompi¨® de pronto a escribir en prosa y luego, en 1934, public¨® el primer libro de versos. Contra todo pron¨®stico, cuando lleg¨® la Rep¨²blica, aquel joven dandy tom¨® el partido del pueblo, de aquellos extra?os seres que en su dorada ni?ez hab¨ªa visto moverse dentro de una nube de borra en Alcoy, sigui¨® a su lado durante la revoluci¨®n de Asturias y al llegar la guerra se alist¨® en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, fue secretario de la revista Hora de Espa?a y sali¨® saltando barrancos hacia el exilio.
En M¨¦xico, un d¨ªa, me cruc¨¦ por la calle con el poeta Le¨®n Felipe. Se detuvo a saludarme. ??C¨®mo vas sin abrigo??, me dijo. ?Ven mafiana a casa?. Un grupo de escritores norteamericanos hab¨ªa girado fondos para rernediar situaciones lastimosas entre los refugiados, y Le¨®n Felipe era el encargado de administrarlo. Me dio un cheque. Y, en seguida, con el hambre encima, me fui a una elegant¨ªsima tienda inglesa. Me arm¨¦ de valor y entr¨¦. Eleg¨ª un su¨¦ter y para llevarlo con ¨¦l una leve corbata de foulard, color humo con peque?as motas blancas; ped¨ª tambi¨¦n los productos Yarley, jab¨®n de afeitar, polvos de talco, loci¨®n y sales. Luego pagu¨¦ las compras con un gesto desprendido que hab¨ªa olvidado.
De nuevo en Espa?a, Juan Gil-Albert se sent¨®, como si nada hubiera pasado, en este sill¨®n celeste y sigui¨® tejiendo un labrado de sensaciones esfumadas, de siluetas reflejadas en un cristal helado. Veinte a?os sumergido en el silencio y de pronto un d¨ªa la nueva juventud descubre a este dulce ¨¢crata y el ¨¦xito llena de j¨²bilo su jubilaci¨®n. Todo ha salido redondo. El poeta asiste ahora a la elaboraci¨®n de sus obras completas como el broche de oro en su camino. En la vi?eta que preside sus poemas se ve una barca donde D¨ªonisos aparece bajo una vela enracimada de uva navegando por un mar de dulzura. En la pared del sal¨®n hay un retrato de un joven Gil-Albert pintado por Ram¨®n Gayaa. El poeta se extas¨ªa delante de su propia imagen.
-Cuando el sol llena esta sala como una copa de oro, desde el fondo de esa piel salen unas sensaciones malvadas.
Sobre la cama de Gil-Albert duerme Gide tapado con una manta.
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