El retorno de los rumiantes
No exist¨ªan muchas duclas; quienecs hab¨ªan matado a Sharon Tate y, compa?¨ªa ser¨ªan arrestados, juzgados y, condenados. Pronto o tarde, cuatro semanas, tres meses, un a?o, la polic¨ªa ,7 las computadoras dar¨ªan con ellos. Luego, los orticones trabajar¨ªan a tope y el mundo los conocer¨ªa en blanco Nnegro o en color. Un rostro, unos rostros; est¨¢n cercados, tan s¨®lo es cuesti¨®n de esperar.La mente de los asesinos trabaj¨® como la de las vacas que pastan en las llanuras de Kansas y Tejas; ellas eligen un sitio y, con paciencia infinita, despacio, sin prisas, arrancan, mastican y, remastican la hierba hasta dejar la tierra pelada. Los carniceros de Sharon y amigos seleccionaron a las v¨ªctimas y, luego, como las vacas, rumiaron a fondo el espect¨¢culo. Con la tranquilidad de Gary Cooper y la parsimonia de John Wayne, con el siniestro placer anticipado de Peter Lorre. Nada de urgencias.
El, ellos, ellas, semejan a extras incontrolados de John Ford, protagonistas mani¨¢ticos de WiIliam Faulkner o quiz¨¢ de Giono. Vivieron en casas desmoron¨¢ndose, en pueblos no consignados en las rutas o tal vez crecieron en ranchos ¨²ltimo modelo estilo Dallas, pero ahora, mientras sus cerebros funcionan con la efectividad y la lentitud de una bomba extractora de petr¨®leo, ahora s¨®lo son mugrientos patanes aplastando el c¨¦sped de las ¨¢ureas colinas de Los Angeles, esa podrida ciudad que los rechaza como a leprosos. Algunos de ellos, quiz¨¢, s¨®lo quiz¨¢, pudo transitar por Sunse Boulevard, no realmente como lo hace la gente corriente, es decir, intentando abordar a alguna antigua y olvidada starlett o mirando las vidrieras de Cartier u observando, sin disimulo, la aglomeraci¨®n m¨¢s numerosa por metro cuadrado de los m¨¢s perfectos y juveniles gl¨²teos del planeta. No; ellos, para caminar por las calles de Los Angeles, tuvieron que rec urrir a la prodigiosa imaginaci¨®n de Rad Bradbury; para encontrarlos hab¨ªa que internarse en la fantaciencia.
Casi nadie pod¨ªa verlos, pero all¨ª estaban, vivaqueando al pie de las cimbreantes palmeras o subidos a las ramas de los alerces, una y otra vez mascando la venganza hacia los due?os de esos parques cuidados con brit¨¢nico esmero y que ahora, en la noche, se asemejan a gigantes y suaves pechos de mujer, ondulando con tibieza hacia maiisiones de 800.000 d¨®lares que rodean cuadras con desde?osos pura s(¨ªtigre y eiimarcan piscinas de caprichoso dise?o con el agua m¨¢s pura y azul que cualquier lago o mar. Los due?os de las coIinas -artistas de cine, reyes de las patatas fritas o de la goma de mascar, luii¨¢ticos con fortunas interminables, ex prostitutas casadas con ex mineros ahora convertidos en la adorable pareja de Am¨¦rica los afortunados habitantes de Bel Air s¨®lo traspasan las puertas de sus residenelas de 800.000 d¨®lares para meterse con urgencia dentro de autom¨®viles con oscurecidos cristales antibalas, sofisticadas fortalezas rodaiites ideadas por carroceros europeos. Antes de la mataiiza de Beverly Hills, Los Angeles ya era la ciudad maldita y, envidiada, la capital del vicio, del miedo y del terror, condenada por el fanatismo de quienes usaban la Biblia como alniohada. Antes de Sharon Tate, antes de Ronian Polanski, antes de Charles Nlanson y antes de Helter Skelter, a la ciudad, como a Sodoma y Gomorra, hab¨ªa que darle una lecci¨®n.
El smog -dijo Frank Sinatra: "Los Angeles es una ciudad maravillosa; desde.un avi¨®n puedes cagar y mear sobre ella sin que la gente de abajo se entere; el humo puede detener cualquier porquer¨ªa"- y la criminalidad bate all¨ª todos los r¨¦cords norteamericanos, incluidos el de Richard B. Speck -ocho enfermeras ejecutadas a cuchilladas-, y el de Charles Joseph Whitman en el campus de la Universidad de Austin, con trece muertos y 31 heridos.
Cualquier d¨ªa, a cualquier hora, un mani¨¢tico llama a la comisar¨ªa: "Voy a matar a mi mujer". Ululan las sirenas y seis patrullas se detienen frente a la casa; tambi¨¦n llegan las c¨¢maras de televisi¨®n. El loco est¨¢ acodado en la ventana y con la mano derecha balancea por los cabellos a la mujer, suspendida en el aire; en la izquierda tiene una pistola apunt¨¢ndole la sien. Comienza el largo trapicheo; la polic¨ªa promete y el loco exige; la autoridad ruega y el mani¨¢tico a¨²lla. Bonanza se interrumpe, de acuerdo a las encuestas Harris, Gallup y Nielssen, que demuestran el escaso inter¨¦s de los televidentes por los dram¨¢ticos en diferido. El debate desde la calle es un show interminable que se prolonga hasta que se esconde el sol, instante en que los camar¨®grafos ruegan al chiflado -"Compr¨¦ndalo, se?or, estamos trabajando"-' que se sit¨²e en la ventana de al lado, mucho mejor iluminada y con posibilidades de usar el zoom. El man¨ªaco acepta, pero al efectuar la operaci¨®n de desplazamiento casi suelta los cabellos de la mujer; en un movimiento reflejo, aprieta el gatillo y la cabeza de la infeliz se desintegra en mil pedazos. El programa en directo y en exteriores ha terminado; los polic¨ªas se retiran y el cuarteto de Bonan.-a puede continuar cabalgando por La Poizderosa.
Aparentemente no existe mucha similitud entre ese perturbado y la matanza de Bel Air; el denominador com¨²n que se descubre es el exhibicionismo, la publicidad, en definitiva, la televisi¨®n. Se me ocurre que nadie asesina a un oficial del Ej¨¦rcito, a unos guardias del orden o al selior Juan Pueblo para luego conformarse con un cuanto de columna y un titular en cuerpo ocho perdido en la cr¨®nica de sucesos. Tampoco nadie mata a cinco o siete personas sin alguna excusa; no se deg¨¹ella a una de las mujeres m¨¢s hermosas del mundo para luego ir a esconderse en un tonel. El arresto -la televisi¨®n-, el juicio -la televisi¨®n- y la condena -la televisi¨®n-, son inseparables y forman parte del libreto. Los rumiantes lo saben; la polic¨ªa, tambi¨¦n. Es el odio de los desesperados.
La matanza en la mansi¨®n de los Polanski continu¨® en una aislada residencia del aristocr¨¢tico Silverlake; un matrimonio fue cosido a pu?aladas. Leno La Blanca, 44 a?os, ¨ªtalo-americano, millonario, y su mujer Rosemary, 38 a?os, no ten¨ªan relaci¨®n con Sharon Tate, pero entre los Polanski y los La Bianca, sin necesidad de hurgar mucho, se encuentran algunos hilos invisibles que los un¨ªan.
La primera similitud aparece en el nombre de la mujer de Leno: Rosemary, el mismo que Mia Farrow usaba en un filme de gran ¨¦xito dirigido por Polanski. La primera agresi¨®n estaba, pues, dedicada al polaco que hab¨ªa conmocionado a millones de espectadores. Existe un clar¨ªsimo nexo entre la bestial matanza Bel Air-Silverlake y las obsesiones filmicas de Polanski. Roman no es s¨®lo un tipo que est¨¢ detr¨¢s de una c¨¢mara; es un director de cine admirado en todo el mundo; millonario, c¨¦lebre, satisfecho de la vida. Un peque?o topo jud¨ªo con toda una familia aniquilada por los nazis en las madrigueras de Varsovia, y que ahora se p¨¦rmite el lujo, frente a las c¨¢maras de televisi¨®n, de insolentarse, de arriesgar paradojas, de desconcertar, de ir dale que dale contra los c¨®digos y los reglamentos. Al lado del director de la ansiedad, al lado del responsable de La semilla del diablo, Repulsi¨®n, Chinatow, y tantas otras; al lado del polaco, del extranjero, del jud¨ªo, hay en Estados Unidos una muchedumbre enemiga y oculta, asesinos que s¨®lo act¨²an con celebridades: los secuestradores del hijo del as Lindberg, los asesinos de los hermanos Kennedy, manos que no distinguen entre negros -Luther King- o blancos, Ronald Reagan. Son mentes fanatizadas y anormales, gentuza 'que confunde la inteligencia con el insulto, y la creatividad, con la insolencia.
Ni leyendo con lupa a los jerem¨ªas profesionales del anticonformismo -Vance Packard, C. Wright Mills o David Reisman- se puede rastrear en EE UU la sa?a del pobre hacia los ricos. Eso estaba bien en la Rusia de los zares o, hoy, con los morenos de Rodesia, pero no en Norteam¨¦rica, en donde todos los pobres, con un poco de esfuerzo y buena suerte, pueden convertirse en multimillonarios, como Howard Hughes. Nunca la envidia fue un vicio americano. El tes¨®n, la fe en el futuro, Ia vista puesta en el ahorro y el altruismo, el progreso personal, han sido los fundamentos no s¨®lo para salir hacia adelante sino para tratar de t¨² a todos los descendientes de los Astor. Thomas Alva Edison, ?acaso no comenz¨® su fortuna con un trozo de alambre y una tenaza? Lo malo de este asunto es que los menesterosos suman en Estados Unidos m¨¢s de veinte millones de personas; seres humanos alit¨¦nticamente desvalidos, pobres de-verdad, al estilo europeo o tercermundista, es decir, sin nada que llevarse a la boca, y esos veinte millones de hombres que nunca fueron recordados en las ilustraciones de Playboy o en los cuadros de Norman Rockwell, no se llaman a enga?o; en la cruz y la corona de espinas no son una carga, sino una costumbre. Ellos saben que el pobre, como tal, es igual en Estados Unidos que en Europa o en la India, y el amor y el odio hacia los ricos no es privativo de quienes tienen como hogar las grutas de los Apalaches.
Introducido en ese magma, Roman Polanski surge como una c¨¦lula particularmentc biliosa: no es americano. Como casi todos sus vecinos millonarios de Bel Air, ¨¦l no ha conseguido fortuna y fama con lo que se conoce como trabajo. Polanski ha ganado su dinero, mucho dinero, mediante la creatividad y el arte, y ?qui¨¦n puede llamar trabajo a eso? Rodeado de fabulosas mujeres, inmerso en la fantas¨ªa y en la excentricidad, perseguido por la publicidad, benefici¨¢ndose de la gloria, todo en Polanski tiene la apariencia de la facilidad. Su cuenta corriente est¨¢ compuesta por d¨®lares que lluevcii del cielo y los puritanos y los fan¨¢ticos a eso le llaman dinero del pecado, moneda del vicio.
Lo dije artes: Los Angeles destroza infinidad de r¨¦cords. Ha sido el centro de la m¨²sica psicod¨¦lica y es la ciudad donde se comenten cr¨ªmenes de todo tip; da el tono de la moda, pero contabiliza el mayor n¨²mero tic pervertidos sexuales; tiene las mejores v¨ªas de comunicaci¨®n, pero su ¨ªndice contaminante es superior al de Tokio; en Los Angeles circulan m¨¢s autom¨®viles que en Nueva York, pero en Los Angeles siempre hay que llevar cien d¨®lares en la billetera para entreg¨¢rselos al primer atracador. Los Angeles es la peor, pero tambi¨¦n la mejor de las ciudades; por eso siempre da el tono. Sus barrios est¨¢n divididos a cara de perro. A unos diez kil¨®metros de Bel Air nace Orange Country. Para vivir en Bel Air hay que ser liberal, exc¨¦ntrico, millonario y chiflado no violento. Los residentes en Orange Country son gente modesta, asc¨¦tica y patriota. En Orange Country se adoran las armas, se odia a los so?adores y a los pusil¨¢nimes de las colinas, y la mayor ocupaci¨®n es dedicar el tiempo libre a formar milicias contra los gays, contra el alcohol, contra los intrusos, contra los melenudos o contra cualquier cosa. Contra todo. En Orange Country no se persuade o se convence; se rompen cabezas y costillas.
En la mansi¨®n de los Polanski todo presagiaba una noche normal. Sharon Tate, pre?ada de ocho meses, vest¨ªa un breve baby doll,- ausente Roman, que estaba filmando en Europa, la joven actriz se hab¨ªa rodeado de algunos ¨ªntimos, como Abigall S. Folger, hija del rey del caf¨¦. Es una noche de opereta, con la luna brillando sobre las aguas del Pac¨ªfico, una noche como para inspirar a Cole Porter o Jerome Kern. Es una serenidad llena de dicha, de tranquilidad asegurada, gracias a la belleza, al talento y al dinero. Una paz exclusiva para los muy ricos, como Jay Sebring, ex amante de Sharon, que tambi¨¦n est¨¢ con ella y que es due?o en la costa oeste de una cadena de peluquer¨ªas de lujo; o como Voyteck Frykowski, libretista de cine y gran amigo de Polanski.
En la casa hay tambi¨¦n un desconocido, Steve Parent, un chico de veinte a?os, hijo de una paleta; Steve, como invitado, es la bofetada en la cara del conformismo, la reproducci¨®n de El pr¨ªncipe y el mendigo, el pobre n¨®mada en la mansi¨®n del millonario que se niega a poner barreras entre su trono y sus s¨²bditos, ya que en su reino s¨®lo se conocen el j¨²bilo y la dicha.
Un poco alejado de este para¨ªso duerme el cuidador de la casa. No es el conserje-mayordomo ni el tradicional cancerbero de las pel¨ªculas. Es un hippie de diecinueve a?os, William Garretson, de rostro ani?ado y con el cabello cay¨¦ndole sobre los hombros. Cuando Sharon lo contrat¨® no le exigi¨® que montara guardia las veinticuatro horas del d¨ªa; s¨®lo le pidi¨® que continuara siendo lo que era, un muchacho dulce y amable. Garretson acababa de salir de un centro correccional por haber robado tres pomelos, un crimen castigado por el C¨®digo Penal y por el que las computadoras lo arrojaban a la legi¨®n
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de los perdidos, de los fuera de la ley.
Los rumiantes estaban a pocos metros de la residencia y ya hab¨ªan cortado las l¨ªneas de tel¨¦fono; s¨®lo tienen que esperar ahora a que el clan Tate se vaya a dormir. Posiblemente por impaciencia, irrumpieron demasiado pronto, y por ello tuvieron que perseguir a las v¨ªctimas por toda la casa y tambi¨¦n por el jard¨ªn, por las alamedas.
Los exterminadores, quiz¨¢ ignoraban que Polanski estaba en Londres; seguramente esperaban despedazarlo junto con sus amigos y su mujer. De todas maneras, lo que Manson y asociados quer¨ªan era finalizar con el esc¨¢ndalo y la disipada y exitosa vida de un polaco jud¨ªo de nariz en gancho que es el director mejor pagado del mundo, detalle que Polanski nunca olvida mencionar en sus entrevistas; los justicieros pretendean terminar de una vez con ese enclenque casado con una belleza americana que derrocha el dinero. S¨ª, a esa rata polaca hay que darle un poco de su propia medicina, la misma que ¨¦l emplea en sus pel¨ªculas, poniendo los nervios de punta a los pac¨ªficos ciudadanos y obligando a las buenas amas de casa a desmayarse ante las escenas de horror. Los rumiantes no van a permitir que ello suceda mientras esos canallas y brujos inmorales duermen tranquilos; no se puede vivir en pecado y derrochando d¨®lares a espuertas.
La se?ora Winifred Chapman, empleada de los Polanski, gritar¨¢ al ver el espect¨¢culo ma?anero: "?Hay cad¨¢veres y sangre por todas partes!".
Frente a la puerta de la residencia, en el jard¨ªn, el cuerpo de Abigail Folger, con su camis¨®n ensangrentado, y, al lado, el de Woyteck Frykowski, ambos muertos a tiros y cuchilladas. En el interior de un autom¨®vil, el cad¨¢ver del convidado de piedra, Steve Parent; aqu¨ª los investigadores fueron terminantes al demostrar, por las pisadas, que quiso huir pero no pudo". Dentro de la casa y, en su cuarto. principal, el cuerpo de Sharon Tate balance¨¢ndose en la viga principal del techo; unida por la misma cuerda de nil¨®n blanco que ahoga a Sharon, est¨¢ el cuerpo suspendido de Jay Sebring, con la cabeza recubierta con una capucha negra, igual que la, que se emplea con los condenados a muerte.
La carnicer¨ªa no es un asesinato, sino un suplicio. Sharon, Tate ha sido torturada, pero ella es una bruja embarazada de otro brujo que usa la pantalla para sus encandilamientos; y para que no existan dudas de que es un hechicera, pretende convivir, bajo el techo del marido ausente, con un antiguo amante.
Hay una evidente intenci¨®n moralizadora en la macabra escena; al lado del cuerpo de Sharon, en un div¨¢n, uno de los rumiantes ha plantado una bandera norteamericana, con lo que se se?ala el car¨¢cter primitivo de la acci¨®n. ?No aparece en la puerta de entrada la palabra Pigs?
Este t¨¦rmino, cerdos, est¨¢ escrito con sangre y es el insulto que Los Panteras Negras inventaron para los blancos. Pero es tambi¨¦n el nombre que los falsos profetas aplican a quienes no viven de acuerdo con los Evangelios, hombres y mujeres que transgreden las leyes humanas y divinas. Esos pigs son los cerdos de las Escrituras, seres humanos con cabeza de marranos que fornican como las bestias.
Ni la m¨¢s m¨ªnima violencia sexual en los asesinatos. Los rumiantes no han destrozado el vientre de Sharon Tate para atrancar a un ni?o de las entra?as maternas; se han limitado a matar, dejando que la visi¨®n de los cr¨ªmenes explique las razones que condujeron a tales actos. Lo que los asesinos imaginaban era que el universo de Polanski se reproduc¨ªa ahora en la realidad. Para entendernos, los rumiantes no son innovadores. Se limitaron a copiar a Polanski. Son moralistas hasta las ¨²ltimas consecuencias y, por tanto, carecen de imaginaci¨®n.
El crimen de Bel Air despert¨® otra apetencia justiciera, el aesinato de una mujer llamada Rosemary y de su marido, Leno La Bianca. Aqu¨ª, en la mansi¨®n de Silverlake, los rumiantes tambi¨¦n escribieron Pigs, pero fueron m¨¢s expl¨ªcitos: "muerte a los cerdos". Puesto que hab¨ªan agotado la raci¨®n de capuchas, la cabeza de Leno fue, envuelta en una almohada. En apariencia, en este asesinato, todo era menos puro, menos asc¨¦tico, menos evang¨¦lico y menos patri¨®tico, pues la bandera de Estados Unidos no apareci¨® por ning¨²n sitio. De todas maneras, los rumiantes de Manson pusieron en Silverlake un toque de fantas¨ªa: enterraron a Leno La Bianca con un tenedor en el vientre.
Con Helter Skelter retornan los justicieros; en Los Angeles y en el mundo, la vida contin¨²a, pero el miedo diario se ha hecho casi familiar, como reinstalado para siempre. Pienso que despu¨¦s de tanto horror, eso es una comprobaci¨®n casi tranquilizadora.
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